miércoles, 28 de marzo de 2018

GOETHE

La cosa fue que dejé pendiente en la anterior entrada comentar la visita a la casa natal de Goethe y, entre medias, tuve que asistir a la tertulia mensual sobre la lectura del Quijote. Semejante entrecruzamiento me produjo una conmoción parecida a esas que de vez en cuando se abalanzan sobre mi sin previo aviso, y que tienen que ver con la cercanía que tienen las cosas o experiencias más disímiles. En primer lugar, me pregunté, porque relaciono dos personajes con tan poco en común, pues Goethe es un personaje histórico y el Quijote es un personaje de ficción, y, en segundo lugar, porqué lo hago precisamente en este momento. Tal vez porque sea uno de esos momentos, como nunca antes, en el que la realidad trata de comerse a la ficción y quedarse con todo el pastel de la vida. También porque tengo la impresión de que Goethe es el gran quijote alemán y don Quijote es el gran goethe español. Y porque me voy convenciendo, a base de mirar con atención por aquí y por allá, que uno y el otro, Goethe y Don Quijote, representan dos maneras de mirar el mundo mas próximas y cómplices de lo que normalmente los académicos desde sus estrados nos tratan de hacer creer. Por decirlo con otras palabras, si en Goethe cabía el mundo de su época en Quijote cabe el mundo de todas las épocas.  Dos caballeros no solo andantes, pues tanto el uno como el otro hicieron sus viajes a lo largo y ancho de la geografía que les vio nacer, sino, y sobre todo, dos caballeros pensantes. Dos caballeros andantes que supieron poner su pensamiento en marcha, porque de lo contrario la vida se nos escapa en su implacable tic tac histórico hacia la tumba. Por eso las palabras con que comienza el Quijote, “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme..., equiparan el sentimiento que debió tener Goethe cuando desde un lugar de Hesse (estado alemán al que hoy pertenece Frankfurt de Meno) un día decidió convertirse en el más grande hombre de letras alemán y, como don Quijote, en el último y verdadero hombre universal que caminó sobre la tierra. Cuando se lo digo así a Duarte me suena un tanto campanudo, como subido de tono y bastante desenfocado, como si fuera algo que no tuviera que ver con nosotros. Entonces, ¿por qué vamos a la casa natal de Goethe?, me preguntó de inmediato Duarte. No supe contestarle otra cosa que porque esta ahí, porque en la guía que nos han dado en la oficina de turismo dice que vale la pena visitarla, aunque los alrededores están en obras. Me miró con aire de condescendencia y simplemente dijo, vamos. Luego, según íbamos caminando por entre las calles estrechas de Frankfurt, me vino a la cabeza lo que dije en su día en la tertulia del Quijote, ¿por qué un día sale Alonso Quijano de su casa y se lanza al mundo? Ítem más, dije, ¿por qué salimos nosotros cada mañana de casa después del colosal esfuerzo de levantarnos de la cama, habiendo tratado durante la noche con el insensato mundo de los sueños, para volver a aparentar que somos cuerdos entre los otros? Cuando llegamos a la puerta de entrada de la casa natal de Goethe, me fue fácil imaginarlo salir un día de donde había sido educado por su padre - un abogado y consejero imperial que se retiró de la vida pública y educó a sus hijos él mismo - bajo la máxima de no perder el tiempo en lo más mínimo, y lanzarse a conquistar las cimas del conocimiento humano de su tiempo. A quienes visitan la casa natal de Goethe, como los que leen el Quijote, los veo aburridos, o quizá sería más correcto decir distantes. Deambulan por las habitaciones que en su día ocupó el gran bardo alemán con el escepticismo de quién sabe que eso es imposible, sin hacer nada porque aquel día coincida con su día de hoy. Perezosos, como suelen ser estos visitantes de ocasión, prefieren seguir los consejos de la guía que explica a mi lado la vida y obra de Goethe a un puñado de turistas que previamente han concertado la visita por el precio de 10 €, tal y como indicaba en la taquilla donde se sacaban los billetes. Así Goethe, lo mismo que el Quijote, quedan tranquilos sin que nadie los moleste, como metidos en una urna, bailando una vez más con los sucesos que les tocó en suerte en aquellos días lejanos en que vivieron. Y del lado del presente también gozan de su saber estar, sin que nadie los moleste, los que escuchan las palabras solícitas y ordenadas de la guía, una señorita en este caso que da la impresión de llevar repitiendo la misma letanía un buen puñado de veces, pero que, y esto es una de los aspectos de su carácter profesional que más valoro, parece que es la primera vez que lo expresa, dado la fe y el entusiasmo que pone en la puesta en escena. La voluntad de afirmación del sujeto moderno obliga a este tipo de cirugías en el trato con el tiempo y con los que vivieron en otros tiempos. Probablemente de ahí surja el aburrimiento a que me refería antes. Lo vi con cierta claridad, pues esa férrea voluntad de afirmación aludida produce mediante sus turbulencias más oscuridad que su contrario, en el momento en que uno de los participantes en la visita guiada interrumpió a la guía entusiasta por el procedimiento de alzar la mano y, una vez que aquella le otorgó la palabra, el voluntarioso de hierro no se le ocurrió decir otra cosa que lo del carácter universal del magisterio de Goethe era hoy del todo falto de interés. La señorita de la repetición entusiasta selló su rostro con un apretón disimulado de los labios, que le duró el tiempo suficiente como para, ignorando las palabras que acababa de oír, poder seguir haciendo su trabajo que, por otro lado, al estar fundamentado en repetir siempre lo mismo conseguía enlazar, hasta hacer un ámbito temporal único, aquel tiempo de Goethe con nuestro tiempo de la visita. Sin embargo, le dije después a Duarte, tuvieron que ser la torpes e inoportunas palabras afirmativas del voluntarioso de hierro de marras las que me despertaran de la modorra en que, sin darme cuenta, me había metido yo solito. Lo que al final no me quedó claro, después de tener que aguantar la avalanchas agonista del voluntarioso de hierro, fue si lo hizo porque a la realidad actual le sobran ficciones históricas como, en definitiva, no dejaba de ser lo que nos estaba contando la guía. Duarte me lo aclaró de forma expeditiva, este tipo se ha apuntado a la visita guiada porque es lo que lo que le indica la guía, no porque tenga interés en saber algo de Goethe. Lo que a él le interesa es poder disponer de lo que se le ofrece, tal y como se lo cuenta el relato romo de la guía, que no deja de ser un catálogo de las ofertas municipal en el instante de quien la visita.  

sábado, 24 de marzo de 2018

LA VIDA DE H, de Alejandro Gandara

“Este relato surge de una pregunta sencilla y terrible: la que, en algún momento de su temprana existencia, todo niño se formula alrededor del enigma llamado muerte. Bajo la tutela de un hada que la ayuda a forjar su carácter, H vive en una ciudad, pero también en un laberinto; recorre un tiempo que sólo avanza en una dirección, pero en el que todo ha sucedido ya; se cruza con personas, pero también con criaturas mitológicas y, en suma, observa la realidad como cualquier otra niña de cinco años, pero es capaz de articular preguntas que sólo los hombres y mujeres más sabios llegan a plantearse al cabo de su vida acerca de lo que no vemos y de cuánto y cómo nos atraviesa”.

miércoles, 21 de marzo de 2018

LA PASIÓN DE LO IMPOSIBLE

No hay día que la pasión de lo imposible - que vendida a las masas europeas empobrecidas y analfabetas de hace ochenta años como el salvoconducto que les daría la entrada al paraíso y los salvarían al fin de la muerte, y que por contra estuvo a punto de hacer desaparecer la hermosa y brillante civilización occidental para siempre - aparezca ante mi en alguna de las versiones caricaturescas a las que ha cogido el hábito de entregarse la clase media de nuestros pecados plenamente alfabetizada y solventemente adinerada, reclamando ahora a través de los diferentes eventos en los que asiduamente participa y de los canales digitales a los que tienen acceso las deudas impagables de antaño. Esta, por decirlo así, aparición diaria, que adquiere diferentes enfoques, tonos y musicalidades según el lugar donde me encuentre, ha ido arrinconando en mi conciencia, sin hacer que desparezca del todo, un leve optimismo que aún conservo desde los años en que estuve estudiando en la universidad. Ese pequeño rescoldo hace que no tire la toalla y que no me entregue, yo también, a ese infierno apasionado de lo igual o lo que es lo mismo, a esa aversión a lo distinto, en que ha caído la clase media de nuestros pecados, y en el que, contra todas las previsiones ilustradas, se puede entrar y pertenecer con pleno derecho al margen de lo que uno sepa o tenga. El peligro, otra vez, es grande, sin duda, porque siempre lo hay cuando se vuelve a tratar de vender la pasión de lo imposible, tal vez la más homicida y cruel de las pasiones que puedan apoderarse del corazón humano. Pero no quiero decir que esto se ha acabado, ni mucho menos que estoy acabado. Los viajes por el continente europeo, incluso por donde todo saltó todo por los aires, tienen éste raro aliciente, que te permiten conducirte por los presentimientos no por las convicciones de los sentimientos feroces.  Y Frankfurt de Meno en Alemania, como Estrasburgo en Francia, hoy representan y, a mi entender, se levantan sobre esa capacidad de presentir, que de forma invisible ponen freno al impulso de dejarnos llevar por los más fútiles y enconados sentimientos de antaño. Podría asegurar, por ejemplo, que la humildad o la compasión (entendida como verdadero reconocimiento del otro) antes que sentirlos en toda su plenitud y recabar los beneficios que comportan, presiento, en un momento u otro, que deberían irrumpir en nuestra vida. Y es así porque también presiento que eso no será fácil ni de una forma directa o literal, sino que, para entendernos y aunque parezca una paradoja, se tendrán que abrir paso a codazos. Pues no puedo dejar de olvidar que la pasión por lo imposible, como he dicho al principio, esta empeñada en los últimos años en apoderarse de todos los días y sus noches. Sin embargo, no atisbo en el presentir una manera oculta o disimulada de no tener sentimientos, o de reprimirlos ante los demás, lo que quiero decir, saliendo al paso de quienes ya me han afeado o arruinado esta forma de argumentar, es que no veo un gesto de involución, muy al contrario me parece el verdadero gesto de avance. Valga decir, también, de verdadero progreso, por utilizar la tan manoseada palabreja que tanto les gusta llevar como vitola a quienes me afean y arruinan lo que digo. La pasión imposible, como ya nos advirtió el austero Kant, es lo propio de los niños y de los adolescentes, y de los primeros años de la juventud. Lo propio de quienes creyendo encontrase en los comienzos y fundamentos del origen del mundo, están en franca y enfebrecida minoría de edad. 

Mientras las parejas de recién casados en la sede del ayuntamiento de Frankfurt, se hacían las fotos pertinentes en la plaza según iban saliendo después de haber cumplido dentro con todos los protocolos y firmas al uso, cambiando de fondo y de protagonistas, de encuadre y tono en las sonrisas del rostro de quienes posaban, menos los novios que no perdían su obligada sonrisa, Duarte le dio un nuevo repaso a la guía de la ciudad. Sin previo aviso, ni siquiera un leve tirón del brazo como es habitual en su proverbial discreción, gritó de tal manera que algunas de las comitivas casamenteras se dieron la vuelta todos al unísono, ¡Goethe!, nos falta visitar la casa natal de Goethe en Frankfurt.

martes, 20 de marzo de 2018

INSUSTANCIALIDAD TRASCENDENTE

Bajo este brillo superficial del éxito logrado, que trasmite la renovada iglesia de San Pablo en una sala de eventos, subyace el correlato de la geología digital que aguanta, vete tú a saber durante cuánto tiempo, a la desesperación optimista de los nuevos feligreses, que pertenecen a la cofradía de la clase media de nuestros pecados. Estos nuevos espacios, creados donde antes se celebraba el culto religioso y pagano, propician con su diseño confortable la experiencia fundamental de esa clase digital, a saber, ser espectadores de las calamidades que ocurren en otros países y al mismo tiempo la renovación intermitente de su voluntarismo, prestado como si hubieran estado en el lugar de los hechos. Se que al poner esto por escrito me enfrento a lo que no tiene solución, pero al hacerlo no sé si traiciono esa convicción o por el contrario en el propio acto de la escritura vislumbró un horizonte de esperanza. Cabe también pensar, esa fue la imagen que me asaltó al salir de la Iglesia de San Pablo y que le trasmití de inmediato a Duarte, que esa transformación en un centro de eventos sea la postrera y más beneficiosa utilización que se le puede dar a un lugar donde se han imaginado todos los imposibles que pueden salir de la mente humana. ¿Un evento es el mejor dique contra todas esas desmesuras de antaño y, por qué no, contra las de hogaño? ¿También la solución a lo que no lo tiene: la nostalgia por no poder vivirlas, y que aqueja a la clase media de nuestros pecados mediante esa optimista desesperación con que se enmascara? Quizá la esperanza a la que me refería antes tenga que ver con el propio acto de la escritura, que consigue atisbar en el evento un acto de identidad similar al que pudieron tener nuestros antepasados con la naturaleza. Un puñado de eventos, como un rebaño de ovejas o unos cientos de hectáreas, es algo que está ahí y no tiene otra providencia que darnos de comer y hacernos pasar el rato, me contestó Duarte a las preguntas que había hecho más o menos en voz alta. Pues tampoco me parecía adecuado ni respetuoso interpelarla de forma directa, sino conversar con ese tono peripatético fundado sobre preguntas y respuestas no necesariamente consecuentes ni contiguas. Imaginé que la respuesta comparativa de tono agrícola y medieval que me ofreció Duarte, tuvo que ver con la imagen que nos brindó la plaza del ayuntamiento de Frankfurt de Meno, a la que llegamos cuando el sol había vuelto a salir con toda la fuerza y esplendor propios de la mitad del día. Las comitivas de las diferentes bodas que ese día - era sábado casamentero - entraban y salían en el hermoso edificio municipal a cumplir con el protocolo de su unión civil lo hacían entre medias, o dando la vuelta a su alrededor, de los diferentes puestos de frutas y verduras, y demás productos de venta, que desde los tiempos medievales se dan cita con los clientes compradores en las principales plazas de muchos pueblos y ciudades de Europa. Ahí los tienes, me dijo de repente Duarte cogiéndome del brazo, dos eventos de los de toda la vida compartiendo un espacio común, también de toda la vida. La pasión por lo imposible que, como epítome europeo, representó en muchas ocasiones a lo largo de su historia la iglesia de San Pablo, quedaba hoy diluida bajo el significado de los eventos que allí puedan celebrarse. Este es el caso de la entrega del Premio de La Paz del Comercio Alemán durante la Feria del Libro de Frankfurt, como ya dije en una entrada anterior. Que sea la paz la que de forma y reclamo a uno de los eventos que se organizan dentro del evento literario de mayor importancia del continente europeo, y que sea la antigua iglesia de San Pablo la que da acogida a todo ello, me ayuda a llevar con más dignidad y comprensión, ahora que lo pienso con más detenimiento después de oír lo que Duarte me leyó en la guía de la ciudad respecto al uso que le dan las autoridades municipales de Frankfurt a la hermosa iglesia Paulina, el fracaso de las promesas de lo imposible que no dejo de oír, y que a buen seguro sonaron con estrépito en sus púlpitos y tribunas antes de su destrucción casi total en la segunda gran guerra mundial. O dicho con otras palabras, es la desactivación de lo imposible (aunque aún no de sus promesas) que propicia la figura insustancial del evento en si, pero trascendente al mismo tiempo para nuestras vidas medias, que no mediocres, de ciudadanos europeos medios, uno de los mayores logros junto con el euro - otro singular evento insustancialmente trascendente en marcha - del nuevo orden continental. 

lunes, 19 de marzo de 2018

LA IGLESIA DE SAN PABLO

Ahora todo tiende al descrédito, la frustración, el resentimiento y el odio, como corresponde a una sociedad cada vez más agonista, cuyas dinámicas de atención siguen el ritmo sincopado de las redes sociales. Sin embargo, hubo un tiempo no muy lejano en el que también fue determinante el nivel de desarrollo que habían adquirido las comunicaciones (telégrafo, ferrocarril) en el contexto de la primera revolución industrial, cuando, al contrario que hoy, todo estaba contagiado por la ilusión de acabar definitivamente con los privilegios de la restauración del antiguo régimen absolutista, posterior a la Revolución Francesa, e instaurar los derechos propiamente democráticos que aquella inspiraron. De igual manera que en la actualidad Frankfurt de Meno es la capital del nuevo orden financiero y económico europeo, en la revolución de 1848 también tuvo el privilegio y honor de ser la sede del primer parlamento alemán que aprobó una constitución en la que se vislumbraba la unión de todos los reinos y principados alemanes de estirpe feudal, con la intención explícita de formar el estado moderno Alemán tal y como hoy lo conocemos. La iniciativa no prosperó en esos años, pero si quedó fijado como símbolo del parlamentarismo moderno, tanto alemán como europeo, el lugar donde todo ese colosal empeño se intentó llevar a cabo: la iglesia de San Pablo. Esta iglesia protestante se empezó a construir con forma oval en 1789 y se terminó en 1833. Su forma centralizada y de cúpula hizo que fuera elegida como el lugar de encuentro del Parlamento de Fráncfort, con los propósitos que he dicho anteriormente. En la Segunda Guerra Mundial, la iglesia fue destruida casi en su totalidad junto con muchos edificios del distrito de Innenstadt. Como un tributo a su simbolismo con el comienzo de la libertad en Alemania, fue el primer edificio de Fráncfort del Meno en ser reconstruido después de la guerra mundial y reinaugurado en el centenario del Parlamento de Fráncfort, en 1948. Debido a las restricciones con los costos, el interior fue alterado de forma drástica. Con esta nueva configuración no siguió usándose más como una iglesia, sino que sirvió como un centro para exposiciones y eventos. El acontecimiento más conocido que tiene lugar en este edificio es el Premio de La Paz del Comercio Alemán durante la Feria del Libro de Frankfurt. 


¿Que podía hacer en un momento como éste, en el que Duarte acaba de leerme lo que la guía, que nos habían dado en la oficina de información y turismo, decía del edificio que tenía delante? De momento, y de manera más urgente, tratar de ponernos a salvo de la lluvia que volvía a arreciar, puesto que la protección del gran paraguas bajo el que nos encontrábamos era ya insuficiente. Entrar dentro del recinto de la Iglesia de San Pablo parecía lo más lógico, parecía, digamos, el acto contiguo y consecuente del de leer la guía turística, más aún si tenemos en cuenta que yo le había pedido a Duarte que hiciera la lectura delante de la Iglesia, para poder ver al mismo tiempo la arquitectura del edificio. Meteorológicamente hablando, no hacerlo era además una sandez enorme de gigante, que Duarte con mucha delicadeza me advirtió nada más acabar la lectura de la guía como le había pedido. Yo, a cambio, solo podía agradecérselo aguantando el paraguas y tratar que ni ella ni la guía fueran alcanzadas por las gotas de agua, que cada vez de forma más violenta caían sobre nosotros. Tener animadversión a algo, ya me ha pasado en varias ocasiones, me deja paralizado. Yo tengo verdadera repulsión a los cuentos que nos cuentan desde la atalaya de la Historia. Ya no incomprensible, pues he renunciado a seguir empeñado en tal esfuerzo, sino que me parece sencillamente repugnante que caigamos una y otra vez bajo el palio de su influencia. Y me produce animadversión porque sabemos lo que hacemos, aunque nos guste jugar al juego de esos jóvenes mimados y consentidos que saben perfectamente que la culpa es suya, que no deberían haber jugado a ese juego a ningún precio, pero que luego nos harán creer que, cuando todo haya sido incontroladamente transformado, ellos habrán olvidado su culpa y seguirán comportándose como antes lo hacían en el escenario antiguo. Una de las concomitancias que tiene la época en que vivimos, y que nosotros mismos representábamos con acierto mirando la iglesia de San Pablo bajo la lluvia, y lo que allí sucedió hace ya ciento setenta años es que los avances tecnológicos forman parte decisiva, hoy como ayer, de los Acelerones Históricos a los que tanto los de ayer como los de hoy nos sometimos voluntariamente. En que medida las consecuencias de aquellos polvos levantados de forma estrepitosa con la ayuda del ferrocarril y el telégrafo tienen que ver con estos lodos de la época digital después de innumerables catástrofes y éxitos hemos llegado, en la que cualquier innovación tecnológica es vendida por la empresa en cuestión como el destino inexorable al que se dirige, que no es el sector económico que representa, sino la humanidad toda, es algo de lo que nadie quiere hacerse cargo. Es como si, de repente, la contigüidad y la consecuencia entre los diferentes hechos históricos, coordenadas de las que siempre se han vanagloriado los defensores del historicismo como motor excluyente del mundo, no sirviera ahora para explicar la deriva en que nos encontramos. Esta animadversión solo se ve compensada por un resurgir en mi de una serie de virtudes anticuadas, que yo expresamente no llegué a practicar en mis años anteriores, pero que mi madre no dejó de recomendarme como manera más fiable de andar por el mundo. Cabe destacar la que es matriz de todas las demás, a saber, seguir el camino que el azar y el destino nos han marcado. Únicamente añadir por mi parte, el derecho irrenunciable, dentro de ese camino, a luchar contra lo que es más fuerte que uno mismo. No es una contradicción, sino la única garantía que tenemos de que el camino que recorramos tenga que ver verdaderamente con lo que encontremos y que el destino sea la consecuencia de la derrota digna en esa lucha tan impar como desigual, no el resultado de haber sido vencidos sin haber luchado.

viernes, 16 de marzo de 2018

EL COMEDOR DE COMERZBANK

Mientras me he ido convenciéndo que las barbaridades genocidas del siglo XX acabaron con la ideal griego de humanidad, de educación y de diálogo, dejándonos a sus herederos huérfanos para siempre, he seguido yendo a los lugares de los hechos donde se produjeron aquellas barbaridades no para saber más de ellas, que ya tengo suficiente información, sino para ver cómo se colocan frente a su orfandad quienes las visitan. Y compruebo, desolado, que miran lo que les muestran como un objeto extraño procedente de otro planeta, que ni siquiera es el de los simios. No se trata de un cambio de escenario, y mucho menos de ocio o turismo, sino de una extensión del programa de nuestra vida cotidiana hacia la obtención, el día de la visita, de una experiencia sensible de los conocimientos teóricos o informativos que hayamos podido adquirir previamente sobre el objeto de la visita, ya sea una exposición sobre Auschwitz (como la que hice en diciembre pasado en Madrid), un memorial dentro de un campo de concentración y extermino (como el de Mautthusen), un pueblo mártir de esos que asesinaron a todos sus vecinos (como Oloron sur Glane, en Francia),etc. Esa experiencia sensible de lo que ya sabemos por vía teórica o informativa solo se puede conseguir desde el lado de la vida, es decir, mediante la creación y el pensamiento, nunca desde el lado del tic tac histórico, empírico y noticiable,  que es el lado de la muerte, es decir, el lado de lo que empieza y acaba, de lo de ayer que ya no vale para hoy, en fin, el lado que nos conduce de forma inevitable a la muerte. No se trata de espantarse o de poner cara de palo, como he visto que hacían los visitantes en los lugares de los hechos, sino de aprender que la vida y la muerte son dos caras de la misma moneda, que se retroalimentan de forma permanente en el tiempo que dura nuestra existencia. Ahora que lo he puesto por escrito pienso que quizá tuviera razón Duarte cuando me comentó, después de decírselo a ella verbalmente y un tanto a trompicones, que con mis palabras estuviera descargándome de un sentimiento de culpa por visitar el lugar de los hechos de lo único que ha sobrevivido a aquellas ominosas catástrofes, el manejo del dinero. Pues, efectivamente, habíamos llegado a golpe de pedal y de lluvia al corazón de Mainhattan. Y lo extraño o paradójico es que me sentía, por decirlo así, a salvo de todo eso que he escrito al principio y que de alguna manera me lleva persiguiendo desde los primeros años de mi madurez, en los que me desprendí, como no podía ser de otra manera si había decidido iniciar mi vida adulta, de toda la pirotécnica romántica y adscribirme a la aburrida pero irremplazable forma de ser y actuar democrática. A diferencia del paseo por la isla de los rascacielos neoyorkino - donde el sentimiento que abraza al visitante es el de algo que se ha salido de madre y, al no poder verterse en el mar, se abalanza, como un alud de nieve en las grandes montañas, sobre el enjambre de paseantes que, como él, a todas las horas del día y la noche van y vienen zigzagueando por las diferentes calles y avenidas de la gran manzana - los primeros pasos que nos adentraron en Mainhattan fueron de sosiego y seguridad. Creo que grité, ¡estamos salvados!, corriendo el riesgo de que Duarte me reprendiera para calmar los efectos de su proverbial timidez. No lo hizo, simplemente me dio un ligero tirón del brazo y con una leve sonrisa en los labios nos fuimos metiendo entre las calles que comunicaban a unos edificios con otros. Puedo decir que, casi sin darnos cuenta, nos habíamos colocado en el corazón del único poder genuino de la nueva Europa realmente existente - la que emerge de las ruinas y escombros de 1945 -, el poder económico. Tal vez parecezca desagradable que vuelva a tratar con el dinero de esta manera, digamos, tan contraria a su mera función instrumental. Pero ya dije que el euro me parece algo más que una moneda y el banco central europeo es lo más parecido a un catedral laica. Sería deseable que, para los que ya usan la moneda común con absoluta normalidad, significara algo más que su mero valor de cambio. Si ese plus simbólico del dinero, que para la generación de mis padres significó una válvula de escape de la escasez o la pobreza, para quienes ahora vivimos debería significar un dique contra cualquier tentación de volver a las andadas, las mismas que llevaron al continente europeo a los desastres que vengo recordando. Por ello me hubiera gustado que mis padres y mis amigos me hubieran visto pasear por las calles de Mainhattan, dando testimonio de lo que de forma silenciosa pienso, pero que nunca les haré saber que lo hago. Quizá si hiciera público estas reflexiones, al contacto directo con toda la contaminación acústica y verbal que hoy existe, quedarían de inmediato pulverizadas por efecto de la toxicidad corrosiva del ambiente. Me basta con intuir que con lo que a veces les comento al respecto, sobre todo a mis amigos pues mis padres ya no están para estos trotes, puedan deducir lo que pienso. Cuando llegamos enfrente del edificio del Comerzbank, uno de los más altos del complejo de rascacielos de Mainhattan como corresponde a la categoría que representa ser el banco más grande de Alemania, Duarte observó que un grupo de personas salía de los bajos del edificio con un aire más distendido de lo que habíamos ido viendo durante el rato que llevábamos  paseando. Miró a través de los ventanales y observó, no sin sorpresa, que se trataba del comedor de los trabajadores del gran banco alemán. A la sorpresa por el descubrimiento le añadimos el hambre que empezaba a apretar, lo que dio con nuestros cuerpos en el interior del comedor preguntando si podíamos comer aunque no fuéramos trabajadores de la entidad bancaria, lo cual no hacía falta recalcarlo dadas las pintas que llevábamos de cicloturistas en la etapa final de su viaje. Así lo entendió la persona que amablemente nos atendió y a continuación extendió sus dos manos hacia el gran amplitud del comedor como diciéndonos: sírvanse ustedes mismos. Así lo hicimos sin demora, pues se trataba de un self service, disponiéndonos a vivir la experiencia de comer donde lo hacían cada día los trabajadores mejor pagados de todo el continente europeo. Lo cual me lo sopló Duarte al oído, como sintiendo vergüenza de que la pudieran escuchar, pero satisfecha por poder decirlo, una vez que nos sentamos alrededor de la mesa que elegimos con nuestras bandejas llenas de lo que nos íbamos a comer, de la forma mas gustosa que de ninguna de las maneras habíamos podido imaginar cuando nos pusimos a pasear por las calles de Mainhattan. 

jueves, 15 de marzo de 2018

LA CATEDRAL DEL €URO

La clase media de nuestros pecados no puede ser romántica, únicamente puede ser, si quiere seguir estando en el medio de los dos extremos, democrática. Convendría que entendiéramos que somos los herederos y albaceas de un mundo desencantado, precisamente, por los excesos y desvaríos históricos de los extremos hace ya casi ochenta años. Lo que quiero resaltar es que no pertenecemos a un mundo que recientemente haya estrenado su inocencia. Un mundo donde imaginamos nuestra vida en su seno, proyectada en el horizonte del destino que tuvieron personajes inventados y personas de carne y hueso que nos precedieron en su existencia. Ello quiere decir que no podemos tener una experiencia directa de la realidad, pues siempre nos acometem imágenes que vienen desde fuera y otras que son producidas por nuestra imaginación. Dicho de otra manera, aunque lo deseamos tanto como los dioses que anhelamos ser, no podemos poner a cero el cronómetro de la historia y sentirnos los primeros narradores de la creación del universo. No obstante, en lo que respecta al lado material o crematístico de nuestra vida algo hemos avanzado. La ciudad de Frankfurt de Meno (o Main) representa, a mi entender, ese lento avance por el carril desencantado de la democracia. Y dentro de ella, la catedral del Euro o sede del Banco Central Europeo, fue la primera visita que hicimos nada más llegar y descansar del ajetreo del viaje desde Ausburgo. Duarte me había propuesto días antes que la primera visita fuera a la casa natal de Goethe, una de las cimas de la cultura alemana y europea. La convencí, bueno lo más exacto será decir que se dejó convencer, pues se sentía poco dispuesta, digamos, a pelear por la prioridad de la visita a la casa del bardo alemán, dado que la elección del hotel que hizo la noche anterior nos había obligado a pedalear y andar bajo la lluvia durante más rato del que ella había previsto. Vamos que le daba lo mismo por donde empezáramos el recorrido por Frankfurt, ya que, además, era la segunda vez que visitábamos la ciudad a orillas del Meno, lo cual, como decía ayer, nos permitía acompasar mejor los relatos que cada uno pudiera haberse imaginado. Por lo que yo insistí en visitar primero la catedral del euro y acabar con la casa natal de Goethe, fue porque me parece que representan el capítulo último (que no es lo mismo que el último capítulo) y primero de una hipotética historia de Europa, y porque toda buena lectura de una historia no empieza siempre por el principio, sino en el medio (in media res), que es donde yo colocaría la creación última del Banco Central Europeo en relación a la larga y tortuosa historia del continente también europeo. Una de las cosas que lo diferencian de las otras entidades financieras de Frankfurt es que no forma parte del conclomerado de rascacielos que allí se conoce como Mainhattan, en alusión evidente a su hermano mayor que vive en la ciudad de Nueva York. La catedral del Euro vive aparte, bastante separada de aquel y, si no recuerdo mal, ocupa un lugar en la orilla opuesta del Meno a donde se encuentra Mainhattan. Y me parece un decisión acertada porque el euro es algo más que una moneda y el banco algo más que una entidad financiera. El euro del Banco Central Europeo forman en conjunto un signo y un símbolo. Por decirlo así, un espacio y un tiempo propiamente europeo. El primer espacio y tiempo continental que dan cobijo y representación a casi 500 millones de europeos y europeas. Teniendo en cuanta nuestra tradición genocida y guerracivilista, me parece el mayor éxito político, económico y social desde que se acabó la ominosa época de los grandes desastres de 1945. Según nos acercábamos pedaleando al magno edificio la lluvia volvió a hacer acto de presencia. No se que estaría pensando Duarte en ese momento, para mi significaba algo así como un acto de reconciliación o un pacto definitivo de no agresión con quien, durante mucho tiempo de mi vida, he tenido una relación de realimentación mutua entre el ansia que sentía por poseer el dinero y el rechazo que me producía esa posibilidad. Desde niño me habían informado que la pobreza en una desgracia pero al mismo tiempo era un honor. El mejor honor que le cabe a un desposeído, si va ligado, como la uña a la carne, a la honradez. El honor y la honradez de ser pobre fue una vitola que muchos de mis familiares más cercanos lucieron con orgullo durante buena parte de su vida. Sin embargo, a medida que se iban enriqueciendo mis padres solo se hicieron cargo de trasmitirnos a mi hermana y a mi la última parte del eslogan. Ser pobres y honrados no me pareció que fuera, con el paso de los años, tanto un honor como un amuleto victimista que siempre lanzaban contra quienes hacían hincapié en su bienestar creciente, (por supuesto, honestamente ganado) no siempre con mala fe, sino para reconocer el esfuerzo de mis padres por superarse y sacar a la familia adelante. Sea como fuere a ellos les venía bien ese punto medio que habían acabado ocupando, en parte por su denodado esfuerzo y en parte por esa nostalgia quejica, que a la larga fue la matriz de la clase media de nuestros pecados de hoy en día. Me había hecho a la idea, a medida que nos acercábamos al Banco Centra Europeo, que el edifico dada su importancia institucional tendría una parte que podría recibir la visita de los ciudadanos que lo deseáramos, durante la cual tendríamos la oportunidad de conocer con detalle los fundamentos y la historia de la moneda única europea. Nada fue como me lo imaginé. Ni había ese lugar visitable dentro del monumental edificio, una especie de tronco de pirámide ligeramente retorcido sobre el eje de su altura. Sencillamente me pidieron mi acreditación - monetaria intérprete yo - que justificara mi visita. Al no disponer de ella, me invitaron cortésmente a abandonar el edificio. Probablemente, pensé no sin ironía, es que los signos y los símbolos de los tiempos que vivimos en Europa, a diferencia de otras épocas más extremosas y beligerantes, busquen la discreción como mejor manera de hacerse realmente significativos en las vidas de los ciudadanos europeos. 

miércoles, 14 de marzo de 2018

ULTIMO DÍA EN AUSBURGO

¿Qué hacemos este último día en Ausburgo?, le pregunté a Duarte. Tal vez influenciado por las dinámicas de atención que nos impone, aislándonos, la burbuja de las redes sociales, la pregunta en el fondo era una manera de sugerir un cambio de mirada. El paso de la mirada rápida a la mirada lenta. No se trataba tanto de caminar mas despacio, como de caminar junto a uno mismo en busca de uno mismo. Siempre que viajo, sobre todo si es la primer vez que lo hago al lugar o la ciudad en cuestión, lo suelo hacer con una mirada panorámica de esas que utilizan en las películas para construir las escenas de transición. Todavía nos queda por ver, al final de Maximilianstrasse, adosadas una a la otra, la iglesia de San Ullrich, protestante, severa y estoica en su decoración pero impresionante y, detrás en el patio de la derecha, la iglesia de San Afra, de altura impresionante como muchas de las que hemos visitado del Renacimiento Alemán, llena de dorados y decoraciones recargadas, muchos recuerdos de Jesus y sus amigos, contestó Duarte. Me sorprende lo difícil que me resulta recordar que hay en cada una de las iglesias que hemos visitado, solo retengo que lo que algunas destacan por lo que contienen o contenían después de los bombardeos, o como están de conservadas, pero su visita me parece de obligado cumplimiento, pues pienso que en su interior se encuentra, pueda o no yo captar el misterio o la extrañeza que tengan - pienso para mi después de oír las palabras de Duarte -, tanto la Historia con mayúsculas (o la sucesión de los datos) como el espacio y el tiempo, o como la memoria. A mi, en el fondo, nunca me ha gustado la primera vez que he visitado una ciudad o un lugar. Lo que realmente me gusta es recordarlo después con la intensidad suficiente como para que me provoque la necesidad de volver a visitarlo una segunda y una tercera vez. A sabiendas de que la ciudad de la primera vez, de ahí que a pesar de su inutilidad lo perentorio de su necesidad,  y, sobre todo, el viajero o turista, ya no existen en las visitas siguientes. También nos queda, continuo diciéndome Duarte, visitar el museo Romano que hay detrás del palacio residencia de los Fugger (este espléndido recinto no admitía vistas turísticas) y el edificio del ayuntamiento donde se encuentra, por decirlo así, la joya de La Corona imperial, la Sala Dorada o Golden Hall, una sala inmensa, que diera acogida a Kaiseres y Könings y que hoy mayormente acoge visitantes como nosotros, que le dejan un dinerito al conserje - dice Duarte señalando el párrafo de la guía que lleva entre las manos. Las 2,6 toneladas de oro con la que están bañados los estucos y maderas han tenido que costar mucho, y, sobre todo, lo que tiene que costar es limpiar esos techos tan altos, se deja ir Duarte arropada por su lado empírico que tanto le complace. Casi parece una catedral pero para rituales páganos y políticos, por ello ahora también dan conciertos y conferencias, cierra la guía y me anima a seguir sus pasos. Si me preguntaran que es para mi lo más difícil en el viaje de la primera vez a una ciudad o un sitio diría que vencer la tentación de abandonarlo, de dejarlo y volverme a casa. Todo se me aparece demasiado abierto y vacío, como ocurre con la vida, y no siempre he podido tejer un relato alrededor del itinerario que he diseñado que me permita enfrentarme a ese desconsuelo. Llegado a este extremo lo que digo y deseo es que en casa como en ningún sitio. Es por ello que reclamo la mirada lenta, pues es la mejor garantía de no hacer lo que no debo. La mirada lenta me permite alejarme de las disyuntivas que con tanta frecuencia, bien por parte de quienes me acompañan bien incluso por mí mismo, surgen en los viajes, respecto a lo que vamos viendo o a lo que hacemos con lo que vamos viendo. Sencillamente me parece imposible imaginar una refutación total a lo que oigo, me conformo con oír lo que dicen. Sin embargo, no todos los que me suelen acompañar en los viajes lo entienden así. Quieren vencer poniendo el orador las mayúsculas y el punto final sobre el asunto que se discuta o, en su defecto por incompetencia, hacerles pagar cara su derrota a quienes le han hecho pasar por ese doloroso trance. Con lo que más se dan este tipo de situaciones, suele ser a cuenta de las referencias históricas o geográficas y del patrimonio artístico o arquitectónico que nos encontremos en el itinerario que hayamos hecho, y cuando más se dan es en los momentos de descanso alrededor de una mesa, algo, por otra parte, perfectamente comprensible. Son momentos que favorece a los espíritus cerrados, que dan la imagen de ser más abiertos y sociables que nadie, y perjudica a los espíritus abiertos, que aparecen ante los otros como unos huraños irreductibles. Por eso deduzco que no soy un buen viajero, ni siempre un entusiasta turista. Sé que, en el primer caso, nunca estaré preparado cuando la realidad de un giro sorprendente, pues nunca seré capaz de estar en lugar de los hechos cuando los hechos estén sucediendo. Y sé también que me cuesta encontrar mi enfoque, mi tono y la música que hagan ponerme en marcha, mediante la construcción de una imagen que me impulse a salir de viaje hacia el lugar de los hechos, cuando los hechos haga suficiente tiempo que han pasado. ¿Por donde empezamos?, me preguntó Duarte, yo de algunas cosas que te he enumerado puedo pasar sin verlas, o verlas un poco por encima, pero por lo que me llevaría un disgusto es si no visitáramos la Sala Dorada o Golden Hall, me habló Duarte en tono de súplica encarecida. No fue una mala sugerencia, pues no me introducía en el laberinto de tener o no que refutarla. A mi desde niño, el oro me ha trasmitido la confianza de estar fuera como si estuviera en casa.

martes, 13 de marzo de 2018

BERTOLT BRECHT

Vale decir, en el lado opuesto a Fugger dentro del espectro moral y estético, que el otro hijo ilustre de la ciudad de Ausburgo es Bertolt Brecht. Brecht representa como nadie la figura del intelectual comprometido con la causa de la libertad de los oprimidos del mundo. No en balde todas sus obras están absolutamente ligadas a razones políticas e históricas y tienen un sobresaliente desarrollo estético. En realidad, en Brecht se encuentran siempre unidos el fondo y la forma, la estética y los ideales. Tal vez me haya precipitado en resaltar la oposición entre Fugger y Brecht, pues si me atengo a lo que he dicho en otros escritos sobre el banquero los dos cabrían perfectamente dentro del calificativo filántropo. Pues como dice el filósofo Plotino, no hay que exigir cosas iguales a cosas desiguales o dar o exigir lo mismo a quienes son distintos. El descubrimiento de la casa natal de Brecht fue posterior al de la visita que hicimos a la Fuggerei y al palacio residencia de los Fugger en la calle de Maximiliano. También es distinta la experiencia respecto a la vida y obra de los dos personajes. Antes de mi llegada a Ausburgo, de Jacobo Fugger prácticamente no sabía nada, más allá de un leve recuerdo de cuando estudié en la universidad la coronación imperial de Carlos V que fue cuando me enteré que estuvo financiada por el banquero bávaro. Sin embargo, respecto a la vida y las obras teatrales de Brecht puedo decir que me habían acompañado durante mi educación sentimental, a la que aquellas sin duda colaboraron con su visión dialéctica del teatro. Dicho con otras palabras, Brecht junto con Marx fueron los que me enseñaron, uno en las salas de teatro y el otro en las aulas universitarias, que el enfrentamiento dialéctico de los contrarios es el motor que mueve la historia hasta su destino final, que no es otro que el triunfo del virtuoso grupo elegido para protagonizar tal momento glorioso y definitivo. No obstante, cuando estuve delante de la casa natal de Brecht me di cuenta de la necesidad que tenemos de consolarnos con cualquier dato. Pues si nos detuviéramos un rato a desarrollarlo, haciéndolo pasar de dato empírico a intuición del alma comprobaríamos lo desnudos que seguimos estando debajo del manto dialéctico de los opuestos que Brecht se encargó de resaltar sobre los escenarios. Podría decirse que la presencia de Brecht es en Ausburgo inversamente proporcional a su fama e influencia en el mundo contemporáneo, al contrario, se podría insistir maliciosamente, que lo que le ocurre a Fugger. Lo que yo tuve fue, sin embargo, la impresión sino contraria al menos algo más ajustada a la manera en que ha evolucionado el mundo desde entonces, tanto desde la época de Fugger como de la de Brecht. Lo cierto es que los banqueros son quienes marcan en la actualidad la tendencia o la inclinación prioritaria de una buena parte de la vida de quienes forman parte de eso que vengo llamando, tanto con sorna como con ternura a partes iguales, la clase media de nuestros pecados. Mientras que el simbolismo del teatro dialéctico ha quedado incluido dentro de ese cajón de sastre con que hoy se denominan los actos sociales, me refiero a los eventos, y que sería, a mi modo de entender, la segunda prioridad vital de aquella clase media de nuestros pecados. La cual, cuando el ansia de los medios de comunicación obliga a sus miembros a hacer una confesión pública de sus preferencias, invariablemente suelen responder, sin ningún tipo de sonrojo, en sentido inverso al orden que he mencionado. Y es que la necesidad de tranquilidad y consuelo, que todos necesitamos respecto a lo que realmente nos está sucediendo, nos obliga a estas operaciones de maquillaje que nos permita llevar con mejor ánimo lo que de otra manera sería insoportable. Una de las ventajas de poner esas experiencias por escrito - suelo repetir a mis amigos y conocidos, más a los segundos que a los primeros que ya no tienen ninguna fe en lo que les digo - es que uno se vuelve más consciente de las transformaciones a las que está sometido en ese trajín constante que es mantenerse con vida. Son transformaciones que uno presiente y que, sin poder o querer evitar, acaba creando de forma natural, pero que luego se niega y niega a los otros cuando se trata de obtener su reconocimiento, ya que éste no puede estar desligado de dar una imagen propia vinculada a la paz y la esperanza. O a la libertad y la igualdad. Llegados aquí es cuando veo de forma más clara - tal vez sea porque lo estoy poniendo por escrito - la vigencia de las enseñanzas de Fugger y Brecht, aunque invertidas respecto a la manera e intensidad con que entraron en mi vida. También me ayuda a comprender, con más tino, muchas de las formas de hablar o puestas en escena a que me tienen acostumbrados algunos, por no decir todos, de los miembros de la clase media de nuestros pecados, pues la herencia recibida de parte de quienes cogieron el testigo de Fugger y Brecht no puede ser, en su dislocada mezcla o combinación, más endiablada, a saber, su desencantamiento del mundo. O sea que, a cambio de recibir la única cosa igual que se puede dar a quienes somos de naturaleza desigual, el dinero, ha roto, al instaurar la medianía y la horizontalidad, el encantamiento que desde siempre nos habita producido la verticalidad como manera de alcanzar algún día la excelencia y la eternidad. Estamos, por tanto, desencantados de la elección que hemos hecho de nuestra propia mirada al cambiar esas coordenadas, que es la que, al fin y al cabo, ha construido el mundo que nos desencanta, valga la redundancia. Y lo peor de todo es no nos permitimos, así nos aspen, pensar y volver al estilo (no copiar) de cómo lo hicieron los antiguos creyentes de las religiones históricas. Volver a instalarnos bajo la influencia de aquellas coordenadas. Tenemos la vista cansada de tanto mirar el mundo en que vivimos y hemos perdido al óptico de cabecera. Mal augurio.

lunes, 12 de marzo de 2018

EL SUJETO HISTÓRICO

La tentación que tenemos los seres humanos mortales (hombres y mujeres) de protagonizar LA HISTORIA DE LOS SERES INMORTALES (dioses y diosas) es tan antigua como el mundo. Es su motor y su sustancia. Pues nunca aceptamos, estupefactos como nos quedamos, la condición irreversible de nuestra mortalidad. Esta tragedia adquiere en cada época formas diferentes de representación. Lo curioso de la época contemporánea, la nuestra, caracterizada según Max Weber por su desencantamiento del mundo, es que vuelvan a producirse episodios en los que aquella añeja tentación tome de nuevo el protagonismo como si nada antes hubiera sucedido, como si fuera el primer día después de la creación del mundo, cuando cabe imaginar que todo era un mar de inocencia. No puedo ser insensible o despreocupado respecto a la desigualdad que padecen muchas personas en el mundo actual. Pero lo hago pensando sobre la mía propia, evitando así caer en generalidades tan distorsionadoras como estériles. Pensar en la desigualdad propia es también pensar en la propia singularidad y en la ajena. En lo que no puedo creer es en la verosimilitud del espectáculo que, a cuenta de la historia de todo un grupo, clase, etc., organiza una minoría de ese grupo o clase tratando de convertir a todas las historias singulares en una sola que es la del SUJETO HISTÓRICO con la ilusión de alcanzar su liberación definitiva y para siempre. 


Como bien sabes, esa figura es una creación del narrador de la genial novela de Hegel, “La Fenomenología del Espíritu”, para que tuviera un final feliz. No en balde, Hegel había sido un romántico empedernido antes de desencantarse del mundo vía Revolución Francesa y convertirse en el inventor de que el mundo funcionara como un sistema perfecto e incorruptible al frente del cual estaría un Sujeto Histórico, igualmente perfecto e incorruptible. Aunque ese Gran Señor fuera del todo inexistente en la realidad mundana en que había creado su novela, ésta funcionaba con exactitud con él al frente, tanto es así que seguimos imaginando e imaginándonos bajo su influencia, aunque la mayoría de ciudadanos no la haya leído. El que luego toda esta maravillosa y colosal ficción haya pasado a los programas de la acción política y social como una abstracción totalitaria, que atenta contra la singularidades de cada una de las historias que lo componen, es responsabilidad de los oportunistas de siempre, que maliciosamente confunden como los niños la ficción con la realidad, confusión que en cada época tiene su propia representación infantil, con sus correspondientes fiebres y diarreas. Cualquier grupo o clase que hoy aspire a convertirse en Sujeto Histórico se adscribe a la ficción de matriz hegeliana mencionada, que llevada al ámbito de lo real social y político la convierte en la más funesta de las falsedades, como ya ocurrió con el proletario ruso, la raza aria, la nación alemana, etc. Sencillamente porque los miembros reales de cualquier grupo de hoy, que aspiran a constituirse en ese Sujeto Histórico, son imperfectos, corruptibles y corruptores, como todo ser humano mortal. La verdad de las mentiras con que se construyen las historias de la ficción, que se contrapone a la mentira de la VERDAD DE LA HISTORIA DE LOS SUJETOS HISTÓRICOS, sigue siendo la mejor y la única manera de rasgar hoy, como ayer, el velo de la falsedad con que gusta cubrir la clase media de nuestros pecados - una clase media, fragmentada en diferentes grupos, que son poseedores, cada uno a su manera, de todas esas tentaciones de que vengo hablando - su afición a subir al escenario del espectáculo las penurias espirituales que los afligen. Pues creían que por la misma razón que su bienestar material había hecho intocable a su cuerpo de las calamidades visibles, su espíritu también se había quedado protegido frente a los infortunios invisibles que normalmente también lo habían asediado y torturado. Así, al final, como imaginó Hegel, todos y todas felices. Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

viernes, 9 de marzo de 2018

EL DÍA DE LA QUEJA

Uno de los artificios más vistosos y democráticos que ha imaginado la clase media de nuestros pecados, tan poco dada a abandonar el carril de sus rutinas a las que se siente cómodamente apegada, es lo que llamo el día de la queja. Que tiene una curiosa relación con el día de la marmota. No he hecho un recuento estadístico, pero cada año deben quedar menos colectivos o minorías que tengan asignado un día en el que poder atraer la atención de la audiencia sobre las particulares injusticias a que el mundo los somete. Ya sé que no podrá ser, lo cual no deja de ser contradictorio en un mundo dominado por esa clase media de nuestros pecados dentro de la cual prima tanto el individualismo, pero a mi gustaría que instauraran el Día de Uno. No puedo dejar de reconocer que la idea es de lo más inquietante, pues ese Uno difícilmente puede remitir, como es mi intención al proponerlo, al fundamento y matriz del sistema democrático al que estamos todos adscritos, a saber, un ciudadano un voto, sino que dado el terror que el individuo moderno y democratico, mínimo común denominador de esa clase media de nuestros pecados, tiene a exponerse como Uno, sin máscaras y baratijas que lo conviertan en algo más que Uno, pongamos, Uno y sus cuates, la propuesta del Día de Uno seguro que se interpreta malintencionadamente como una vuela al Día de Dios, el único que en nuestra tradición vaticanista tiene ese título y honor. Lo cual hace innecesaria mi sugerencia pues ese día ya existe semanalmente, que, como todo el mundo sabe, corresponde al domingo.


Con retales que he conseguido aquí y allá he construido una plantilla tipo de cuáles son las quejas que justifican y dan colorido al día del colectivo de marras sea éste el que sea. Léanse las palabras que vienen a continuación no de manera literal, sino metafórica o simbólica ya que pretenden representar a todo el espectro de las quejas, tanto en el ámbito material como espiritual. Más o menos quedaría así: somos las primeras víctimas de la precariedad, del empobrecimiento y de la violencia íntima y pública. Cobramos menos, tenemos un techo de cristal sobre la cabeza, nuestra tasa de paro es más alta. Lo tenemos todo más difícil, braceamos más para llegar a nuestro destino y eso nos lleva a la frustración y a la enfermedad. Nos matan y nos culpan de habernos matado. Por provocadores. Y siguen funcionando estereotipos reduccionistas que simplifican la complejidad y las circunstancias de cada uno de nosotros. Aunque el tono puede ser excesivo y no representativo de todas las minorías, pues sería excesivo, para entendernos, que en el Día de los pilotos de la aviación civil los afectados o abajo firmantes hablaran en esos términos, aunque has de reconocer, y por eso me he decantado por un tono más victimista, que es la manera que, en la celebración de su Día, a todos les gustaría que el mundo los escuchara así. A donde quiero ir con esta pequeña perfomance verbal es a denunciar la falta de responsabilidad que tenemos respecto a lo que decimos, es decir, a la forma de usar el lenguaje. Si nos fijamos un poco en aquella veremos que se apoya es una forma de hablar que se utilizó también, y de hecho de ahí esta sacada, en situaciones históricas que nada tienen que ver con las actuales en esta parte occidental del planeta. ¿Qué hacemos al utilizarlas hoy? Convertir al lenguaje en una etiqueta que colocamos encima de lo que pensamos o hacemos a conveniencia. Ahora bien, si el lenguaje es una etiqueta, ¿que somos nosotros, seres hablantes, hechos por tanto a partir del lenguaje que heredamos? ¿En que nos convertimos si el lenguaje va por un lado y lo que pensamos va por otro? De momento, y mientras la cosa no empeore, en unos quejicas. Más adelante, tal vez, en unos psicóticos o esquizofrénicos. Dos enfermedades mentales que tienen en común estas habilidades quirúrgicas, que separan a voluntad o conveniencia la percepción de la realidad y su traslado al lenguaje.

jueves, 8 de marzo de 2018

UN BANQUERO EUROPEO

El dinero antes que saciar nuestra codicia nos libera de la extremosidad de nuestra crueldad. Tampoco la elimina, sencillamente la hace más llevadera a quienes tenemos al lado. Jacobo Fugger en esto también fue pionero. Wikipedia dice : En 1498 se casó con Sibylle Artzt, hija de un distinguido patricio de Augsburgo. Tras las nupcias la familia recibió un largamente esperado lugar en el consejo de Augsburgo, que hasta entonces se les había denegado, pues los Fugger sólo llevaban tres generaciones en la ciudad. Cuatro años después de la boda, Jakob Fugger le compró a su joven esposa las joyas del tesoro de Borgoña por la enorme cantidad de 40.000 florines. No se sabe si Sibylle fue feliz. Lo que es seguro es que Jakob pasó mucho tiempo en su Kontor y en viajes de negocios y por lo tanto pasó poco tiempo con ella, lo que trató de compensar mediante caros y sofisticados regalos. Sybille no tuvo hijos con él, y siete semanas después de la muerte de Jakob se casó con Konrad Rehlinger. Queda claro la vigencia de la conducta de los ricos y la fuente de ejemplaridad que igualmente se mantiene para los que no lo son nada, como en el siglo XVI, o no lo son tanto, como ocurre en el siglo XXI. Por eso la mejor manera de acercarme a un rico actual, que siempre me produce sonrojo y bastante incomodidad será por ello que no lo he hecho nunca, es hacerlo a través del fundador de ese apelativo, el Rico. El saber que se lo habían puesto sus convecinos de Ausburgo, los mismos que no tenían nada, también me ayuda a aproximarme con menos precaución a la extraña complicidad entre la codicia como motor fundamental de la humanidad, que ningún sistema educativo podrá eliminar nunca, y la caridad (valga también decir solidaridad, pues en estos asuntos, como en todos los demás, la visión secular de la vida sigue los pasos de su pariente más cercano, la visión religiosa, que es de donde procede) como freno precario de aquel motor que tiende al desenfreno. Digo esto porque hoy es absolutamente imposible hablar de los ricos con quienes forman la clase media de nuestros pecados, ya que lo impide la penuria espiritual que, como una hidra, les ha crecido a muchos de sus más instalados socios, al mismo tiempo que ha desaparecido de su horizonte la falta de penuria material. Caballero andante don Dinero, cuando estás callado eres un misterio, pero en cuanto te pones a hablar y a discurrir de mano en mano eres un horror, sería la frase que mejor define el ayer y el hoy de esta dualidad perenne e irreconciliable entre ricos y pobres y, por contagio, entre todas las que han ido apareciendo bajo el palio de su influencia con el paso de los tiempos, una dualidad monetaria que ha hecho correr ríos de tinta y de sangre a partes iguales. Y es que poner bajo la intensa luz del día lo que es propio de la naturaleza oscura de la noche, hace que se produzcan efectos colaterales no deseados. Jacobo Fugger no es igual que cualquier banquero de cuyo nombre, vida y andanzas hoy lo ignoramos todo, es, más bien, el modelo de todos los banqueros que ahora existen: prestar o sobornar con dinero a todo lo que se mueve. Lo que ocurría en su época era que solo se movían los que tenían todo el poder, a saber, el Vaticano y el Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Los que estaban quietos, sin nombre y sin dinero, únicamente lo bautizaron para los siglos de los siglos: el Rico. Si escuchas con atención la locución anterior tiene una música parecida a la de la mafia actual, pero tu y yo sabemos que no lo es. Cualquier intento de equiparar a Jacobo Fugger con un banquero contemporáneo, comete, a mi entender, el mismo desliz de apreciación que el que condena a Thomas Jefferson, redactor de la constitución norteamericana y de la declaración de independencia, porque tenia esclavos negros en su hacienda. Jacobo Fugger, como Jefferson y como todos los que con su hacer o pensar dan un giro al proceder de la actividad y del pensamiento humano, no pueden ser vistos como parte de lo que luego ese giro ha dado de si, para bien o para mal. La sensación que tuve paseando por la calle Maximiliano, donde se encuentra su palacio residencial, así como visitando su gran obra benéfica, la Fuggerei, fue la de que Jacobo Fugger fue un hombre eminente, si es que acepto como eminente, a pesar de todos sus defectos, el tipo de vida que yo llevo y que no quiero dejar de llevar. Me refiero al estilo de vida europeo, al que él le imprimió un giro y un carácter bajo cuya influencia aún hoy vivimos. Sin embargo, la penuria espiritual que padecemos y a la que me refería antes, no tiene que ver con el dinero sino con su pésima digestión una vez que lo tenemos. Y es que el dinero en manos de los pobres no es para hacernos ricos, sino para aupar nuestra dignidad, siempre oculta y maltrecha detrás del malestar de la escasez y la pobreza. Esto es algo que la clase media de nuestros pecados le cuesta entender y, pienso, que no entenderá nunca. Es que somos como nuestra codicia, que ha seguido el camino contrario a nuestra dignidad. Basta para comprobarlo que uno salga una noche a cenar con unos amigos, por mucho que me haya prometido no volver a hacerlo pues secretamente cada día que pasa me avergüenzo más y más de ellos, aunque nunca se lo haré saber de forma explosiva ni tan siquiera atenuada, prefiero explotar yo conmigo mismo, el caso es que, más pronto que tarde, alrededor de la mesa queda fijado el reparto de lo que se ha decir y lo que no, que normalmente viene determinado por la actualidad social o política, no por como en qué medida a cada cual le afecta eso o sus derivados. Ellos darán pábulo a las palabras de sus máscaras y las ajenas, porque en la conversación entre máscaras todo vale y todo vale lo mismo. Yo me tendré que callar las palabras que ocultan la falsedad de esas máscaras, ya sean las propias como las ajenas. Es un convenio injusto, que no tenía que haberse firmado  tácitamente después de la democratización del dinero. No otra cosa es la falta de dignidad a que me vengo refiriendo. En la época de Jacobo Fugger, el Rico, había penuria material, pero de los asuntos espirituales estaban bien abastecidos, aunque nosotros, hundidos en una penuria espiritual como nunca antes en la historia de la humanidad, nos sigamos atreviendo a leerlo como el opio del pueblo.

miércoles, 7 de marzo de 2018

JACOBO FUGGER

El alma de la ciudad de Ausburgo sigue siendo la de un banquero y, al mismo tiempo, filántropo. Aunque la frase siempre se dice en ese orden, me resulta difícil deducir las proporciones, cuanto es más de banquero que de filántropo. O, ya que el apelativo filántropo es una etiqueta que también usan habitualmente los presentadores de algunos de los eventos actuales, me entra la sospecha de que, en el caso de los banqueros, al añadirle en su tarjeta de visita la palabra filántropo no sea igualmente una manera de blanquear su patrimonio, no necesariamente porque haya sido obtenido de manera ilícita, sino porque sea bochornosamente ingente. El caso es que Jacobo Fugger, el alma de Augusto a que me refiero, era conocido por sus conciudadanos de entonces, sin otros añadidos, como el Rico. Es de suponer que, dado la abismal diferencia de aquellos años entre los muy pobres (el 90% de la población) y los muy ricos, no tenía ningún sentido ponerle peros al apodo del tipo más influyente de la ciudad. Era el más rico y nada había que hacer, excepción hecha de algunas algaradas campesinas. Pues las penurias de los más pobres eran verdaderamente penurias, nada que ver con las penurias de los que no tienen penurias actuales. La  biografía de Jacobo Fugger no deja lugar a dudas, fue uno de los banqueros fundacionales de la economía moderna europea, que entonces era como decir mundial. Así lo permite intuir en la actualidad la monumental fachada del edificio que fue su residencia y la de su familia, dado que no se puede visitar por dentro. Como no podía ser de otra manera, me viene, como si fuera un resfriado estacional, la tentación de relacionarme con el Rico de Ausburgo como si fuera un rico cualquiera de hoy en día. Incluso contraviniendo el sentimiento de satisfacción que tuve y que acompañó a una idea, que me surgieron ambos nada más visitar las casas sociales que construyó en la ciudad, la Fuggerei, y de la que ya he hablado en un anterior escrito: Jacobo Fugger es uno de los pioneros del bienestar actual que disfrutamos en el continente europeo. Al dejar expuesta tal aseveración, y eso es lo me consuela, lo único que pretendo es humanizar ese artificio que hemos construido y que tantas alegrías y quebraderos de cabeza nos ha dado, y lo seguirá haciendo. Estoy hablando del dinero. Y lo hago porque, así como la cultura y el arte tienen fijados sus procedencias históricas en los manuales correspondiente, el origen del dinero tal y como lo conocemos en la actualidad lo cubrimos, al menos en el ámbito de matriz católica, con un manto vergonzante. Siempre dispuestos a blanquear ese origen con cualquier concomitancia cultural o política. Creyendo que con esa ocultación liberamos al dinero que usamos cada día de su origen negro e inconfesable, por más que lo hayamos obtenido de la manera más legítima imaginable, trabajando por un salario. Supongo que el peso de la culpa, también de matriz católica, ayuda lo suyo en ello.

martes, 6 de marzo de 2018

LADY BIRD, película de Greta Gerwig

Para intentar comprender por qué Lady Bird me parece una hermosa película, vuelvo a echar mano del párrafo de Richard Ford en su libro “Flores en las grietas”, donde explica por qué a él le gusta Anton Chejov. Dice así: “Pese a su superficial sencillez y su aparente accesibilidad y claridad, los cuentos de Chejov - en particular los mejores - no son tan fáciles para un joven corriente. Al contrario, a mi Chejov me parece un escritor para adultos, cuya obra es útil y también bella porque orienta la atención a los sentimientos maduros, las complejas reacciones humanas y los pequeños problemas de elección moral en el seno de dilemas mayores, dominantes, cualquiera de cuyos elementos, en caso de que se presentaran en nuestra complicada e impulsiva vida social escaparían incluso a una observación sutil. El deseo de Chejov es complicar y poner a prueba nuestra visión de personajes que erróneamente creíamos capaces de comprender a simple vista. Además, casi siempre nos aborda con una gran dosis de seriedad centrada en algo que intenta hacer irreductible y accesible, y mediante esta concentración insiste en que nos tomemos la vida en serio.”  Ahora que el párrafo milagroso ha barrido, una vez más, las roña de los perjuicios que con el paso de los días se acumula, como el aire contaminado en los pulmones, alrededor de mi alma, Lady Bird y un servidor estamos, por decirlo así, conectados en el ámbito del lenguaje propiamente cinematográfico, que es donde nos hemos citado. ¿Que ha hecho posible esa simpatía? Vaya por delante la elección de la actriz que encarna al personaje principal de Lady Bird. Solo me puedo tomar en serio mi  vida de adulto con adolescentes como Lady Bird y con adultos como su padre y su madre, que junto con los dos hermanos adoptados forman lo que se dice un familia normal y corriente. Tomarse la vida en serio no es otra cosa que, como dice Martel, reconocer el orden de nuestro ser en el mundo al que pertenece que también es de los muertos, sobre todo de los muertos, y que el pensamiento moderno tan dado al postureo y los juegos de artificio, se empeña en hacernos creer que no existe. Pues todo empieza de nuevo con cada generación. Ay, El Adanismo. Pero una cosa es querer que el pasado no exista y otra muy distinta es que lo podamos hacer, una cosa es querer ser feliz y otra conseguirlo. Sin embargo, nada hace notar la existencia de ese orden oculto de la esencia de nuestro ser, con una extremosa y genuina violencia cargada de razones (en absoluta irracional), que los ritos de paso entre la adolescencia hacia la vida adulta. ¿Cuales son las pequeñas elecciones morales que la directora de la película elige en medio de los dilemas mayores y dominantes? Una, que el espectador conozca a Lady Bird en un colegio religioso, con su normas de contención y constricción, con sus diques para evitar el desbordamiento innecesario. Dos, que el espectador la conozca dentro de una familia cuyos padres se quieren a pesar de los años que llevan viviendo con Lady Bird. De lo que se trata es de poder conversar despacio con la protagonista momentos antes de cumplir 18 años. Lo cual no significa tener que hacerlo en el tiempo histórico tic tac, que es el tiempo visto desde la Muerte, ese en el que el adolescente adanista solo sabría decirme que soy un viejuno, que el mundo empezó el día que él nació, y tal y tal, según ordena el pensamiento o lo que sea actual, sino en el tiempo visto desde la vida que sucede siempre, la de Lady Bird con sus casi 18 y la mía con mis 66. Esta conversación, tan necesaria hoy como ausente del imaginario social, educativo y familiar, es posible gracias a la puesta en escena minimalista y chejoviana que elige la directora Greta Gerwig, mediante su proverbial manejo del montaje que está, sin duda, a servicio del cómo nos cuenta la historia. La cual no ahorra mostrar detalles de la sensibilidad actual, a saber, los dos hermanos adoptados de Lady Bird y el primer beso que le da a un chico del colegio del que se enamora fervientemente, pero que descubre que es gay, lo que le hace enfadarse igualmente de manera ferviente. La forma de acabar el relato no puede ser más elocuente respecto a lo que el espectador ha visto hasta ese momento. Dos escenas memorables en su sencillez. En la penúltima, la madre de Lady Bird, que se niega a bajarse del coche para despedirla en el aeropuerto de Sacramento camino de Nueva York, pues no le ha dicho que había elegido a la ciudad de los rascacielos, algo que la madre no quería, como destino de su nueva vida adulta, se arrepiente y vuelve al aeropuerto pero Lady Bird ya se ha ido, únicamente la recibe su marido que si la ha acompañado. Y en la última escena Lady Bird, recién llegada a Nueva York trata de hablar por teléfono infructuosamente con sus padres, que en ese momento no están disponibles, presentándose como Christine McPerson que es el nombre que me habéis dado, le dice textualmente. Esa no consumación de la despedida de la madre en el aeropuerto, ni de la conversación telefónica de la hija, son esas pequeñas decisiones morales en medio de dilemas mayores - Lady Bird se ha hecho mayor de edad con el nombre de Christine McPerson, y sus progenitores se han hecho, al distanciarse de su hija, por fin verdaderamente su madre y su padre - en las que la directora quiere que nos fijemos con suma atención, pues forman parte igualmente de la vida que sucede siempre, de la vida que siempre es vivida en su totalidad.

lunes, 5 de marzo de 2018

LENGUAJES Y LITERATURA

Todo arte es una forma de literatura es, además del título de una exposición que adjunto, una frase que conecta con algunos de los miedos y autocríticas de los escritores cuando escriben, que es a su vez el título del artículo que también adjunto. En él “Jorge Luis Borges dijo que Antonio Machado era uno de los poetas más grandes de la lengua castellana y especificó que era bueno casi siempre: «Pero con serlo a veces basta, no hace falta ser un poeta todo el tiempo». Una muestra de solidaridad de Borges hacia el cantor de los caminos; una prueba de humildad: venía a romper ese falso vínculo que suele trazarse entre el genio y la perfección.” Nos debe costar entender, teniendo en cuanta la frivolidad o el atrevimiento con que nos relacionamos con el lenguaje en general y, sobre todo, con el lenguaje de las palabras en particular, que somos lenguaje y que nuestros límites como seres humanos viene determinado por qué marca ese lenguaje. Más allá del cual sólo ahí, para entendernos, no la nada lo cual es lo que hay en la acción creativa divina, sino plastilina más acorde con lo propio de la acción creativa humana. El lenguaje, tal y como lo entienden muchos de los que participan en el artisteo contemporáneo, no es una etiqueta que quitan y ponen a conveniencia encima y posteriormente a la obra que han creado, es la razón de ser, la sustancia y el límite de las competencias creativas de todo artista. Cuestionar los límites del lenguaje, en el sentido que les gusta decir enfáticamente a muchos artistas del artisteo contemporáneo, a saber, ir más allá del propio lenguaje, no es otra cosa que cuestionar la valía y profundidad humana de sus obras. Es el camino más corto para llegar a ninguna parte. No hay creación, ni obra creativa por tanto, ni posibilidad de entendimiento más allá del lenguaje que la acoge, que es con quien el espectador o el lector o el oyente se relacionan, su puerta de acceso a la obra que tienen delante. No otra cosa pasa con nuestra vida, que entra al mundo al que pertenece sólo y únicamente a través del lenguaje que hereda.

viernes, 2 de marzo de 2018

LA FUGGEREI

Hay que cambiar, nos dijo, sin mediar palabra alguna que tuviera que ver con el protocolo que de su oficio cualquier turista espera, el tipo que nos recibió en la recepción del hotel de Ausburg, el del traje brillante, los quevedos, la calva reluciente,...Lo normal es que en un encuentro de este tipo las palabras que se digan sean del mismo significado - a saber, ninguno - que tienen los buenos días o el hola que tal en el trato habitual con vecinos o compañeros de trabajo. Son palabras de cortesía o de buena vecindad, son gestos mediante los que le decimos a los otros que todo está en su sitio, que ellos están ahí y uno aquí, y que así nos acoplamos hasta el próximo encuentro. Del encuentro con un recepcionista de hotel no esperaba yo algo esencialmente distinto, no en balde forma parte de la misma rutina, si se quiere más infrecuente en el tiempo pero rutina al fin y al cabo, de la de encontrarte con un vecino o un compañero de trabajo. El caso es que, bien mirado, en estas salidas de tono o del incumplimiento del protocolo previsto, ya sea mediante la indignación del tipo de Nördlingen o de la expresión hay que cambiar con que se presentó el recepcionista del hotel de Ausburgo, la rutina salta por los aires, y soy yo el que se queda con cara de palo sin saber que hacer o decir, más allá de caer en los tópicos o generalidades al uso. Hay que cambiar de dirección o basta con cambiar de traje y de gafas, o tal vez sea suficiente con cambiar de peinado, en fin, Duarte me habló así, acercando su boca a mi oreja, como medida de protección propia y ajena contra su mejor sarcasmo, mientras el recepcionista se adelantó a nosotros para indicarnos el lugar donde podíamos dejar las bicis a resguardo de la climatología y de los pispas. Al final decidimos usar las bicicletas como medio de transporte, algo que siempre hacemos al llegar a las ciudades grandes o medianas, a pesar de que muchas de las calles de Ausburgo conservaban en su asfaltado el estilo adoquinado, lo cual hacía que el traqueteo de dar pedales repercutía en la cabeza, sobre todo en la de Duarte que al final de una jornada así se vio obligada a tomar algún tipo analgésico pues el dolor de cabeza se le hizo insoportable. Yo le contesté en voz baja, pero sin tener que acercarme a su oreja, lo que pienso respecto a la indignación, y que creo que ya lo he comentado. Esa algaravía sin contención hoy se ha constituido en moneda de cambio ante cualquier contratiempo por doméstico o insustancial que sea: es el aullido de temor y desconcierto no ante lo que pasa fuera del indignado, que en realidad ni pasa nada ni falta nada relevante, sino ante la nada interior por él experimentada como ausencia total de sentido. Lo cual, dije, es la refracción cabal que forma esa imagen tan habitual en nuestras vidas, que siempre me congela el alma cuando no tengo mas remedio que presenciarla o ser partícipe de ella, por ejemplo después de una cena de amigos, en la que alguno ha tratado infructuosamente de hablar de sí mismo y los demás le han respondido hablando de lo que comúnmente se entiende como hablar por hablar, que es la forma de hablar de lo humano y lo divino, pues, digo, cuando llega la hora de los adioses todo el mundillo masculino se dan las manos entre ellos, o ponen las mejillas si es el mundillo femenino o si los ósculos son entre los miembros de ambos mundillos o entramados, y compruebo con asombro que no es un adiós literal, sino un hasta pronto, o hasta la próxima, aunque no haya pasado nada ni falte nada y al mismo tiempo esté todo por pasar. 


Después de que el recepcionista del traje brillante nos entregara las llaves del garaje de las bicis, nos dirigimos montados sobre ellas a la Fuggerei. Como decirlo, sin solución de continuidad pasamos del siglo XXI al siglo XVI a través de esta lugar que, insólito a mi modo de ver, es el primer espacio de casas protegidas del mundo, creado en el 1521 por el que llamaban el rico Jacob Fugger, a la sazón, banquero del emperador del Sacro imperio Romano Germánico, Carlos V. Digo insólito, pues tuve la impresión  de que era el invento de Fugger quien me cogía de las solapas y me zarandeaba para que soltara todo lo que de impertinente llevara puesto. Lo que quiero decir es que cuando nos recibió, digamos, el aguacil de la particular fortaleza se me cayó el disfraz de turista, y el de europeo moderno y todos sus complementos. Por lo que en el recorrido que hice continuación tuve una sensación extraña de desnudez, frente a lo que se me echaba encima a cada paso. Que no era otra cosa que toda una urbanización residencial del siglo XVI con pleno derecho de usufructo en el siglo XXI - como lo oyes - , con casas adosadas (la visita incluye una casa modelo), alquiladas en su origen por una renta anual de 88 centavos, que tenían una administración común, una tienda y una enfermería propias. Incluso cuando, años más tarde, lo vieron muy mal en el 1940, los residentes de entonces decidieron construir un refugio antiaéreo, con una capacidad para 150 personas, donde también tenían cocinas, baños y dormitorios compartidos. En la actualidad lo han preparado como museo y se puede visitar. La muestra incluye fotografías, algunos elementos y utensilios de la época, como las caretas antigas, algún vídeo sobre la ciudad y sobre cómo se organizaron la noche del 25-26 de febrero de 1945, la noche de las bombas. En este bombardeo un 90% de Ausburgo fue destruida, causando miles de muertos. Sin embargo, en el recinto del Fuggerei sólo murió el portero o aguacil que custodiaba la entrada en aquellos años.

jueves, 1 de marzo de 2018

AUSBURGO

Mientras Duarte anotaba en su diario, cuando íbamos en tren camino de Ausburgo, que le había parecido inoportuno el enfado que había manifestado el señor que nos precedió en el pago de la factura del hotel de Nördlingen, con el que habíamos coincido también en el comedor a la hora del desayuno. No acabo de entender, escribió Duarte en su diario y que yo pude atisbar con el rabillo del ojo con su consentimiento,  como se puede ser así. Noté desolación en sus palabras, pero lo que me extrañó fue que no pudo evitar decirlas, es decir, que de alguna manera le habían afectado oírlas en un ambiente distendido como se supone que es la música y el tono de los días vacacionales. La causa del enfado, según me dijo, era una nimiedad, una equivocación a la hora de generar la factura del hotel, o algo así. Con la desaparición de los serenos de las noches de las ciudades, desapareció también ese tono y esa música que yo he evocado en anteriores escritos. Y lo que ha venido a sustituirlo, de forma paulatina pero implacable, es esa indignación de la que se hace eco Duarte en su diario, que bien mirada no tiene razones visibles que la expliquen. Aunque, lejos de echar mano de la psicología, a mi me parece que algo puede detectarse en lo que tiene de simbólico la caída de las murallas de la ciudad medieval y el surgimiento de las murallas del Yo moderno, cuyo ejemplo más notorio es ese tipo, que se cree con derecho a montarle un pollo a la recepcionista del hotel donde se había hospedado por un error en la factura que le ha emitido. ¿Es la vanidad lo que corroe a estos tipos?, preguntó Duarte. Cuando una ha decidido dejar su ciudad durante unos días, le gustaría pasear por las calles, o entrar en los lugares que no son los que habitualmente transita, y no tener que oír estos ladridos semejantes a la ciudad donde vivo, me di cuenta que escribió a continuación en su diario. No es la vanidad lo que los distingue de quienes, digamos, vivían como lo hacían quienes ocupaban las ciudades medievales amuralladas de entonces. Lo que no han conocido es a los serenos, le contesté a Duarte. Ahora ese tipo, que se indigna igual que por lo de la factura, y que seguro lo hace también porque el sol sale por el este, o porque la luz del día surge de la oscuridad de la noche cuando le gustaría que fuera al revés, tiene un sereno dentro y las murallas delante de las narices. No solo ha cambiado la topología de la ciudad al abrirse al mundo, derrumbando las antiguas murallas, sino que ello ha obligado a que los tipos abiertos al mundo que ahora la ocupan tengan un punto de vista estrábico de lo todo lo que les rodea. ¿Hace ello perfectamente natural no salir de casa, o recorrer las calles de siempre en la ciudad de siempre? Más que indignación veo la costra y la roña que ha crecido entre lo que tipos como los del hotel aparenten ser y lo que realmente son, me dice Duarte sin que inmediatamente trate de ponerlo por escrito. Como si esa vanidad fracasada, de repente, se le hubiera aparecido como epítome o imagen que representara cabalmente, con el paso de los años, la razón de seguir existiendo de aquella ruta romántica en la que nos encontrábamos y la de todas las rutas que hoy atraviesan el mundo que llaman civilizado. A mi me parece, le dije a Duarte, que la indignación del tipo del hotel, y la de  todos los tipos que la usan como marca de identidad en la actualidad, no solo se parece a un gruñido animal contra las amenazas de su exterior, sino también como una elemental llamada de auxilio humano. Se ahogan ahí dentro y no tienen otra manera de expresarlo. Por eso todos los barrios de las ciudades deberían tener un torreón de Daniel, desde donde cada noche nos recordaran cuando uno abandona su casa, una vez que se ha echado encima la obscuridad, para visitar a una amigo, bien por necesidad bien por mera razón de esparcimiento, lo que nuestra memoria amurallada ya no puede hacer.


Cuando llegamos a Ausburgo anochecía y lo primero que hice fue tratar de localizar el torreón de Daniel de la ciudad, y comprobar a que horas la voz del sereno advertía de su presencia y significación a quienes todavía anduviesen por la calle. Pero lo que nos encontramos fue la estación de ferrocarril en obras y los servicios metidos en unos barracones a las afueras de la estación. Ante el panorama dedicamos unos momentos para calcular nuestra orientación y nos dirigimos a la Koningplalz, donde estaba la oficina de información y turismo. Queríamos saber algo más sobre la reserva de la pensión que habíamos alquilado desde Nördlingen, pero no tenían lo que buscábamos, ni tampoco nos dieron referencia del sereno acusmático. Así que nos dirigimos hacia la pensión, pero no había nadie. Buscamos al lado, pero solo tenían hospedaje para una noche. Fue en internet, donde hicimos una nueva búsqueda. Al final, encontramos cama y ducha en la Jacobstrasse, en un conjunto de casas que se dice “Jacobs hof”. En la recepción un tipo especial, en el sentido de que no parece del gremio de los hoteleros, con un traje brillante que le queda grande, calvo, con gafas redondas que parecen unos quevedos y con una sonrisa suave, nos saluda y nos da las llaves. Al menos podremos dormir bajo techo, algo que ya empezaba a dudar que esa noche fuera posible.