Una de las “incomodidades” - dicho así, si me atengo al escaso aguante actual que tenemos frente a los imponderables que nos surgen en la vida - que todo visitante debe soportar en su deambular por los carriles de Documenta es la constante aparición de la incomunicación no solo con la obra en cuestión que te salga al camino, sino con quien te acompañe, ya sea en ese momento o con cualquiera de los yoes que te acompañan y te atosigan siempre. La edición de Documenta de 2012, al decir de Vila-Matas en su libro ya mencionado, trató de de darle un carácter más trascendente a ese tipo de incomodidades y les dio el nombre de “derrumbe”. Como puedes suponer, o no, ya que las suposiciones del espectador frente a las obras del arte contemporáneo no están sometidas al imperativo de la causalidad, aunque sus organizadores y exhibidores afirmen siempre que tienen oportunidad que la actividad principal del arte contemporáneo es precisamente esa, filosofar o aspirar a filosofar de forma no necesariamente causal o lógica, en fin, decía que te invito a suponer que ese derrumbe lleva aparejado, aunque no lo aparezca - eso dicen o sugieren los organizadores - un momento de recuperación. Independiente que haya en ese doble movimiento: derrumbe y recuperación, una intención filosófica o simplemente una voluntad publicitaria con ribetes de ayutoayuda, lo cierto es que el día y medio que Duarte y yo llevamos en Kassel si por algo se caracterizaba era por este vaivén constante al que nos sentíamos sometidos. Un vaivén en el que, si mal no recuerdo, nunca coincidíamos. Si ella se derrumbaba ante una instalación o perfomance, a mí me venía bien para recuperarme de mi anterior derrumbe ante un cuadro abstracto colgado en una pared. Y viceversa. Eso que pudiera hacerte pensar que esa falta de sintonía de nuestros conceptos filosóficos o, en su defecto y con el permiso de los organizadores - que era lo que ocurría en la mayoría de las instalaciones u obras que habíamos visto - la falta de sintonía de nuestros sentimientos, hiciera que se instalara entre nosotros la incomunicación y el colapso de nuestra relación, no se produjo nunca. Muy al contrario, se produjo un extraña complicidad que surgió, lo supongo así porque pienso que es ahí de donde emergen las verdaderas complicidades y lo más importante de nuestros anhelos, del hecho de que todo lo que nos rodeaba nos resultaba, sin saber porqué, ajeno y extrañamente familiar al mismo tiempo, aunque cada uno lo percibiera a su manera y en momentos raramente coincidentes.
Quien y como nos leen a nosotros mientras vivimos, aunque creamos, equivocadamente, que somos autosuficientes en la lectura de nuestras vidas y las ajenas. Esta sospecha que me costó lo suyo entender con un libro entre las manos, pues siempre pensaba que lo que había allí escrito estaba enteramente a mi servicio, pues no en balde había pagado una cantidad por aquel puñado de páginas, se fue instalando poco a poco en mi ánimo a medida que las instalaciones de Documenta se echaban sobre mi o yo sobre ellas. Además, por otro lado, siempre he odio decir a críticos y escritores, y artistas en general, que su profesión es inútil, entre otras cosas, porque nadie les ha pedido que escriban sus historias o construyan sus obras a los unos, ni que hagan un comentario ponderado sobre las mismas a los otros. Lo cual, y es lo que allí en Kassel hacía que todo se apareciera ante mi engañoso y estremecedor al unísono, se unía al hecho de que a lectores y espectadores nadie les había obligado a leer tal o cual libro o ir a ver tal o cual exposición. Lo cual no evitaba, sin embargo, que pensara como si ante un libro o ante una exposición de dimensiones más reducidas el engaño fuera más verosímil, siendo las dimensiones de Documenta lo que impedía la verosimilitud. ¿Era eso, más allá de sus intenciones comerciales, lo que pretendían los organizadores? ¿Aquel gigantismo, como dice Azúa reiteradamente, era un síntoma del acabamiento del Arte, y la vuelta a las artes, y Documenta no es otra cosa que la travesía del desierto en busca del origen de los damnificados de semejante ocaso, y, también, el mercado de los oportunistas que siempre aparecen ante el olor de la carroña? Pues, ciertamente, todo tenía un aire artesanal, pongamos, de navidad en verano, y de mercado del desguace en medio de una ciudad perfectamente ecológica. Imágenes las dos que no se avenían con la gloriosa estampa que se tiene habitualmente de este tipo de exposiciones, y más en concreto de Documenta, donde la fanfarria publicitaria excita parte el espectáculo del que parece no puede desprenderse. ¿No sería este equívoco nuestro el que nos metía de coz y hoz en los cíclicos derrumbes que padecíamos y, también, el que nos dificultan sobremanera la posterior recuperación?