La cosa fue que dejé pendiente en la anterior entrada comentar la visita a la casa natal de Goethe y, entre medias, tuve que asistir a la tertulia mensual sobre la lectura del Quijote. Semejante entrecruzamiento me produjo una conmoción parecida a esas que de vez en cuando se abalanzan sobre mi sin previo aviso, y que tienen que ver con la cercanía que tienen las cosas o experiencias más disímiles. En primer lugar, me pregunté, porque relaciono dos personajes con tan poco en común, pues Goethe es un personaje histórico y el Quijote es un personaje de ficción, y, en segundo lugar, porqué lo hago precisamente en este momento. Tal vez porque sea uno de esos momentos, como nunca antes, en el que la realidad trata de comerse a la ficción y quedarse con todo el pastel de la vida. También porque tengo la impresión de que Goethe es el gran quijote alemán y don Quijote es el gran goethe español. Y porque me voy convenciendo, a base de mirar con atención por aquí y por allá, que uno y el otro, Goethe y Don Quijote, representan dos maneras de mirar el mundo mas próximas y cómplices de lo que normalmente los académicos desde sus estrados nos tratan de hacer creer. Por decirlo con otras palabras, si en Goethe cabía el mundo de su época en Quijote cabe el mundo de todas las épocas. Dos caballeros no solo andantes, pues tanto el uno como el otro hicieron sus viajes a lo largo y ancho de la geografía que les vio nacer, sino, y sobre todo, dos caballeros pensantes. Dos caballeros andantes que supieron poner su pensamiento en marcha, porque de lo contrario la vida se nos escapa en su implacable tic tac histórico hacia la tumba. Por eso las palabras con que comienza el Quijote, “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme..., equiparan el sentimiento que debió tener Goethe cuando desde un lugar de Hesse (estado alemán al que hoy pertenece Frankfurt de Meno) un día decidió convertirse en el más grande hombre de letras alemán y, como don Quijote, en el último y verdadero hombre universal que caminó sobre la tierra. Cuando se lo digo así a Duarte me suena un tanto campanudo, como subido de tono y bastante desenfocado, como si fuera algo que no tuviera que ver con nosotros. Entonces, ¿por qué vamos a la casa natal de Goethe?, me preguntó de inmediato Duarte. No supe contestarle otra cosa que porque esta ahí, porque en la guía que nos han dado en la oficina de turismo dice que vale la pena visitarla, aunque los alrededores están en obras. Me miró con aire de condescendencia y simplemente dijo, vamos. Luego, según íbamos caminando por entre las calles estrechas de Frankfurt, me vino a la cabeza lo que dije en su día en la tertulia del Quijote, ¿por qué un día sale Alonso Quijano de su casa y se lanza al mundo? Ítem más, dije, ¿por qué salimos nosotros cada mañana de casa después del colosal esfuerzo de levantarnos de la cama, habiendo tratado durante la noche con el insensato mundo de los sueños, para volver a aparentar que somos cuerdos entre los otros? Cuando llegamos a la puerta de entrada de la casa natal de Goethe, me fue fácil imaginarlo salir un día de donde había sido educado por su padre - un abogado y consejero imperial que se retiró de la vida pública y educó a sus hijos él mismo - bajo la máxima de no perder el tiempo en lo más mínimo, y lanzarse a conquistar las cimas del conocimiento humano de su tiempo. A quienes visitan la casa natal de Goethe, como los que leen el Quijote, los veo aburridos, o quizá sería más correcto decir distantes. Deambulan por las habitaciones que en su día ocupó el gran bardo alemán con el escepticismo de quién sabe que eso es imposible, sin hacer nada porque aquel día coincida con su día de hoy. Perezosos, como suelen ser estos visitantes de ocasión, prefieren seguir los consejos de la guía que explica a mi lado la vida y obra de Goethe a un puñado de turistas que previamente han concertado la visita por el precio de 10 €, tal y como indicaba en la taquilla donde se sacaban los billetes. Así Goethe, lo mismo que el Quijote, quedan tranquilos sin que nadie los moleste, como metidos en una urna, bailando una vez más con los sucesos que les tocó en suerte en aquellos días lejanos en que vivieron. Y del lado del presente también gozan de su saber estar, sin que nadie los moleste, los que escuchan las palabras solícitas y ordenadas de la guía, una señorita en este caso que da la impresión de llevar repitiendo la misma letanía un buen puñado de veces, pero que, y esto es una de los aspectos de su carácter profesional que más valoro, parece que es la primera vez que lo expresa, dado la fe y el entusiasmo que pone en la puesta en escena. La voluntad de afirmación del sujeto moderno obliga a este tipo de cirugías en el trato con el tiempo y con los que vivieron en otros tiempos. Probablemente de ahí surja el aburrimiento a que me refería antes. Lo vi con cierta claridad, pues esa férrea voluntad de afirmación aludida produce mediante sus turbulencias más oscuridad que su contrario, en el momento en que uno de los participantes en la visita guiada interrumpió a la guía entusiasta por el procedimiento de alzar la mano y, una vez que aquella le otorgó la palabra, el voluntarioso de hierro no se le ocurrió decir otra cosa que lo del carácter universal del magisterio de Goethe era hoy del todo falto de interés. La señorita de la repetición entusiasta selló su rostro con un apretón disimulado de los labios, que le duró el tiempo suficiente como para, ignorando las palabras que acababa de oír, poder seguir haciendo su trabajo que, por otro lado, al estar fundamentado en repetir siempre lo mismo conseguía enlazar, hasta hacer un ámbito temporal único, aquel tiempo de Goethe con nuestro tiempo de la visita. Sin embargo, le dije después a Duarte, tuvieron que ser la torpes e inoportunas palabras afirmativas del voluntarioso de hierro de marras las que me despertaran de la modorra en que, sin darme cuenta, me había metido yo solito. Lo que al final no me quedó claro, después de tener que aguantar la avalanchas agonista del voluntarioso de hierro, fue si lo hizo porque a la realidad actual le sobran ficciones históricas como, en definitiva, no dejaba de ser lo que nos estaba contando la guía. Duarte me lo aclaró de forma expeditiva, este tipo se ha apuntado a la visita guiada porque es lo que lo que le indica la guía, no porque tenga interés en saber algo de Goethe. Lo que a él le interesa es poder disponer de lo que se le ofrece, tal y como se lo cuenta el relato romo de la guía, que no deja de ser un catálogo de las ofertas municipal en el instante de quien la visita.