jueves, 26 de agosto de 2010

CRÓNICAS BERLINESAS 5


LAS BRATWÜRSTES, LAS KARTOFFELS Y LA BERLINER WEIBE

La confianza en la difusión general de la enseñanza y en el progreso de la ciencia como garantes de una sociedad cada vez más perfecta, fueron dos creencias fuertes, las que más, que acompañaron al imaginario europeo mas desarrollado y, sobre todo, al idealismo alemán desde el siglo XVIII hasta el primer tercio del siglo XX. Aun hoy, después de tantos humos que no sienten estrechecs en el cielo, a mucha gente les cuesta aceptar la ingenuidad de tales fidelidades. Tanto es así que nadie del gremio se le ocurre confesar, como lo hizo uno delante de mí este verano, que en el último tercio de su vida profesional de docente sentía que no no solo no había aprendido nada, sino que intuía que si quería empezar de nuevo estaba convencido de que lo primero que debería hacer era desaprender todo lo que no habia aprendido. Lacerante paradoja esta que le pone delante de algo que no le ha servido para nada, pero que le pesa como si llevara encima toneladas de escombros.

La expresión “no he aprendido nada” no se ha de entender en sentido literal, como casi nada. Yo la entendí, y así él me lo explico después, relacionada con el hecho de no saber decir basta cuando la forma de ver el mundo y su línea de pensamiento ya no dan más de sí, pero la falta de valor y de coraje necesario para dar el golpe de timón que modifique aquel rumbo agotado, hacen que se continue como si no se hubiera sentido nada. Todo lo aprendido hasta entonces empieza realmente a pudrirse, hasta el extremo de hacerse irreconocible años más tarde, como lo es la manzana fresca y madura en el árbol frente a la que después acaba llena de gusanos en el suelo.

El caso es que al salir de Villa Marlier tenía un hambre de mil demonios. No de los de Kleist, sino de esos que te acaban arañando por dentro cuando pedaleas una tanda de kilometros sin meter nada a la andorga. En argot ciclista se llama pillar la pájara, y yo andaba cerca de cogerla tal era la flojera que me entró de repente. No lo pensé ni un minuto más, y me senté en una terraza que había al lado de la Villa Marlier. Pedí un par de bratwürstes (salchichas) con kartofel (patatas) y una berliner weibe de medio litro (tipo de cerveza blanca, elaborada según las comarcas berlinesas), y me espatarré respirando hondo. En la mesa colindante, un grupo de adolescentes alemanes hacían de adolescentes alemanes. Me aseguré de que no corría peligro, y ,mientras esperaba la comida, me dejÉ llevar por la somnolencia que sigue a la flojera cuando la pájara no se apodera del todo del cilclista. Lo último que recuerdo fue ver al grupo de adolescentes riendo a mandíbula batiente en el quicio de la puerta de entrada de la Villa Marlier. Me despertó el camarero y aquella hermosura de copa alargada llena hasta los topes de cerveza, que sin querer me rózó el brazo al tratar el buen hombre de dejarla sobre la mesa. Le pregunté que hacian aquellos jovenes en la Villa Marlier. Vienen a recibir clase sobre lo que allí sucedió hace setenta años, me dijo con la misma falta de expresividad con que me dejó la cerveza y lo demás sobre la mesa. Villa Marlier, a parte de un memorial histórico, es un centro educativo en los valores democraticos y de convivencia, concluyó ante de retirarse a sus aposentos de camarero.

Lo de los memoriales y la educación hay que hacerlo, como hay que seguir viviendo a sabiendas de que nos hemos de morir. Esos misterios inexplicables que nos conciernen. Pero si nos atenemos al lugar donde está ubicado, ¿no es también el testimonio de un fracaso estrepitoso de la educación, tal y como la concibieron nuestros padres fundadores de la democracia y los derechos civiles? Si el principal objetivo de la educación es controlar la barbarie que llevamos dentro, haciéndonos mas tolerantes con el Otro, pero pasó lo que pasó creyendo con la fe del carbonero en ese principo durante casi doscientos años, ¿qué se le puede contar a unos chavales de quince o dieciseis años sobre el significado de la Conferencia de Wannsee? ¿O lo que hay que decirle es que lo mejor es no creer tanto sobre todo y enseñarles a bregar con los restos de incertidumbre? O como Antonio Machado, ¿hay qué enseñarles a buscar la segunda inocencia, cuando no han salido todavía de la primera? Pero, ¿qué es eso?, ¿cómo se hace? Mientras me trapiñaba las salchichas y las patatas, y bebia lentamente la cerveza, se me ocurrió que algo se perdió para siempre en Villa Marlier, y no sabemos como llenar el hueco de su ausencia ¿Es esta la conclusión mas certera? Igual que la amenaza de la pájara que, por esta vez, se había disipado de mi inmediato futuro.

Villa Marlier no es una metáfora, ni un símbolo de nada, es el lugar exacto donde se pensó y se diseñó lo inconcebible. ¿Cómo se puede explicar eso a unos quinceañeros despreocupados y risueños? ¿Cómo se puede educar después, cuando antes se educaba para alcanzar la perfección? ¿O es que el fracaso se deriva de que se creía que la sociedad perfecta solo había una manera de que fuera concebible? ¿O es que todo el mundo ha ignorado desde entonces el epitafio de la tumba de Kleist, a un kilometro escaso de Villa Marlier, escrito para siempre y para todos los lectores mortales, con su secreta crueldad a cuestas? ¿O es que la inmortalidad es diferente para la víctima que para el verdugo? El demonio que llevamos dentro es capaz de hacer este tipo de clasificaciones.

Poco antes de seguir la ruta, el camarero me aclaró que la cerveza berlinesa era costumbre antigua hacerla a base de una mezcla fermentada de trigo y cebada. Tal vez la perfección soñada no sea otra cosa que la lenta maceración de una mezcla aleatoria de imperfecciones diferentes y, no pocas veces, chuscas. El mal que se puede hacer, siendo imperturbablemente fiel al principio de conciencia opuesto, tiene representada su plenitud en Villa Marlier, que me disponía a abandonar a golpe, también lento, de pedal.

martes, 24 de agosto de 2010

CRÓNICAS BERLINESAS 4



WANNSEE Y LA VILLA MARLIER

La villa sita en “Am Grossen Wannsee” fue construida en 1914-1915 para el industrial Ernst Marlier, de donde conserva el nombre con el que se le conoce. En 1921, fue vendida a Friedrich Minoux, que en aquella época era uno de los directores generales del complejo industrial Stinnes. En 1940, Minoux, acusado de graves delitos de corrupción y estafa, vendió la villa, junto a los 30.000 m2 de terreno junto al lago, a la fundación de las SS Nordhav, fundada por Reinhard Heydrich, Jefe de la Policía de Seguridad y del Servicio de Seguridad de las SS (SD).

Cuando el viajero se echa al camino a darle a los pedales lo primero que se le descompensa no son las constantes vitales como la tensión arterial, el colesterol, las transaminasas, los triglicéricos, y tal y tal, que lo habitual es que vayan consiguiendo cifras que subirían la autoestima de los galenos naturistas y nutricionistas. Lo primero que se descaraja son los sentimientos. El diálogo habitual entre cuerpo y espíritu, se ve conmocionado por las exigencias que el recorrido le pone a cada parte delante. No es que sea diferente en la rutina de cada día, lo que pasa es que el itinerario de la rutina tiende a moverse en los campos continuos y el del viaje ciclista en el espectro de los campos discretos. O dicho en roman paladino, las horas de cada día de un tipo medianamente sano se descuelgan de su agenda con parecida fluidez y obcecación como el agua sale del grifo y busca el sumidero. Mandan las obligaciones y los compromisos y no queda tiempo para fijarse en los detalles, en las partes, en los fragmentos de esa unidad convencional del tiempo. Pero, justamente, son esos trozos los que determinan su ámbito discreto (léase tercera acepción en el diccionario), que a golpe de pedal y siguiendo un itinerario previamente establecido, se apodera inequívocamente de la percepción del viajero. Es cuando hay que aprender a enfocar de nuevo, cambiando de lente y de lenguaje, para que conociendo cuando ocurrieron los hechos se pueda percibir toda la fuerza del dónde, que coincide cabalmente con el destino que me había propuesto. Es una tarea que requiere una cierta forma física y mental. Pero es un propósito recomendable. De acuerdo, también saludable y todo eso.

Aquellos caballeros, que compraron al empresario Minoux la casa junto al lago, sabían odiar de verdad. Lo que ocurre es que nadie en su sano juicio se acerca a la Villa Marlier con la intención de fotografiar lo que pudiera quedar de tanto odio pegado a sus paredes. Y sin embargo, hay que atenerse a este lugar porque fue allí donde un grupo de odiadores profesionales (creáme, no es una figura literaria, existen como existen los apagafuegos profesionales, y además mandan y tienen mucho prestigio) planificó minuciosamente el asesinato de todos los judíos de Europa. Repito, hay que atenerse al lugar y olvidarse mientras se hace la visita: habitación a habitación, panel fotográfico a panel fotográfico, rostro a rostro y curriculum a curriculum de cada uno de los quince jerarcas nazis que participaron en la reunión, del destino de tantos millones de hombres, mujeres y niños, que se hicieron humo a partir del momento en que se notificaron los preceptos y obligaciones que allí se diseñaron, y que había que cumplir a rajatabla aplicando las más modernas técnicas de producción industrial. A esta reunión se le conoce con el nombre de la Conferencia de Wannsee, y se celebró el 21 de enero de 1942. Y el trabajo que allí se fraguó, perfectamente documentado con sus protocolos y procedimientos, ha pasado a la historia con el nombre de “La Solución Final para la cuestión judía en Europa”.

Ya fuera de la Villa Marlier, en la fachada que da a la calle, reinaba, hoy como entonces, la más absoluta normalidad y tranquilidad entre las otras villas y chalets colindantes. Ay, lo de mirar para otro lado, ese jodido hábito que tan bien le sienta a la cobardía humana. En la fachada que da al lago, igualmente, la serena belleza del agua se mantenía ajena al odio y al paso del tiempo. Fue entonces cuando me permití recordar el destino de tanta gente que sufrió las horribles consecuencias de aquella conferencia. Me vino a la cabeza el poema de Paul Celan, “Fuga de la muerte”. Nadie como el poeta rumano supo explicar con palabras ese trágico destino. Le dejo la primera estrofa:

“Negra leche del alba la bebemos al atardecer
la bebemos a mediodía y en la mañana y en la noche
bebemos y bebemos
cavamos una tumba en el aire no se yace estrechamente en él
Un hombre habita en la casa juega con las serpientes escribe
escribe al oscurecer en Alemania tus cabellos de oro Margarete
lo escribe y sale de la casa y brillan las estrellas silba a sus
mastines
silba a sus judíos hace cavar una tumba en la tierra
ordena tocad para la danza”

El centro de Berlín, la capital de los sentimientos que, según dice algún cronista, en otros lares andan dispersos, estaba ya más cerca.

jueves, 19 de agosto de 2010

CRÓNICAS BERLINESAS 3



WANNSEE Y HEINRICH VON KLEIST

Sobre los secretos que guarda una ciudad y sobre la velocidad que el viajero debe llevar para poder descubrirlos con más detalle se ha escrito lo suyo. También sobre si la rapidez que tira de la modernidad esta dejando a las grandes ciudades sin lugares de encuentro, porque no hay ciudadanos o paseantes que quieran encontrarse, dada la prisa que llevan. Fast food, todo es fast food, y tal. Esto que puede ser un punto de partida preventivo antes de visitar cualquier otra gran ciudad no me servía, ni me sirve ahora, con el centro neurálgico de eso que he llamado el misterioso caso alemán, y que no es otro que la ciudad de Berlín. Para liarlo aún más su alcalde, que creo es un pintón de primera fila, ha declarado que Berlin es la ciudad alemana más pobre pero también la más sexy.

Poco a poco, al tran tran que marcaban los golpes cadenciosos de los pedales, fui dejando a mis espaldas la ciudad de la gloria prusiana y empezaron a aparecer por delante los primeros carteles indicadores de que estaba entrando en el barrio de Wannsee, el del sur berlinés, que como ya le dije es donde los acaudalados berlineses, de ayer y de hoy, disponían y disponen de su segunda residencia para pasar el fin de semana, navegando por el enorme lago que da nombre al barrio, oyendo música, o dialogando como solo lo deben hacer quienes se saben herederos de una tradición, que como ninguna otra ha hecho de la alta cultura su emblema y divisa para presentarse al mundo. Como verá, no me separaba ni un ápice de la estela del dinero y del arte, y de sus complicidades, aparentemente limpias de toda sospecha. Pero la posible relación entre la grandeza artística alemana y su iniquidad moral, que continua siendo un tabú en nuestros días, igualmente me acompañaba.

Así, de repente, bueno de repente no pues sabía que estaba dentro del itinerario, el cartel indicador hacia la tumba de Heinrich von Kleist, uno de los poetas del romanticismo oscuro aleman, indicaba que me quedaban 200 metros. Se suicidó en 1811, en el mismo lugar donde esta enterrado, después de matar a su novia, una enferma terminal de cáncer. La tumba está colocada en la ladera de un pequeña elevación del terreno que desciende suavemente hacia el lago, junto a la pensión hotel donde al parecer se despidió del mundo cruel que no le admitía. Que no le admitía, o que el poeta no lograba abarcarlo, poseerlo, meterlo en su cabeza. Sin embargo, está ahí como un objeto más del paisaje del barrio residencial al que pertenece. ¿O es al revés? Puesto que primero fueron el suicidio y la tumba, el barrio fue quien lo rodeó después. Me costaba creer que aquella tumba y aquella pensión fueran una simple ornamentación, como el banco del paseo de al lado, o como la papelera que ocupaba un ricón casi invisible del recinto funerario. Fuera del cementerio habitual donde suelen estar este tipo de monumentos, en medio de un ambiente de vida lujoso, la modesta lápida de Kleist que recordaba el violento final de su trágica existencia, adquirió un raro protagonismo que parecía venir de la imaginación de lo que la rodeaba, yo incluido. Se había quitado la vida porque para él era menos importante que lo que creía, que era ser más grande que la propia vida. Eso no pude pasar desapercibido, por mucho que el alto bienestar que se respira en al barrio denuncie que sus habitantes solo les interese mirar hacia su ombligo.

Pudiera parecer que el romanticismo apunta solo a la luz en la búsqueda constante y sin desmayo de lo absoluto. Pero desde que conocí algunas de las obras y la vida de Kleist, según el excelente relato de Stefan Zweig, me convencí de que el verdadero romanticismo habita en las sombras y que su tendencia vital se orienta enconadamente hacia el abismo del corazón humano. Dice Zweig en su relato: «Llamaré demoníaca a esa inquietud innata (...) que arrastra hacia lo infinito, hacia lo elemental. (...) El demonio es ese fermento atormentador que empuja al ser hacia todo lo peligroso, hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y hasta a la anulación de sí mismo.»

Kleist fue de los pocos que tradujo a la acción las ideas que inspiraban a los románticos. Al abandonar su tumba, rotulada con uno de los epitafios mas bellos y estremecedores que he leido, y que dice para siempre: “Ahora, ¡oh inmortalidad!, eres toda mía”, retomé el carril-bici que me llevaba al centro de Berlín. Pero, ¿dejaba de verdad al demonio enterrado a mis espaldas? Pronto descubriría que no.

Eric Rohmer se atrevió con el demonio de Kleist llevando al cine, con el mismo título, su relato corto títulado "La marquesa de O". Le recomiendo que le eche un vistazo a las dos piezas. Degustará la textura y medirá el alcance de hasta donde pueden llegar nuestros desvarios.

domingo, 15 de agosto de 2010

CRÓNICAS BERLINESAS 2


POTSDAM

Rueda por ahí una frase de esas que han hecho fortuna rodando, entre esas bocas y esos oidos tan proclives al refraneo, que viene a decir que un viaje debe suponer una transformación en el viajero sino no hay tal viaje. O en plan Odiseo, que lo importante en el viaje es el camino no llegar a la meta, y tal. Otra cosa es que se llegue a saber en que consiste esa transformación y por qué. Lo mas corriente es que no se llegue a saber nunca. A lo más que se llega es a constatar la metamorfosis igual que se constata que a quien quisimos perdidamente, y sigue a nuestro lado, ya nada más nos inspira melancolía, o que la ciudad donde vivimos ha dejado de seducirnos, o que hay una plaza que no deja de atraernos renovadamente aunque no dejemos de pasar cada día por ella. Pasa lo mismo que cuando se lee un libro o se mira una peli, detrás del consabido me ha gustado y algún adorno de aliño técnico ha habido algún tipo de transformación en el lector o el espectador que se resiste a manifestarse en el espacio público. Sea porque no lo encuentra a mano, sea por pereza del sujeto en cuestión, vaya a usted a saber. En fin, valga todo lo anterior para tirar a dar contra el tópico que dice que quienes se mueven por el mundo se dividen en dos: los turistas y los viajeros. En el dinámica social permanente de hoy o todos turistas o todos viajeros. Perdone la pedanteria sociológica, pero es que yo estudié de eso. Yo lo dejaría en gente que va y viene. En gente que se encuentra con gente. En gente que habla con gente. En gente que va y viene, se encuentra con gente, y, aun así, es gente que habla sola. Cada vez mas frecuente. Ya sea camino de la farmacia del barrio, o con destino a Melbourne.

Mire, yo quería entrar en Berlín, desde la ciudad de Postdam, porque deseaba sentir algo de la gloria de uno de los baluartes más importantes de la monarquía prusiana. Que si soy monárquico, no. Que si soy militarista, otra vez no. Unicamente quería comprobar hasta donde la ciudad me dejaba ver aquel tiempo de grandeza. Como ya dije en el anterior post, viajar en el tiempo, levantando la cortina especulativa del espacio que ha caido sobre él, debe tener semejantes requisitos previos. Me explico. Cuando digo espacio estoy hablando del presente de lo que veo, de los fenómenos que lo habitan. Cuando digo tiempo me refiero a lo mítico, a lo que es capaz de hacer nuestra imaginación con los datos de aquel tiempo histórico dentro del cual es imposible vivir, porque ya pasó o porque todavía no ha llegado. Se lo diré sin demora, uno de mis mitos preferidos es el misterioso caso alemán, o como desde las más altas cimas de la cultura se puede llegar a las mas bajas simas de la barbarie. Desde que leí cuando era adolescente “las coplas a la muerte de mi padre” de Jorge Manrique, lo militar y lo cultural no dejan de acentuar en mi esa disposición a mirarlos con máxima atención a la espera de que surgan vínculos inimaginables. Le digo más, no alcanzo a entender como puede existir el uno sin el otro, y viceversa. Le estoy hablando el poder de seducción que siempre han tenido entre sí el poder político-militar y los intelectuales. Lo militar y lo cultural que acompaña a la historia alemana esta teñida de un misterio impenetrable, por lo incomprensible de su desenlace final. Y eso, bajo la influencia del sofistacado racionalismo científico-técnico que determina la época en que vivimos, y por lo que nos atañe de cerca, debería hacernos abandonar el manto protector de la indiferencia con que nos hemos cubierto. No digo que lo uno sea consecuencia de lo otro, digo que la politica militarista y la cultura alemana tuvieron vidas paralelas y con muchos complicidades manifiestas a lo largo de su dilatado recorrido. Pero deducir de ahí que Goethe es el antecedente de Hitler, no seré yo quien lo defienda. Pero si digo que el Holocausto es un hecho probado y también que quienes ayudaron a perpetrarlo no eran precisamente analfabetos.

Dentro de este imaginario, Potsdam es una parada obligatoria, y dentro de la ciudad una pieza por encima de las otras tiene, igualmente, una visita ineludible: el Palacio de Sanssouci (sin preocupaciónes), mandado construir como residencia veraniega y de descanso por Federico El Grande, el primer eslabón, la primera marca de este recorrido hasta Berlín a través del misterioso caso alemán. Señor de la guerra y de las artes a partes iguales, recibió en los salones de este fastuoso palacio, decorado al mas puro estilo rococó, a tipos como Voltaire y otros eminentes ilustrados franceses y europeos de la época.

¿Existe una alianza entre la cultura y el mal? Federico El Grande es un personaje bien visto, al que no ha alcanzado ninguna de las demonizaciones posteriores que han caido sobre la historia alemana. Pasear por su palacio de recreo confirma esa imagen. No hay nada que te ponga en su contra. El lujazo que allí se respira satisface la veneración semireligiosa por la pompa y la grandeza que todo ser humano tiene. Incluso conmueve estar cerca del sillon donde el hombre entregó su último suspiro. El espectro de Voltaire, explicando al monarca que los males de la intolerancia con mas ilustración se quitan, no desentona con tanto orazo, cristal y mármol. ¿Cómo sospechar de alguien que tomaba el te con uno de los ciudadanos franceses más respetados y que además eliminó la tortura de su legislación? En Sanssouci no hay rastro de ese afan guerrero, que convirtió a Prusia en una de las potencias mlitares de la Europa del siglo XVIII y sentó las bases de los futuros reichs alemanes.

martes, 10 de agosto de 2010

EL MUNDO DE AYER, de Stefan Zweig


ANTES DE VIAJAR POR LA EUROPA DE HOY

Bajo la influencia de Stefan Zweig no se si lo que ataca más es la nostalgia o la melancolia, y en que proporciones, y cuando deja de ser satisfactorio el ataque y empieza a hacer la puñeta. Es lo que pasa con todos los Grandes Seductores/as a primera vista, que no puedes evitar desear comértelos a besos aunque hayas descubierto sus mañas. Después de leer su excelente su libro “El mundo de ayer” me resulta difícil saber en que nivel quiere que se entienda la voz narrativa que crea para llevar a cabo sus propósitos.

Pudiera ser que Zweig me atrape desde la primera página y me enamore hasta la última porque habla desde los esfuerzos inútiles que sin remisión conducen a la melancolía. Pero, también, porque describe una forma de vivir y sentir en el continente europeo que la barbarie totalitaria nazicomunista se llevaron por delante, dejando a su paso sangre, destrucción y un poso permanente de nostalgia en el alma. Y al alma le sientan bien ciertas dosis de melancolia y nostalgia, y si vive entre algodones es poco dada a cambiar de nido. Zweig tiene ese peligro.

Zweig me seduce de inmediato porque formo parte de ese imaginario humanista europeo al que él ha ayudado a construir con sus escritos, que son a su vez una forma de testamento. Y aquí se produce, tal vez, la paradoja mas inquietante de muchos de nosotros, que sobreviviendo cómodamnete bajos los auspicios del humanismo norteamericano dominante, seguimos añorando el viejo humanismo europeo que no volverá nunca y del que solo sabemos de oidas, leyéndolo como si fuesemos sus mas conspicuos albaceas. No he podido sentir lo mismo ante textos fundacionales de humanistas norteamericanos como Herman Melville o Willian Faulkner.

Cómo sentirse interpelado, como europeo, así de buenas a primeras, por este texto del escritor sureño, de su relato el Oso, escrito en la misma época que escribía Zweig pero al otro lado del charco oceánico: “El tenia dieciseis años. Ya hacía seis que cazaba. Ya hacía seis que escuchaba la mejor de todas las conversaciones. La de las tierras baldías, la de los grandes bosques, más grande y antigua que ningún documento conocido: ni por los hombres blancos los bastantes fatuos para creer que habían comprado algún fragmento, ni por los indios lo bastante crueles para pretencer que les había correspondido trnasmitir algún fragmento”.

Uff, como aguantar eso con nuestra manera de ser, “mas que ningun documento conocido”, qué significa eso para un gente de aquí. Qué manera de escuchar el rugido constante de la naturaleza eterna. Lo pongo cerca del párrafo introductorio de una de sus novelas más celebradas, “La impaciencia del corazón”, para que, según dice el propio Zweig, producir un efecto pictórico, logrando así poner de manifiesto, por medio del contraste, cualidades y analogías que de otro modo quedarían ocultas: “Existen dos clases de compasión. Una cobarde y sentimental que, en verdad, no es más que la impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la emoción molesta que causa la desgracia ajena, aquella compasión que no es compasión verdadera, sino una forma instintiva de ahuyentar la pena extraña del alma propia. La otra, la única que importa, es la compasión no sentimental pero productiva, la que sabe lo que quiere y está dispuesta a compartir un sufrimiento hasta el límite de sus fuerzas y auún más allá de ese límite”.

Uff, que manera mas brillante de decir adiós a los sueños e ideales de nuestra cultura y civilización europea. A su esplendorosa espiritualidad. Esa que durante centurias supo lo que quería ¡Que enorme persuasión tiene todavía entre nosotros, aunque no sea capaz de dibujar la profunda perspectiva de antaño! Por eso quiero tanto a Stephan Zweig, porque me devuelve un simulacro de dignidad que sospecho está perdida para siempre. Porque me confirma en esa esclarecedora visión, tan griega y tan de hoy, de ver universales y constantes en el caos permanente y doloroso de la vida. En “El mundo de ayer” (escrito poco antes de suicidarse, en 1942) sugiere que todo hubiera ido mejor si el mundo, de repente, no se hubiera acelerado sin tino. Aceleración a la que él mismo y muchos colegas vanguardistas de generación se apuntaron complacidos, como un gesto inequívoco de afirmación de la modernidad. ¿Todo por más modernidad, y en contra de la abominable tradición? Tengo mis dudas que Zweig tuviese tan claro que el siglo XX tenía que tirar, necesariamente, por esos derroteros.

Viviendo y conviviendo sobre los escombros de una Europa varias veces aniquilada a lo largo de su historia, me sigue atrayendo lo testamentario que hay en este libro, pero no alcanzo a saber por qué. Setenta años después, sigo celebrando con Zweig que la razón, a pesar de los pesares, todavía tiene ese poder de discernir entre lo bueno y lo malo, entre saber lo que se quiere y lo que no se quiere, entre lo que importa y lo que no importa, y confío en que todavía no ha sido vencida por la naturaleza, pero tampoco sé el por qué de tal confianza. Tanto es así que me cuesta no llamar ideologías a lo que no son otra cosa que las fuerzas de aquella, mas o menos desatadas o eruptivas. Zweig se suicidió porque le resultó insoportable vivir en un mundo sin esa fe en las virtudes de la razón. Entonces, ¿qué significa que nosotros perseveremos en seguir vivos?, ¿simplemente que la irracionalidad que él denunció se ha hecho más soportable, se ha enfriado y solidificado con el paso de los años? ¿Qué el totalitarismo es un erupto sangriento de la modernidad acelerada, y que sigue ahí amenazador como un volcán encima de nuestras cabezas? ¿Qué ellos despertaron al monstruo durmiente que la modernidad tranquila llevaba en sus entrañas, y ahora ya campa por sus fueros a la espera de otra oportunidad entre nosotros? Zweig no quiso verlo así, solo así. Por eso aceleró su marcha. No quiso aceptar la ruina, el desengaño y el sentimineto de sangrante imperfección del mundo que se le echaba encima, arrinconando para siempre al que a él le había dado cobijo y propiciado su luminosa imaginación.

Nuestros sueños, desde que Galileo invento el telescopio, esa avasalladora mirada hacia fuera, y Freud el psicoanalisis, ese inquietante bisturí hacia dentro (¿qué hubiera diagnosticado el viejo profesor vienes, admirado por Zweig a quien le dedica uno de los libros que menciono al principio, si se le hubiera acercado a su consulta un muchacho de diecisies años diciéndole que escucha la mejor de todas las conversaciones, la de las tierras baldías, la de los grandes bosques, más grande y antigua que ningún documento conocido? ¿Estoy enfermo doctor?), son también nuestros más grandes y osados pecados que llevan incorporada su pesada penitencia, la aplastante melancolia que genera el esfuerzo inútil por llegar a algún sitio de forma definitiva y, visto el fracaso, la nostalgia de que ya nunca jamás llegaremos a nada por nosotros mismos, como cuando entonces. Por eso la prosa de Stephan Zweig me alivia y consuela al recordarme lo que pudimos llegar a ser y no fuimos. Pero también me transtorna porque no sé que hacer con el pozo abismal de ausencia que oradan sus relatos. Un agujero que no se acaba de llenar con algo tranquilizador por el sentido. Un agujero que parece seguir ocupado con los fantasmas de un pasado, con sus malas pasiones que no renuncian a volver a coger el timón del continente.

Mientras tanto “el yes we can” es ya solo un patrimonio de los del otro lado del mar océano, que todavía, aunque por poco tiempo, nos esperan. Nos esperan. Nos esperan.

viernes, 6 de agosto de 2010

CRÓNICAS BERLINESAS 1


ACERCÁNDOME

Hay algo mejor que entrar en Berlin pedalenado a lomos de una bicicleta, es hacerlo por el sur comenzando la etapa en la cercana ciudad de Postdam. Cuando entro en las grandes ciudades en coche o en avión, soy yo quien se echa de golpe encima de ellas. Cuando lo puedo hacer en bicicleta, sujeto al carril reservado a ella, es la ciudad la que va saliendo, poco a poco, a recibirme, como si se me echara encima. No había determinación fatalista en esta sujeción, ni plan previsto cuando la capital alemana se acercaba. No tener plan previsto no quiere decir que viaje sin mapa y sin información. Ni que me guste el vagabundeo sin más. Viajo seguro sobre el espacio, pero lleno de total incertidumbre sobre el tiempo que aquel acoje debajo. La cadencia del padaleo no es igual a rutina, yo diría incluso que estimula como nada hoy en dia las contradicciones que el viajero lleva dentro. Porque aunque quisiera no las puedo dejar en casa, viajo con ellas en las alforjas que, como un solo equipaje, llevo colgadas sobre la rueda trasera. Se lo digo sin más demora, un viaje en bicicleta es un viaje físico y espiritual a partes iguales, y no hay excusa para decir que uno se impone al otro. La leyes del espacio, en su firme relación con la velocidad y el tiempo, ayudan lo suyo a ello. De esa tensión surge una extraña y paradójica combinación de dolor y placer, que coloca al viajero en una disposición de fina atención hacia a las variaciones de temperatura de los objetos y del alma. Y además te vacuna contra el mal de la melancolía, que tanto afecta a quienes solo acceden a la verdad y la sabiduría siguiendo la traza de la razón empírica. En todo ello reside su principal beneficio, cuando el viaje se acaba y uno tiene que regresar a casa.

Decidí entrar por el sur berlines, porque quería mirar donde habitan los fantasmas que dieron forma a su grandeza y ruina pasadas. En realidad esos fantasmas son el resultado de lo que llevo dentro cuando lo echo al mundo exterior. Yo creo que en la coloquialidad del hogar los fantasmas nos acosan y nos cercan vestidos con el sudario que imaginamos se despidieron de este mundo. Es al salir fuera, al ponerlos en contacto con el exterior cuando se visten como realmente fueron o son, segun les convenga, con la ayuda inestimable de la indiferencia de los testigos mudos que aún quedan, de cuando entonces. Yo creo que sin ese paso intermedio, hoy es imposible viajar. Lo que pasa es que la gente compra postales para disimular el trago.

Habia leido que no iba a encontrar casi nada de ese fastuoso y sangriento itinerario. Toda la grandeza prusiana se la llevó por delante la locura nazi. Quedaban, sin embargo, dos testigos de la una y de la otra que me iban a servir, unidos por unos cuantos golpes de pedal, para definir el trayecto: el palacio imperial de Sanssouci en Postdam (residencia de verano de Federico el Grande, por amante de la guerra y de las letras con igual empeño e intensidad) y el Reichstag en el corazón de Berlin (donde Adolf Hitler, el mas grande criminal aleman, pronunció sus discursos mas determinantes). Las diferentes marcas intermedias de ese trayecto dependerían ya de mi pericia imaginativa.

No hace falta que le diga que por el sur te cuelas en los barrios ricos de la capital, 22 kilometros antes de llegar al centro. Y en el norte se concentran la mayor parte de la población emigrante, que fue decisiva en el afamado y milagroso renacimiento alemán después de la guerra. Pero esa es otra historia, cuyo fleco le dejo aquí por si quiere tirar del hilo.