jueves, 30 de agosto de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 5

LO DESÉRTICO 
Una de las palabras que determinó los meses y los días anteriores al viaje al lado oeste de los EE. UU. fue el desierto. Durante toda mi vida la palabra desierto me ha sugerido estrabío y el consiguiente miedo que se ha ido nutriendo a su vez de distintos causantes a medida que ha pasado el tiempo sin que pusiera un pie en algún lugar que merezca catalogado como desértico. Mi inclinación a perderme en la geografía queda paliada en parte por mi proverbial memoria de los datos históricos. Y es que el desierto, como el mar, son los únicos espacios geográficos que carecen de memoria de cualquier tipo. Imagino, por tanto, que transitando por sus adentros estoy destinado a perderme y, al fin y al cabo, a morir en el intento. Una secuencia que no se me quita de la cabeza cada vez que pienso o, sobre todo, miro algo que tenga que ver con estos lugares. También se que toda la literatura al respecto me dirá que el desierto es el lugar de la imaginación por excelencia, al menos eso es lo que yo he leído. Hay, por decirlo así, una voluntad pactada de no escribir ni hablar mal del desierto., al contrario, el pacto es de adulación constante. De dejarlo siempre en un lugar irresistible en deseo insaciable de los lectores y espectadores, en un especie de no lugar que, aunque es del todo inhabitable, pueda habitar mejor ningún otro en la imaginación de los seres humanos si de lo que se trata es de de vivir una experiencia radicalmente a la intemperie. Lo cual parece sugerir que habitualmente vivimos encajonados y alineados en edificios en serie, a lo largo y ancho de calles y avenidas. Lo cual es innegable. O que el sedentarismo fue el principio del progreso material, al instaurar el comercio de lo excedentario, pero el final del progreso espiritual que solo avanza verdaderamente en espacios al aire libre. Lo cual es más discutible. Los aduladores del desierto, como no puede ser de otra manera tratándose de este tipo de temperamentos, son en su mayoría comerciales de las agencias de viajes y escritores de las revistas especializadas a ellas asociadas, que utilizan sin escrúpulos la jerga romántica de lo que dejaron por escrito los antiguos viajeros, la mayoría infectados por ese virus del siglo XIX y la mitad del siglo XX, para vender las delicias de pasarse un días bajo la influencia del desierto. Tanto es así que Elon Musk, el magnate norteamericano que está pergeñando organizar el primer viaje turístico espacial a Marte, se inspira en esta herencia que habita en los cerebros de los propietarios de las casas alineadas a lo largo y ancho de calles y avenidas de las ciudades modernas, para hacer deseable e inaplazable lo que no deja de ser algo parecido a darse una vuelta por el desierto del Mohave (camino de Kingman, donde concluía la primera etapa del viaje que estoy contando) aunque con el morbo de que no hay viaje de retorno a casa. No hay en el proyecto de Musk, por expresarlo así, la posibilidad de decir, después de la experiencia desértica marciana, que en casa como en ningún sitio. Lo cual obliga a construirse allí en medio de la nada o el todo marciano (según se mire) y dentro de una burbuja de oxígeno, una nueva urbanización de casas alineadas que darán lugar a nuevas calles y avenidas, y esperar a que algún día la tecnología que pongan en marcha los herederos de Musk (como ya ocurrió con aquellos primeros emigrantes del nuevo mundo americano) haga posible la exportación o explotación de oxígeno en el planeta rojo, y el retorno a la casa terrenal de tales pioneros turístico espaciales. En medio de estas ensoñaciones desérticas que, como podrás comprobar nada tienen que ver con el precepto romántico, lo que sí me aupó a un aspecto de ese ideal del que fervientemente si participo, fueron las idas y venidas constantes de larguísimos convoyes de trenes de mercancías que cruzaban el desierto tirados por dos, tres y hasta cuatro máquinas. Ni que decir tiene que el otro artefacto que enciende mi imaginación romántica, controlada y acotada, de este desierto son las caravanas y las diligencias de pioneros, tirada toda esa pesada carga, en este caso, por la fiebre dorada que  arrebataba a sus pasajeros, lo que añadido al calor reinante mantiene en lo más alto en el ranking de los delirios humanos a esta empresa decimonónica del oro californiano muy lejos de la que está imaginando Musk como la más grande odisea del ser humano. Y es que la imaginación humana (y el espíritu inquieto que no puede dejar de vivir, a su pesar, aprisionado en casas alineadas en calles y avenidas) tiene sus límites en el planeta que sostiene la vida corporal de la especie propietaria de aquella imaginación y aquel espíritu. No quiero que se me olvide mencionar a los jinetes solitarios que, sin saber de donde venían y a donde iban, cruzaron una y otra vez el desierto de Mohave huyendo probablemente de las casas alineadas a lo largo de calles y avenidas que comenzaban a proliferar por estos pagos del oeste norteamericano, instalados indistintamente a un lado y otro de la precaria ley existente, pero siempre cabalgando, tal y como nos los han mostrado una y otra vez las películas del oeste, en un espacio de horizontes inabarcables y en un tiempo sin principio ni final, sin un antes ni un después. 

martes, 28 de agosto de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 4

RUINAS E IMÁGENES 
Uno no deja de sorprenderse, por más que lo oiga como un mantra  cada día en boca de quien me rodea ya sea en formato digital o carnal, la capacidad ilimitada que tiene la industria del entretenimiento para entretener a sus súbditos. Lo cual está emparentado, como no puede ser de otra manera, con la capacidad igualmente ilimitada que tienen estos, a falta de otras motivaciones, para dejarse entretener, que coincide cabalmente con ese otro sentimiento tan genuina y permanentemente humano que es el de dejarse engañar, o auto engañarse. Pero lo que más me sorprende, si cabe, es el inconfundible lenguaje que tienen los unos y los otros (quienes entretienen y quienes se dejan entretener o engañar), a la hora de promocionar sus propuestas de entretenimiento y de divulgar sus entretenidas experiencias, mediante el que rechazan la semejanza entre los seres humanos, principio irrenunciable e irrebasable del humanismo. Ese lenguaje no es otro que el que llevan incorporado los dispositivos que utilizan los unos y los otros, cuya única función no es tanto comunicativa como gastronómica o pesebrista de todo lo que caiga bajo la influencia de sus focos. Mentiría si dijera que cualquier intento de contar hoy un viaje puede hacerse al margen de este delirio de glotonería que se apodera de quienes, desplazados provisionalmente de su lugar habitual de residencia, se encuentran provisionalmente en un lugar o frente a un monumento de esos que, al decir de los animadores del entretenimiento, tienen que “comérselo” con sus dispositivos desde un punto de vista previamente indicado y destinado a tal fin. Calico, el primer pueblo que me encontré a pocas millas de Los Ángeles, no fue una excepción, a pesar de que las condiciones para los pesebristas del clic no eran las más favorables. Es uno de esos lugares fantasmas, así calificado por la voz de los animadores de las guías de viajes, en el que el calor y el polvo tiene un protagonismo indudable. Lo que primero se me ocurrió pensar, nada más ponerme bajo la protección de una de las escasas sombras que encontré desocupada, fue el significado y alcance de la palabra fantasma. Sin más demora, y quizá debido al alivio momentáneo que me proporcionó la sombra, deduje que lo que pudiera haber de fantasmagórico en aquel momento y aquel lugar lo aportaban los pesebristas y sus dispositivos, que de forma intermitente iban llegando, cliqueando y marchándose, así por este orden, sin atender a otras disquisiciones o imponderables. Cualquier ceremonia de la tragedia humana que allí se vivió hace más cien años es imposible imaginarla hoy con estos saltimbanquis danzando entre lo que queda de sus calles y edificios, escuela e iglesia incluidos por supuesto. Para entendernos, Calico es el testimonio vivo por sí mismo, sin que pesebristas hambrientos de sus propios selfies, entre otras hambrunas que los acompañan, puedan llevárselo por más que metan sus ruinas, una y otra vez, en el fondo transparente de sus cámaras, es decir, nunca podrán llevarse lo que fue un pueblo minero que surgió al calor, nunca mejor dicho, de la fiebre del oro que padeció y gozó la parte occidental del continente norteamericano a  mediados del siglo XIX. Algo que sí han hecho quienes lo tomaron como motivo de inspiración de una parte de ese relato épico que hoy se conoce de forma genérica con el nombre de wéstern o películas del oeste. Hay dos películas que ocuparon mi mente una vez que crucé el umbral del aparcamiento donde se dejaban los coches y me dispuse a dar una vuelta por las calles polvorientas de Calico. La primera se titula “Raíces profundas”, dirigida por George Stevens y protagonizada entre otros por Alan Ladd, la segunda, que es un remake de esa,  se titula “El jinete pálido”, y dirigida por Clint Eastwood está protagonizada entre otros por el propio Eastwood. ¿Por qué auparme sobre los hombros de la ficción al recorrer las ruinas de la realidad? Primero para evitar comérmelas, tentación que no cesa dada nuestra condición de primates, a sabiendas de que aunque sus imágenes se alojen en mi cámara, la indigestión la tengo garantizada a medio plazo en la mirada, por acumulación de otras imágenes de otras ruinas que me esperan a lo largo del viaje. El segundo lugar, porque la ficción que se ha tomado en serio su trabajo, y las películas mencionadas así lo hacen, se convierten en mi propia naturaleza mientras paseo por Calico que, como otros pueblos mineros, de forma indirecta las inspiran, devolviendo a sus sus ruinas y calles polvorientas de hoy el esplendor verosímil que tiempo atrás imagino que tuvieron. 

viernes, 24 de agosto de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 3

AL VIAJAR, UNO ES OTRO
Hay todo un repertorio de frases escritas alrededor del hecho del viajar, a las que inevitablemente acudo para intentar decir algo sobre lo que haya podido dar de sí mi experiencia viajera concreta en cada ocasión. De todas ellas la que me resulta más enigmática e inaprensible es la de que cuando uno viaja se convierte en otro. Suena bien, y hasta pienso que es acertada y deseable para que la vida siga su curso, pero lo que no tengo claro es cuando y como y por qué se hace esa, digamos, transmigración del uno al otro. Pues cuando uno viaja es más uno mismo que nunca, sencillamente por razones prácticas de supervivencia. En todo caso, uno se convierte en otro después del viaje, sin saber muy cuando, si al mes o al año de haberlo efectuado. También sucede, de hecho es lo que más sucede, que no ocurre nunca, pues uno mismo es una carga demasiado pesada para que pueda hacer ese tipo de filigranas transmigratorias. El caso fue que el viaje a la tierra  que sufrió y gozó de la fiebre del oro, de la que nació el estilo moderno de especulación y usura, no pudo ser en su preparación e inicios un canto más disonante al yo mismo. Las doce horas vuelo que me esperaban y una literalidad a la hora de leer esa fiebre dorada original, tuvieron la culpa de ese protagonismo onanista. Respecto al vuelo, lo de siempre, contra lo dice la razón técnica, los aviones se caen por razones humanas, la menos razonable de las razones. Prueba de ello era mi absurda idea de que allí donde debería aterrizar, si es que eso al final se llevaba a cabo, todo estaba como en la época de los primeros buscadores de oro, con sus caravanas, sus despeñamientos y sus ataques de los indios hostiles. El yo de uno mismo, como puedes observar, es mucho más de lo que muestra en su lisa superficie donde surfea cada día. En fin, aunque parezca increíble el avión aterrizó en el aeropuerto de Los Ángeles (California), y yo mismo dentro estaba sano y salvo, de momento. Ya que hay creencia más absurda que la que se empeña en darle categoría científica a que al tocar con los pies en la tierra uno está más seguro que nunca, pero así son las cosas para los bípedos implumes. Así que al abandonar la rutina diaria hubo miedo incontrolado en lo inmediato y una voluntad de ficción en el horizonte que se dibujaba en los próximos días que, ahora que todo ha pasado y trato de ordenarlo por escrito, tal vez fueran las grietas por donde se iba a colar el otro y lo otro. ¿Es necesario ennudar así el cuerpo con el alma, y viceversa? Seguramente no. Pero ante la pregunta, ¿es necesario no hacerlo nunca?, la respuesta sería la misma. Porque las preguntas son otras, a saber, ¿qué hace uno en cada momento? ¿cuál es el sentido de ese esfuerzo? ¿a qué concede valor? ¿cómo construye su carácter? y, sobre todo, ¿qué comunica a los demás con su existencia? Y al tratar de darles una respuesta uno mismo debe saber que orilla de la realidad ocupa en ese momento y a que orilla del mapa corresponde, o dicho de otra manera, ¿qué cartografía, y que tipo de desplazamientos, necesitan nuestros viajes imaginados? Como dice, Cees Nooteboom, “Nunca podemos experimentar directamente la realidad. Siempre se producen imágenes, unas que nos acometen desde fuera y otras que son producidas por nuestra imaginación. Vivimos en un capullo de imágenes y es muy importante su clase: si son ricas, nuestra realidad también se enriquece; si son pobres, vivimos en un desierto. Así pues la relación entre realidad y ficción es más complicada de lo que se cree.” Entre lo que es viajar uno e imaginar mientras uno viaja, que ya es otro. Por aquí, todo bien. Había dado el salto oceánico y continental de un tirón, y la primera noche dormía en Venice Beach, lugar anclado en los años cincuenta. ¿Cómo volver a esos años si uno no es otro y los dos damos un salto en el tiempo?

jueves, 23 de agosto de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 2

DE LA BICI AL COCHE
Si mal no recuerdo, en este tipo de vacaciones veraniegas, digamos, de tres semanas de cuatro, que ha solido tener el calendario laboral al que he estado adscrito, las dos ruedas y los pedales siempre han sido los protagonistas principales de los desplazamientos que determinaban el itinerario que hubiera dibujado con antelación. Los otros medios de transporte, avión, coche, tren, autobús, han sido, por decirlo así, protagonistas secundarios o teloneros de la actriz principal en estos menesteres viajeros de largo aliento kilométrico y expectativas, la bicicleta. Sin embargo, en los viajes de corto aliento, puentes o fines de semana, no se ha producido una inversión de papeles, pues la bicicleta en estas ocasiones siempre se ha quedado en casa. Así que la novedad más importante a la que tenía que enfrentarme y adaptarme, era la de cambiar la bici por el coche como medio de transporte esencial y único en el viaje californiano o de la fiebre del oro. Lo he denominado así en recuerdo y homenaje de aquellos pioneros del siglo XIX, que con su desmesurada e incontrolable codicia transformaron para siempre, mediante las aventuras subsiguientes que acompañaron a aquella, la faz del continente norteamericano, además de darle la vuelta, hasta convertirlo en virtud, a uno de los pecados capitales con que la iglesia católica había mantenido a raya a la pobreza de la mayoría de sus feligreses, a saber, el deseo instintivo a poseer lo que no tenían y que, según ese giro, se lo merecían. ¡Haceros ricos que ya no es pecado!, sería la nueva luz que aquella fiebre trajo al mundo y que desde entonces no ha hecho más que extenderse por todo el planeta, hasta convertirse en la única que lo alumbra de uno a otro de sus confines. Tal y como consta en mis apuntes previos al viaje, fue Henry Miller quien dijo que “la única manera de ver América es en coche.” Lo cual si lo leo con atencion no deja de ser un efecto o daño colateral de esa codicia fundacional de lo americano que he mencionado antes. Hacerse rico porque ya no es pecado, deduzco, no es sinónimo de una vida mejor, sino de una vida más cómoda en tanto en cuenta que sea también más acelerada. Pues no olvido que la codicia de aquellos pioneros estaba ligada al ritmo que imponían las caravanas en sus desplazamientos hacia el oeste en busca del metal dorado, un ritmo similar al que pueda tener la bicicleta. Luego la única manera de ver América en momentos de máxima codicia y tiempos escasos por acelerados - habría que añadir a la frase de Miller - es el coche. Lo que pueda dar de sí la visión de este continente con la lente de la austeridad y el ritmo de los pedales pertenece al ámbito de la distopía. Una de las diferencias del uso de la bicicleta respecto al coche, no hay que insistir mucho en ello, es la desigual relación que mantiene esa extraña composición de cuerpo y alma que nos constituye con la distancia en el continente europeo, a la que estoy acostumbrado, respecto a la del norteamericano, de la que no tenia otra experiencia que la que me habían contado quienes habían estado allí antes. Dicho de otra manera, un recorrido de 500 kilómetros en bici o en coche en Europa puede estar lleno de significado y, por tanto, de sentido, pero en America puede ser solo un dato insignificante en un mapa, un dato que puede decir no haber llegado a ningún sitio todavía. La distancia que media entre el signo y el significado, entre el sentido y el sinsentido se rige por un diferente sistema de pesas y medidas, y no me refiero a que allí se utilice la milla en lugar del kilómetro y los grados farenheit en lugar de los celsius. Aunque el turista coremático de una orilla y otra del océano Atlantico tengan en común su insaciable codicia, el que no dispongan de todo el tiempo, como los antiguos pioneros, relativiza en parte la distinta percepción que tienen de las distancias.

miércoles, 22 de agosto de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 1

QUERER EL VIAJE
¡¡Disfrutad, disfrutad, aburridos malditos!!
Ya que no os atrevéis a cruzar la raya del segundo y tercer acto de vuestras vidas, arracimaros como bovinos en todos y cada uno de los lugares que el Gran Hermano del Turisteto os indica gustosamente. Lugares que se levantan así como un muro de las lamentaciones (las que hay detrás de las interminables risas y las cámaras de fotos y las audacias posturales) sobre aquella raya existencial irrebasable. Vértigo, vértigo, y más vértigo, es lo supura sin parar todo ese apelotonamiento humano, que es como se manifiesta, sobre todo en vacaciones, toda la fuerza del animal humano que llevamos dentro.
También puedo leer el turisteo como una olimpiada anual donde nos encontramos personas de todos los paises del mundo compitiendo por no volver a la rutina del país de origen.
El intercambio de datos con la terminal de información llamado 
“Info Pitagorin” es constante, cuesta no caer en esa tentación de competir con ella, pero “Info Pitagorin” siempre gana, siempre tiene la última “noticia dato tipo twiter” en el disparadero. 
La egolatría familiar de la clase media con que me encontraré se densificará arbitrariamente, miembro a miembro, durante los días vacacionales del verano californiano que me espera.
Solo saldremos de ese agujero sin fondo, donde nos hundimos en cada periodo vacacional dejando cada vez más pálida la vuelta de septiembre, mediante un plan común de ingenuidad aprendida. Pero eso es a posteriori.
La naturaleza la visitaremos y la celebraremos simplemente porque está ahí por obra y gracia de Dios o de lo que es más grande que nosotros y nunca entendemos su por qué. No tiene memoria. Solo es, siempre.
La ciudad la visitaremos porque es fruto de un relato oculto que descubrimos y celebramos conversando con el narrador y los personajes que lo han construido. Todo en ella es memoria y solo es cada vez que conversamos.
El Turista Coremático (un palabro que dará luz y sombra a esta crónica) es parte de la multitud pero se distancia de ella; disfruta del espectáculo de la ciudad y de la naturaleza, siendo sumiso con el segundo y crítico con el primero; observa lo que sucede a su alrededor pero también vuelca su mirada sobre sí mismo; acepta y al mismo tiempo se rebela ante el hecho de que su subjetividad está constituida por una vida urbana y con la naturaleza, con las que tiene una relación compleja.

La experiencia del viaje surgirá del trato con lo distinto (del otro y de lo otro), y solo lo distinto producirá la transformación del turista  coremático. Solo habrá experiencia si hay transformación de ese sujeto que decide abandonar el sedentarismo anual y lanzarse al nomadeo de unos días, no si su Yo continúa igual aunque más gordo debido a la información acumulada.

lunes, 20 de agosto de 2018

ALUMN@S BASURA

Más de doscientos años después de la declaración de los derechos del hombre, en la que, más o menos, se venía a decir que todos hemos nacido iguales y en condiciones de disfrutar de los mismos derechos, entre los cuales se destacaba el acceso libre de todos los ciudadanos a la cultura y la educación (alfabetización e información), para lograr un objetivo común: alcanzar la felicidad, Sonia Alcoriza, profesora de la cooperativa de enseñanza Hélade, ha decidido abandonar el aula donde lleva impartiendo clases desde hace trece años, porque no sabe muy bien cuáles son las funciones que tiene encomendadas en su trabajo allí dentro junto a sus alumnos. ¿En que medida la vocación ha abandonado a la ya veterana profesora de historia? Ella no quiere aceptar que su vocación la haya abandonado, ni tan siquiera que pueda estar cambiando y no se haya dado cuenta, simplemente piensa que la nueva organización de la cooperativa la ha dejado fuera. ¿Pero eso quiere decir que la misma vocación puede ser variable? No es que no cuenten con ella, es que le resulta muy difícil que ella pueda contar algo. La cooperativa de enseñanza nació con la intención de abrir una grieta en la fortaleza de la enseñanza convencional por donde entrara el aire fresco. Y en los primeros años pareció conseguirlo. Los profesores de entonces, sobre todo la que nombraron como directora de la cooperativa por razones estatutarias, pensaban que el efecto general de la educación debía ser el efecto de la vida sobre la humanidad. Lo que quiere decir que la educación es siempre pertinente en la vida, al margen de las contingencias de los profesionales de la política. ¿Es su impertinencia actual lo que hace pensar a Sonia Alcoriza que le han robado su vocación de docente, pues la han echado del mundo educativo recién cumplidos los cincuenta años? Le prometieron al entrar en la cooperativa Hélade progreso educativo pero lo que se ha impuesto, nuevas generaciones de docentes mediante, ha sido discontinuidad absoluta y lucha por el poder entre los fragmentos. Fuera ya del aula como se sabe, lo que sigue anhelando es permanencia y pertinencia educativa, lo mismos atributos que tiene la vida de los alumnos a quienes se ha dirigido durante todos estos años. Entonces, ¿la vida habría pasado, y yo me habría muerto en el aula como tantos otros desafortunados que no pudieron vivir?, piensa Alcoriza. Escuchar es lo que posibilita el hablar, es su causa no su consecuencia, continua la profesora autodesterrada. Si ya no hay posibilidad de inculcar esto a los alumnos durante su vida educativa, ¿lo que el sistema produce, desde la guardería hasta la universidad, son alumnos destinados a ser basura? Es decir, alumnos destinados a ser los residuos del propio rendimiento y eficacia de su mudez y sordera.

sábado, 18 de agosto de 2018

CAMINAR

“Algunos sostienen que no conquistamos la naturaleza humana poniéndonos de pie sino dando el (consiguiente) primer paso; sin embargo (y a pesar de los filósofos peripatéticos, de los legionarios romanos y sus carreteras y de los peregrinajes medievales), fue algo después cuando se produjeron las primeras reflexiones sobre el ACTO DE CAMINAR y la condición de quien lo lleva a cabo: sobre ambas cosas escribió Walter Benjamin, quien revisitó la obra de Charles Baudelaire para dar cuenta de la forma específica de habitar las ciudades que habría inaugurado el flâneur parisiense, cuyos contornos fueron trazados, además de por Baudelaire (en El pintor de la vida moderna, Taurus, 2013), por Honoré de Balzac, Anaïs Bazin (que lo denominó “el verdadero soberano de París”), Victor Fournel y Louis Huart (en Fisiología del flâneur, Gallo Nero, 2018). El flâneur es parte de la multitud pero se distancia de ella; disfruta del espectáculo de la ciudad y es crítico con él; observa lo que sucede a su alrededor pero también vuelca su mirada sobre sí mismo; acepta y al mismo tiempo se rebela ante el hecho de que su subjetividad está constituida por una vida urbana con la que tiene una relación compleja.”