martes, 10 de agosto de 2010

EL MUNDO DE AYER, de Stefan Zweig


ANTES DE VIAJAR POR LA EUROPA DE HOY

Bajo la influencia de Stefan Zweig no se si lo que ataca más es la nostalgia o la melancolia, y en que proporciones, y cuando deja de ser satisfactorio el ataque y empieza a hacer la puñeta. Es lo que pasa con todos los Grandes Seductores/as a primera vista, que no puedes evitar desear comértelos a besos aunque hayas descubierto sus mañas. Después de leer su excelente su libro “El mundo de ayer” me resulta difícil saber en que nivel quiere que se entienda la voz narrativa que crea para llevar a cabo sus propósitos.

Pudiera ser que Zweig me atrape desde la primera página y me enamore hasta la última porque habla desde los esfuerzos inútiles que sin remisión conducen a la melancolía. Pero, también, porque describe una forma de vivir y sentir en el continente europeo que la barbarie totalitaria nazicomunista se llevaron por delante, dejando a su paso sangre, destrucción y un poso permanente de nostalgia en el alma. Y al alma le sientan bien ciertas dosis de melancolia y nostalgia, y si vive entre algodones es poco dada a cambiar de nido. Zweig tiene ese peligro.

Zweig me seduce de inmediato porque formo parte de ese imaginario humanista europeo al que él ha ayudado a construir con sus escritos, que son a su vez una forma de testamento. Y aquí se produce, tal vez, la paradoja mas inquietante de muchos de nosotros, que sobreviviendo cómodamnete bajos los auspicios del humanismo norteamericano dominante, seguimos añorando el viejo humanismo europeo que no volverá nunca y del que solo sabemos de oidas, leyéndolo como si fuesemos sus mas conspicuos albaceas. No he podido sentir lo mismo ante textos fundacionales de humanistas norteamericanos como Herman Melville o Willian Faulkner.

Cómo sentirse interpelado, como europeo, así de buenas a primeras, por este texto del escritor sureño, de su relato el Oso, escrito en la misma época que escribía Zweig pero al otro lado del charco oceánico: “El tenia dieciseis años. Ya hacía seis que cazaba. Ya hacía seis que escuchaba la mejor de todas las conversaciones. La de las tierras baldías, la de los grandes bosques, más grande y antigua que ningún documento conocido: ni por los hombres blancos los bastantes fatuos para creer que habían comprado algún fragmento, ni por los indios lo bastante crueles para pretencer que les había correspondido trnasmitir algún fragmento”.

Uff, como aguantar eso con nuestra manera de ser, “mas que ningun documento conocido”, qué significa eso para un gente de aquí. Qué manera de escuchar el rugido constante de la naturaleza eterna. Lo pongo cerca del párrafo introductorio de una de sus novelas más celebradas, “La impaciencia del corazón”, para que, según dice el propio Zweig, producir un efecto pictórico, logrando así poner de manifiesto, por medio del contraste, cualidades y analogías que de otro modo quedarían ocultas: “Existen dos clases de compasión. Una cobarde y sentimental que, en verdad, no es más que la impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la emoción molesta que causa la desgracia ajena, aquella compasión que no es compasión verdadera, sino una forma instintiva de ahuyentar la pena extraña del alma propia. La otra, la única que importa, es la compasión no sentimental pero productiva, la que sabe lo que quiere y está dispuesta a compartir un sufrimiento hasta el límite de sus fuerzas y auún más allá de ese límite”.

Uff, que manera mas brillante de decir adiós a los sueños e ideales de nuestra cultura y civilización europea. A su esplendorosa espiritualidad. Esa que durante centurias supo lo que quería ¡Que enorme persuasión tiene todavía entre nosotros, aunque no sea capaz de dibujar la profunda perspectiva de antaño! Por eso quiero tanto a Stephan Zweig, porque me devuelve un simulacro de dignidad que sospecho está perdida para siempre. Porque me confirma en esa esclarecedora visión, tan griega y tan de hoy, de ver universales y constantes en el caos permanente y doloroso de la vida. En “El mundo de ayer” (escrito poco antes de suicidarse, en 1942) sugiere que todo hubiera ido mejor si el mundo, de repente, no se hubiera acelerado sin tino. Aceleración a la que él mismo y muchos colegas vanguardistas de generación se apuntaron complacidos, como un gesto inequívoco de afirmación de la modernidad. ¿Todo por más modernidad, y en contra de la abominable tradición? Tengo mis dudas que Zweig tuviese tan claro que el siglo XX tenía que tirar, necesariamente, por esos derroteros.

Viviendo y conviviendo sobre los escombros de una Europa varias veces aniquilada a lo largo de su historia, me sigue atrayendo lo testamentario que hay en este libro, pero no alcanzo a saber por qué. Setenta años después, sigo celebrando con Zweig que la razón, a pesar de los pesares, todavía tiene ese poder de discernir entre lo bueno y lo malo, entre saber lo que se quiere y lo que no se quiere, entre lo que importa y lo que no importa, y confío en que todavía no ha sido vencida por la naturaleza, pero tampoco sé el por qué de tal confianza. Tanto es así que me cuesta no llamar ideologías a lo que no son otra cosa que las fuerzas de aquella, mas o menos desatadas o eruptivas. Zweig se suicidió porque le resultó insoportable vivir en un mundo sin esa fe en las virtudes de la razón. Entonces, ¿qué significa que nosotros perseveremos en seguir vivos?, ¿simplemente que la irracionalidad que él denunció se ha hecho más soportable, se ha enfriado y solidificado con el paso de los años? ¿Qué el totalitarismo es un erupto sangriento de la modernidad acelerada, y que sigue ahí amenazador como un volcán encima de nuestras cabezas? ¿Qué ellos despertaron al monstruo durmiente que la modernidad tranquila llevaba en sus entrañas, y ahora ya campa por sus fueros a la espera de otra oportunidad entre nosotros? Zweig no quiso verlo así, solo así. Por eso aceleró su marcha. No quiso aceptar la ruina, el desengaño y el sentimineto de sangrante imperfección del mundo que se le echaba encima, arrinconando para siempre al que a él le había dado cobijo y propiciado su luminosa imaginación.

Nuestros sueños, desde que Galileo invento el telescopio, esa avasalladora mirada hacia fuera, y Freud el psicoanalisis, ese inquietante bisturí hacia dentro (¿qué hubiera diagnosticado el viejo profesor vienes, admirado por Zweig a quien le dedica uno de los libros que menciono al principio, si se le hubiera acercado a su consulta un muchacho de diecisies años diciéndole que escucha la mejor de todas las conversaciones, la de las tierras baldías, la de los grandes bosques, más grande y antigua que ningún documento conocido? ¿Estoy enfermo doctor?), son también nuestros más grandes y osados pecados que llevan incorporada su pesada penitencia, la aplastante melancolia que genera el esfuerzo inútil por llegar a algún sitio de forma definitiva y, visto el fracaso, la nostalgia de que ya nunca jamás llegaremos a nada por nosotros mismos, como cuando entonces. Por eso la prosa de Stephan Zweig me alivia y consuela al recordarme lo que pudimos llegar a ser y no fuimos. Pero también me transtorna porque no sé que hacer con el pozo abismal de ausencia que oradan sus relatos. Un agujero que no se acaba de llenar con algo tranquilizador por el sentido. Un agujero que parece seguir ocupado con los fantasmas de un pasado, con sus malas pasiones que no renuncian a volver a coger el timón del continente.

Mientras tanto “el yes we can” es ya solo un patrimonio de los del otro lado del mar océano, que todavía, aunque por poco tiempo, nos esperan. Nos esperan. Nos esperan.