Leo y oigo con frecuencia en artículos periodísticos y en programas de radio y televisión, que el peligro de internet y las redes sociales es la anulación o aniquilación del individualismo. Nada más equivocado si entendemos por individualismo la imposición de nuestra personalidad al mundo, normalmente a través de un objeto que, por imperativo de esa misma imposición, hace que objeto y ego acaben separándose del mundo. Eso es justamente lo que hace internet y las redes sociales. Al mismo tiempo que globaliza la información, abre una brecha en la misma proporción respecto a quien la recibe. O dicho con otras palabras, la inmediatez instantánea de la información recibida es la condición de posibilidad del desentendimiento e ininteligibidad de sus contenidos por parte del receptor, es decir, del afianzamiento del solipsismo extremo de su individualismo. Internet y las redes sociales no solo no crean una comunidad 3D, a saber, una comunidad entre distintos, distantes y desconocidos, sino que introducen buenas dosis de extrañamiento en las comunidades tradicionales de iguales, cercanos y conocidos. Cada vez es más habitual observar en restaurantes, por poner el ejemplo más significativo, supuestas cenas de amigos o familiares donde todos los comensales están al mismo tiempo mirando su móvil. Digo supuestas porque salir a cenar fuera de casa, hasta donde a mí me alcanza, tiene una función social que, hasta el minuto antes de la llegada masiva de los teléfonos inteligentes, se cumplía más o menos de forma aceptable dentro de ese consabido ritual de intercambio de palabras, risotadas, miradas, silencios y demás gestos de la llamada y socorrida comunicación no verbal. Sin embargo, lo que sobre esas mesas se representa con los teléfonos inteligentes entre las manos es otra cosa. Es como si la inteligencia del teléfono liberara de la ancestral atadura del rebaño a cada una de sus ovejas, sin, por supuesto, tener que separarse un milímetro del aprisco donde pacen todas juntas. Bien mirado es un ejercicio de metempsicosis notable desde la inteligencia emocional a la inteligencia digital. También es una mezcla extraña, que deja de ser así antitética sin acabar de fundirse en otra cosa diferente, un mezcla entre como “en casa en ningún sitio” y “nada a largo plazo”, que menciona Ricard Sennet en el libro que ya he comentado, “La corrosión del carácter”. Lo que imágenes como esa del restaurante pone en cuarentena es aquel sueño socrático, año tras año mil veces evocado y otras tantas veces traicionado en nuestra práctica diaria, que no es otro que el del diálogo entre seres humanos, que lo son porque son poseedores de razón y de palabra.
Aún bajo los efectos de la tensión entre derrumbe y la recuperación a que nos sometía Documenta, que quise imaginarlo, salvando las distancias, como el descenso que hacían al Hades los antiguos griegos, y ya en pleno ascenso hacia una luz renovada, me vino a la cabeza que todo aquello bien podía ser una “Instalación Narrativa en 3D” tal y como lo he descrito antes, en la que de una forma sin yo saber cómo estaba dosificada todavía, mezclaba la ficción, el ensayo y la autobiografía para ilustrar la experiencia personal de pérdida de sentido de quienes por sus calles deambulábamos. Para decirnos, en fin, a los individualistas a un teléfono inteligente pegado - a la sazón todos y cada uno de los que por allí nos encontrábamos y nos desencontrábamos a cada paso, en cada sala o a la vuelta de cada esquina - que, tal vez, al comprar ese teléfono habíamos ganado nuestras individualidad, pero por el mismo precio habíamos perdido nuestra inteligencia. De repente, este relato invertido del mito del Fausto me pareció que le sentaba bien a la relación que manteníamos los visitantes de Documenta con las obras de sus artistas allí convocados. Lo cual fue determinante en mi recuperación, sino definitiva si esperaba que me diera suficientes fuerzas como para ahuyentar el próximo derrumbe. Que era lo mismo que dejar el individualismo en beneficio de la individuación según dice Martel como ya he comentado. Es decir, no solo peder el miedo al control sobre mi ego ante lo distinto, lo distante y los desconocido, sino lanzarme con entusiasmo a la piscina de esas 3D. A ello me ayudó lo suyo el recordatorio que me hizo Duarte, cuando estábamos a punto de llegar, dando un paseo por las calles de la universidad, a la Geisshaus. Bill Viola, me dijo, recuerda que nos hemos olvidado la video instalación de Bill Viola. Se llama the Raft, la balsa, y se encuentra en el Fridiciarium, el museo que está enfrente del Partenón de los libros prohibidos, si no tuviera título puede que le llamara la Ola, me comentó Duarte al oído como si le diera apuro confesar su particular metáfora, es lo que se ve, pero como todo lo que llevamos visto, creo que hay que deberíamos darle un particular sentido, y no sé si lo podremos hacer, es como ver una danza, el agua lo inunda todo, el estruendo es ensordecedor, y hace pensar en algo catastrófico, pero los cuerpos se modelan y se defienden, se mueven como peces evitándolo y dejándolo pasar, Duarte me dijo que es lo que había leído en Google. Para el autor era una reflexión sobre lo que hemos llegado a ser y que hacemos a partir de entonces.
Respecto a la Geisshaus, Duarte anotó lo siguiente en su diario,”es un edificio que parece el horno antiguo de la fábrica de cerámica, se han instalado 3 proyectores que disparan imágenes de universos perdidos, el pozo minero que destruye el terreno, para construir riqueza, extrae los sonidos del pasado y los trae al presente con las máquinas extrayendo el mineral, Angela Melitopoulos, lo presenta con imágenes proyectadas simultáneamente, o no, en una, dos y tres paredes del horno, mezclando sonidos de unas y otras, pero, ¿no resultan compatibles estos mundos, o no son el mismo, con ese decalaje de tiempo?”. Salimos dando un paseo que nos llevó por el barrio turco, donde comimos unas crepes de espinacas. Un reposo en la cuesta que nos encaminó hasta la Köning Plaz, bulliciosa y comercial, muy de sistema, en esta exposición de arte antisistema. Un monolito metálico se eleva en un lado de la plaza, es de Olu Oguibe, allí no parece nuevo ni extraño, a su alrededor hay chicos sentados mirando su teléfono inteligente, como no podía ser de otra manera, o disimulando lo que el teléfono les haya robado. Vete tú a saber.