jueves, 26 de agosto de 2010

CRÓNICAS BERLINESAS 5


LAS BRATWÜRSTES, LAS KARTOFFELS Y LA BERLINER WEIBE

La confianza en la difusión general de la enseñanza y en el progreso de la ciencia como garantes de una sociedad cada vez más perfecta, fueron dos creencias fuertes, las que más, que acompañaron al imaginario europeo mas desarrollado y, sobre todo, al idealismo alemán desde el siglo XVIII hasta el primer tercio del siglo XX. Aun hoy, después de tantos humos que no sienten estrechecs en el cielo, a mucha gente les cuesta aceptar la ingenuidad de tales fidelidades. Tanto es así que nadie del gremio se le ocurre confesar, como lo hizo uno delante de mí este verano, que en el último tercio de su vida profesional de docente sentía que no no solo no había aprendido nada, sino que intuía que si quería empezar de nuevo estaba convencido de que lo primero que debería hacer era desaprender todo lo que no habia aprendido. Lacerante paradoja esta que le pone delante de algo que no le ha servido para nada, pero que le pesa como si llevara encima toneladas de escombros.

La expresión “no he aprendido nada” no se ha de entender en sentido literal, como casi nada. Yo la entendí, y así él me lo explico después, relacionada con el hecho de no saber decir basta cuando la forma de ver el mundo y su línea de pensamiento ya no dan más de sí, pero la falta de valor y de coraje necesario para dar el golpe de timón que modifique aquel rumbo agotado, hacen que se continue como si no se hubiera sentido nada. Todo lo aprendido hasta entonces empieza realmente a pudrirse, hasta el extremo de hacerse irreconocible años más tarde, como lo es la manzana fresca y madura en el árbol frente a la que después acaba llena de gusanos en el suelo.

El caso es que al salir de Villa Marlier tenía un hambre de mil demonios. No de los de Kleist, sino de esos que te acaban arañando por dentro cuando pedaleas una tanda de kilometros sin meter nada a la andorga. En argot ciclista se llama pillar la pájara, y yo andaba cerca de cogerla tal era la flojera que me entró de repente. No lo pensé ni un minuto más, y me senté en una terraza que había al lado de la Villa Marlier. Pedí un par de bratwürstes (salchichas) con kartofel (patatas) y una berliner weibe de medio litro (tipo de cerveza blanca, elaborada según las comarcas berlinesas), y me espatarré respirando hondo. En la mesa colindante, un grupo de adolescentes alemanes hacían de adolescentes alemanes. Me aseguré de que no corría peligro, y ,mientras esperaba la comida, me dejÉ llevar por la somnolencia que sigue a la flojera cuando la pájara no se apodera del todo del cilclista. Lo último que recuerdo fue ver al grupo de adolescentes riendo a mandíbula batiente en el quicio de la puerta de entrada de la Villa Marlier. Me despertó el camarero y aquella hermosura de copa alargada llena hasta los topes de cerveza, que sin querer me rózó el brazo al tratar el buen hombre de dejarla sobre la mesa. Le pregunté que hacian aquellos jovenes en la Villa Marlier. Vienen a recibir clase sobre lo que allí sucedió hace setenta años, me dijo con la misma falta de expresividad con que me dejó la cerveza y lo demás sobre la mesa. Villa Marlier, a parte de un memorial histórico, es un centro educativo en los valores democraticos y de convivencia, concluyó ante de retirarse a sus aposentos de camarero.

Lo de los memoriales y la educación hay que hacerlo, como hay que seguir viviendo a sabiendas de que nos hemos de morir. Esos misterios inexplicables que nos conciernen. Pero si nos atenemos al lugar donde está ubicado, ¿no es también el testimonio de un fracaso estrepitoso de la educación, tal y como la concibieron nuestros padres fundadores de la democracia y los derechos civiles? Si el principal objetivo de la educación es controlar la barbarie que llevamos dentro, haciéndonos mas tolerantes con el Otro, pero pasó lo que pasó creyendo con la fe del carbonero en ese principo durante casi doscientos años, ¿qué se le puede contar a unos chavales de quince o dieciseis años sobre el significado de la Conferencia de Wannsee? ¿O lo que hay que decirle es que lo mejor es no creer tanto sobre todo y enseñarles a bregar con los restos de incertidumbre? O como Antonio Machado, ¿hay qué enseñarles a buscar la segunda inocencia, cuando no han salido todavía de la primera? Pero, ¿qué es eso?, ¿cómo se hace? Mientras me trapiñaba las salchichas y las patatas, y bebia lentamente la cerveza, se me ocurrió que algo se perdió para siempre en Villa Marlier, y no sabemos como llenar el hueco de su ausencia ¿Es esta la conclusión mas certera? Igual que la amenaza de la pájara que, por esta vez, se había disipado de mi inmediato futuro.

Villa Marlier no es una metáfora, ni un símbolo de nada, es el lugar exacto donde se pensó y se diseñó lo inconcebible. ¿Cómo se puede explicar eso a unos quinceañeros despreocupados y risueños? ¿Cómo se puede educar después, cuando antes se educaba para alcanzar la perfección? ¿O es que el fracaso se deriva de que se creía que la sociedad perfecta solo había una manera de que fuera concebible? ¿O es que todo el mundo ha ignorado desde entonces el epitafio de la tumba de Kleist, a un kilometro escaso de Villa Marlier, escrito para siempre y para todos los lectores mortales, con su secreta crueldad a cuestas? ¿O es que la inmortalidad es diferente para la víctima que para el verdugo? El demonio que llevamos dentro es capaz de hacer este tipo de clasificaciones.

Poco antes de seguir la ruta, el camarero me aclaró que la cerveza berlinesa era costumbre antigua hacerla a base de una mezcla fermentada de trigo y cebada. Tal vez la perfección soñada no sea otra cosa que la lenta maceración de una mezcla aleatoria de imperfecciones diferentes y, no pocas veces, chuscas. El mal que se puede hacer, siendo imperturbablemente fiel al principio de conciencia opuesto, tiene representada su plenitud en Villa Marlier, que me disponía a abandonar a golpe, también lento, de pedal.