martes, 28 de agosto de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 4

RUINAS E IMÁGENES 
Uno no deja de sorprenderse, por más que lo oiga como un mantra  cada día en boca de quien me rodea ya sea en formato digital o carnal, la capacidad ilimitada que tiene la industria del entretenimiento para entretener a sus súbditos. Lo cual está emparentado, como no puede ser de otra manera, con la capacidad igualmente ilimitada que tienen estos, a falta de otras motivaciones, para dejarse entretener, que coincide cabalmente con ese otro sentimiento tan genuina y permanentemente humano que es el de dejarse engañar, o auto engañarse. Pero lo que más me sorprende, si cabe, es el inconfundible lenguaje que tienen los unos y los otros (quienes entretienen y quienes se dejan entretener o engañar), a la hora de promocionar sus propuestas de entretenimiento y de divulgar sus entretenidas experiencias, mediante el que rechazan la semejanza entre los seres humanos, principio irrenunciable e irrebasable del humanismo. Ese lenguaje no es otro que el que llevan incorporado los dispositivos que utilizan los unos y los otros, cuya única función no es tanto comunicativa como gastronómica o pesebrista de todo lo que caiga bajo la influencia de sus focos. Mentiría si dijera que cualquier intento de contar hoy un viaje puede hacerse al margen de este delirio de glotonería que se apodera de quienes, desplazados provisionalmente de su lugar habitual de residencia, se encuentran provisionalmente en un lugar o frente a un monumento de esos que, al decir de los animadores del entretenimiento, tienen que “comérselo” con sus dispositivos desde un punto de vista previamente indicado y destinado a tal fin. Calico, el primer pueblo que me encontré a pocas millas de Los Ángeles, no fue una excepción, a pesar de que las condiciones para los pesebristas del clic no eran las más favorables. Es uno de esos lugares fantasmas, así calificado por la voz de los animadores de las guías de viajes, en el que el calor y el polvo tiene un protagonismo indudable. Lo que primero se me ocurrió pensar, nada más ponerme bajo la protección de una de las escasas sombras que encontré desocupada, fue el significado y alcance de la palabra fantasma. Sin más demora, y quizá debido al alivio momentáneo que me proporcionó la sombra, deduje que lo que pudiera haber de fantasmagórico en aquel momento y aquel lugar lo aportaban los pesebristas y sus dispositivos, que de forma intermitente iban llegando, cliqueando y marchándose, así por este orden, sin atender a otras disquisiciones o imponderables. Cualquier ceremonia de la tragedia humana que allí se vivió hace más cien años es imposible imaginarla hoy con estos saltimbanquis danzando entre lo que queda de sus calles y edificios, escuela e iglesia incluidos por supuesto. Para entendernos, Calico es el testimonio vivo por sí mismo, sin que pesebristas hambrientos de sus propios selfies, entre otras hambrunas que los acompañan, puedan llevárselo por más que metan sus ruinas, una y otra vez, en el fondo transparente de sus cámaras, es decir, nunca podrán llevarse lo que fue un pueblo minero que surgió al calor, nunca mejor dicho, de la fiebre del oro que padeció y gozó la parte occidental del continente norteamericano a  mediados del siglo XIX. Algo que sí han hecho quienes lo tomaron como motivo de inspiración de una parte de ese relato épico que hoy se conoce de forma genérica con el nombre de wéstern o películas del oeste. Hay dos películas que ocuparon mi mente una vez que crucé el umbral del aparcamiento donde se dejaban los coches y me dispuse a dar una vuelta por las calles polvorientas de Calico. La primera se titula “Raíces profundas”, dirigida por George Stevens y protagonizada entre otros por Alan Ladd, la segunda, que es un remake de esa,  se titula “El jinete pálido”, y dirigida por Clint Eastwood está protagonizada entre otros por el propio Eastwood. ¿Por qué auparme sobre los hombros de la ficción al recorrer las ruinas de la realidad? Primero para evitar comérmelas, tentación que no cesa dada nuestra condición de primates, a sabiendas de que aunque sus imágenes se alojen en mi cámara, la indigestión la tengo garantizada a medio plazo en la mirada, por acumulación de otras imágenes de otras ruinas que me esperan a lo largo del viaje. El segundo lugar, porque la ficción que se ha tomado en serio su trabajo, y las películas mencionadas así lo hacen, se convierten en mi propia naturaleza mientras paseo por Calico que, como otros pueblos mineros, de forma indirecta las inspiran, devolviendo a sus sus ruinas y calles polvorientas de hoy el esplendor verosímil que tiempo atrás imagino que tuvieron.