Me pareció pertinente hacerme la pregunta en el día que íbamos a dejar Kassel, después de haber visitado durante los dos días anteriores las instalaciones y obras de los artistas que habían acudido a la llamada de Documenta, y que de las maneras y formas más diversas, habían ocupado los museos, jardines, rincones, calles y plazas de la ciudad alemana. Y la pertinencia de la pregunta no obedecía a un ejercicio de reflexión metafísica, muy al contrario me pareció una pregunta honesta, en el sentido de que era la única pregunta que, después de todo lo que había visto, oido y tocado, podía hacer y hacerme sin caer en el autoengaño duradero o como forma de permanente de estar en el mundo. La pregunta me vino a la cabeza, en parte, a partir de un hecho fortuito que ya he mencionado en anteriores entradas. La anécdota tiene que ver con, como ya dije, con la cola que un grupo de personas estaba haciendo delante de un contenedor de esos que llevan los camiones o trenes de mercancías, ubicado en medio de la plaza de la estación de ferrocarril de Kassel. Si en la entrada que he mencionado desarrollé el sentido que yo le podía dar a esa presencia junto con la haima que había en el subsuelo, días después el contenedor solo fue el motivo espoleador de la pregunta con que inicio la entrada de hoy. Y no es contradictorio pensarlo, a mi modo de entender, pues en el primer caso respondí a una posible explicación, digamos, de carácter sincrónico: el instante en el que yo miraba al contenedor y el contenedor mi miraba a mí y el que hacer con ese intercambio de miradas. Mientras que en el segundo respondía a una imagen que sintetizaba el carácter diacrónico del significado de Documenta y del arte contemporáneo en el momento actual de la humanidad occidental, al menos. Pues una vez que abandoné Documenta se me fue echando encima, durante los días sucesivos que iba montado sobre la bici, el principio de la realidad, a saber, que a la mayoría de los visitantes de este tipo de eventos, por no decir a todos, que forman parte de eso que más o menos difusamente se conoce con el nombre de clase media urbana acomodada, no nos ocurra nada relevante si comparamos nuestras vidas con las de quienes viven en otros lugares del planeta, aunque lo que nos debiera ocurrir no queremos afrontarlo, decisión a que nos ha llevado, como el pez que se muerde la cola, nuestro propio estilo de vida. Me estoy refiriendo a esa otra visión que me devolvió la imagen de la fila delante del contenedor de mercancías - mientras esperaba sentado en una cafetería a Duarte, que había ido a ver la última instalación que había apuntado en la guía de Documenta ya - y que tuvo que ver con la precariedad de nuestras existencias: allí alineados de forma ordenada, esperando para entrar en un espacio donde normalmente se transportan las mercancías que producimos, ¿unos tipos cualesquiera creían ser los espectadores de algún tipo de enigma? ¿O simplemente era su curiosidad morbosa lo que les animaba a traspasar el umbral de tan sorprendente como estrafalaria entrada, al igual que seguro habían hecho en el túnel de los monstruos en las atracciones de feria populares? ¿Tenían conciencia de que al esperar esa fila y dar el paso de introducirse dentro del contenedor, se estaban convirtiendo ellos en una mercancía más y al mismo tiempo peor, pues la decisión había sido consciente y consentida? Una precariedad que va ligada, o tiene que ver, antes que con el aburrimiento y su antídoto constante en la permanente búsqueda del jolgorio, como nos hacen creer, con la negación de lo que realmente somos y que la imagen me trasmitió de manera tan inequívoca como inaplazable: nuestra única misión en la vida deber ser aprender a ser mortales, y así hacérselo aprender a nuestros herederos.