A punto y de acabar este primer día de recorrido por la Documenta de Kassel, Duarte anotó lo siguiente en su diario, “Camino de casa bajamos por la calle en penumbra hasta la Documenta Halle. Allí delante ha montado Hiwa K. su particular hotel de tubos naranjas con sus cilíndricas habitaciones, vacías de vida humana, llenos de objetos que evocan los usos que los futuribles ocupantes les darían. Son como calidoscopios gigantes, y no me imagino que pasaría si los comenzáramos a dar vueltas. Los neones hacen que su visión nocturna sea atractiva, y puede que semejante atracción alcance a la noche misma, exceptuando el bodyguard. Desde aquí, ahora el Partenón brilla a lo lejos. La luz sale de sus entrañas y un resplandor blanco sale de los libros. ¿Es quizás esta la visión? Subiendo la Treppenstrasse volvemos a casa de Max (así se llama el dueño de la casa que nos ha alquilado nuestra habitación). Silencio. De repente, algunas risitas de fondo y tras breves momentos de ausencia - no funciona la tele - el exceso de cansancio, la pérdida y el olvido. El sueño lo perdona todo.”
He leído varías veces este párrafo del diario de Duarte, porque me parece que no solo resume con acierto el final de un día cualquiera en el que dos espectadores cualesquiera han estado dando vueltas entre las obras expuestas en Documenta 14, sino porque vuelve a poner sobre el tapete la oscura sospecha que nació en la Grecia Antigua, a saber, que tras estas actividades llamadas hoy artísticas, no así entonces, de apariencia inofensiva y en no pocas ocasiones extravagantes, se escondía algo mucho más tormentoso, una relación invisible con eso que sea nuestra presencia en la tierra. No en balde la tarjeta de presentación de esta Documenta es el Partenón de los libros prohibidos, con el que al aparecer envuelto por la oscuridad de la noche - aquí radica mi sorpresa - Duarte se ha reconciliado en parte, después del desengaño matutino, pues lo ha visto resplandecer, pienso yo, con luz propia. Hasta el punto de preguntarse, como queda registrado en su diario, si es esa la visión que pretende trasmitir la obra de la artista argentina, Marta Minujín. He de reconocer que a mi estas confesiones me dejan afirmativamente turulato, pues “demuestran” sin despeinarse y sin tener que acudir a juicios o subterfugios de estilo sistemático o de virtuosismo técnico, la verdad que se esconde desde entonces en aquella oscura sospecha griega. Un sospecha que se hace todavía más oscura si nos atenemos al mundo de hoy que, al contrario queel de la antigüedad griega, está vacío de Dios. Aunque al hilo de estas confesiones sería más adecuado decir que vivimos en un mundo en el que Dios nos ha hecho el vacío. Pues, si ponemos toda nuestra atención, comprobaremos que se oyen y se ven en el curso de la vida cotidiana con mucha asiduidad. Son esas confesiones las que, paradójicamente, nos acercan, hasta reducir la distancia a cero a los artistas parietales de las cuevas de Chauvet, por hablar de las pinturas más antiguas descubiertas hasta el momento. O a aquellos campesinos de los inicios del primer gótico europeo, cuando fueron invitados a la inauguración de la catedral de Amiens, la más alta de las catedrales que constituyen el anillo gótico alrededor de Paris. Ellos que únicamente habían entrado en la humildes iglesias románicas cercanas a sus aldeas. La racionalidad de matriz sistemática o su hermano gemelo el vistuosismo técnico, siempre tienen explicaciones para cada caso. Pero sus explicaciones siempre caen del lado de la realidad o de lo evidente que, como decía ayer Vila-Matas, es la trampa. Mejor dicho, la madre y consentidora de todas las trampas donde caemos cuando vivimos. Tanto da que aquella racionalidad como aquel virtuosismo siempre anden persiguiendo logros tan merecidos a su entender como postergados por el entendimiento ajeno. Y tanto les da los cadáveres exquisitos que dejen tirados en la cuneta en el intento de llevar cabo su obsesión sistemática o virtuosa, como que esos cadáveres no dejen de suplicar en estas confesiones que aludo su abandono y el olvido a que los someten. Es por ello que tanto la racionalidad sistemática como el virtuosismo técnico no lograrán entender nunca la sincronicidad que hay entre el pintor de la cueva de Chauvet, el campesino de Amiens y Duarte delante de su visión nocturna del Partenón de los libros prohibidos. Sea lo que sea eso oscuro que perdura a lo largo de los años en lo más íntimo de nosotros mismos, me preguntó, ¿por qué no ha logrado vencerlo la evidencia indiscutible, la trampa que anida en la realidad de cada momento? Sólo se me ocurre pensar que debe ser algo muy poderoso y ajeno a los vaivenes de la casuística histórica. Debe ser lo que nos hace, aún, incomprensiblemente humanos. La caza que no les dejaba asentarse en sí mismos a los calzadores, la omnipresencia de Dios que no les dejaba respirar por sí mismos a los campesinos o el vacío que nos hace Dios que nos está consumiendo a nosotros mismos y al planeta. Solo así, enfrentándonos a lo que sea eso que llaman artes no como una experiencia más, sino como la experiencia no comparable a ninguna otra experiencia, tanto en su intensidad como en su duración, que podamos tener dentro de la realidad trampa, solo así, digo, podremos alcanzar a comprender dentro de la horizontalidad moderna o del vacío que Dios nos hace, lo que es eso que sean las artes.