sábado, 30 de enero de 2016

¿POR QUÉ NOS CUESTA TANTO PONERNOS A LEER DE VERDAD?

Pongamos que es cierto que queremos aprender a leer (y escribir sobre lo leído) de forma poética, narrativa, en fin, literaria. Dejemos por un momento nuestros intereses oscuros del alma, y pongámonos bajo los focos relucientes de nuestra razón. Convengamos que lo que queremos decir cuando decimos “quiero aprender a leer”, es exactamente eso, “quiero aprender a leer”. Firmado el pacto sin la presencia de un notario, solo, ya digo, ante nuestra razón la pregunta se hace inevitable, ¿por qué nos cuesta tanto ponernos a leer de verdad? Nadie que quiere aprender a nadar sabe que puede demorar mucho lo de lanzarse a la piscina. ¿Por qué damos tantas vueltas al argumento (que es como dar vueltas a la piscina), demorando el meternos de lleno en las aguas procelosas del texto, y comprobar que no nos ahogamos, experimentar con las palabras que la vida es precisamente eso? Por decir a continuación lo de la falta de tiempo, y toda la catarata de disculpas que se nos ocurran, la pregunta no se evapora. Continúa, se hace mas ostensible, si cabe, si cada mes nos ponemos delante de un libro con la intención de compartir su lectura con los otros lectores: ¿por qué nos cuesta tanto ponernos a leer de verdad? ¿Por qué nos cuesta tanto hacer de esa experiencia lectora una "segunda corriente sanguínea" que corra paralela a la que nos da la fuerza para seguir viviendo? ¿Por qué consentimos que nuestra imaginación no levante el vuelo mas allá de lo meramente instrumental, haciendo meras faenas de aliño? ¿Por qué?

Yo diría que es debido, y es lo que quiero resaltar en este escrito, por un lado, a un método y, por el otro, al lugar donde se pone en práctica este método. El método es el ciéntifico. El lugar es eso que se conoce pomposamente con el nombre de la Academia. Método y lugar que atentan contra lo que necesita cualquier espíritu creativo, mas si cabe, si ese espíritu se inicia temblorosamente en su andadura creativa lectora, como es nuestro caso. No somos científicos, ni nos ganamos la vida dentro de los ámbitos académicos, pero la atmósfera que respiramos y que condiciona nuestras conductas esta constituida únicamente por tales componentes. Por ellos y por la industria del entretenimiento. Por lo tanto, nos hemos convencido a nosotros mismos de que no hay escapatoria posible. Para escribir algo sobre lo leído, para dar forma (escribiendo) y compartir lo que pensamos, necesitamos los avales que no tenemos. Necesitamos ocupar un  estrado en la Academia y estar envueltos por la vitola del método científico. Como no poseemos nada de eso, ni lo tendremos nunca, ergo, no nos queda mas remedio que callar porque todo es muy difícil y todo es muy complicado. Todo lo que pensamos mientras vivimos, son eso, ocurrencias de indocumentados. No es lo mas importante que nos pasa, ni se nos ocurre pensar que es también lo mas importante para los otros. En todo caso, y como siempre ha sido, nos queda la “taberna” para darle a la mojarra en forma de los variopintos y pintorescos chascarrilllos o chácharas que nos inventamos, hablando por hablar, que es el destino secular e inalterable de quienes ni piensan científicamenete, ni ocupan plaza en la Academia. "La sencillez del pueblo tiene también sus indudables y merecidos encantos que son totalmente respetables", rematamos la faena así con inusitado desparpajo populista. De nuevo, viviendo y sintiendo en el siglo XXI, vemos y nos comportamos en nuestro mundo como suponemos lo hicieron en el siglo XIX. En esas seguimos estando.

Para desembarazarnos de estos impedimentos tendremos que, primero, ser conscientes de que son ellos los que nos ciegan y  atenazan, paralizando nuestra potencial actividad creativa. Y, segundo, cambiar tanto el método como el lugar donde desarrollemos nuestras actividades lectoras y escritoras.

jueves, 28 de enero de 2016

UNIVERSALIDAD Y TOTALIDAD

La literatura es una tentativa de representar la existencia en su pertenencia a la totalidad, no un conjunto de tesis o leyes cuya veracidad exacta y universal puede discutirse. No debemos confundir lo Exacto y Universal con la Totalidad. Es decir, no debemos confundir la verdad de las leyes universales de la física (todo lo medible y contable que nos proporciona una conciencia general de la percepción), ni la utilidad o el daño de lo existente en tanto en cuanto es visible, con la Verdad del Espíritu, de la Conciencia o del Alma (llamémosle como queramos), que se afirma mediante el pertenecer a una Totalidad que se esclarece a sí misma y se limita. Esta Totalidad no se puede llegar a saber objetivamente; solo se comprende en ese movimiento de pertenecer mediante el cual el existente (el lector) y la cognoscibilidad entran en contacto. Para entendernos, es discutible la veracidad de la cosmovisión del universo tal y como la planteó la teoría Newton frente a la que propuso Einstein, pues la fuente de reflexión es la realidad material. Pero cuando la fuente de reflexión que define la verdad es la espiritual, como es el caso de la literatura, ocurre que ideas literarias antagónicas o contradictorias, por ejemplo, las de Dante y Don DeLillo, pueden ser ambas verdaderas.

Estas confusiones se deben, pienso yo, a que el desarrollo y esplendor de la novela como forma de representar la realidad coincide con el desarrollo y máximo esplendor de las leyes universales de las ciencias empíricas y experimentales durante todo el siglo XIX, poco minutos antes de que estas mismas ciencias, con la física a la cabeza, comenzaran a meterse en Un Lío (al menos desde la teoría de la relatividad) que desarrolló toda su capacidad liante durante el siglo XX, y del que todavía no han salido, arrastrando con su ímpetu a las otras ciencias experimentales y a gran parte de las artes representativas. Excepción hecha de la narrativa, que ha seguido conservando su precepto originario e inamovible: Alguien, el Narrador, le cuenta algo a otro Alguien, el Lector. Es decir, la narrativa conserva ese precepto permanente, en tanto en cuanto remite a lo divino, pues está ligado a esa Totalidad a la que sabe que pertenece, que indica que la realidad es, al menos, cosa de dos, sino es arbitrariedad, en el mejor de los casos, o locura en el peor. La narrativa no debe confundir las leyes generales del universo propias de su coyuntura histórica (ayer la mecánica newtoniana hoy la mecánica cuántica) con la Totalidad del mundo de siempre, que es lo que ella está llamada a representar. Eso la salvará de meterse en Líos, como le ha ocurrido a la pintura, la música y las demás formas representativas de la realidad, en parte "perdidas", a su vez, en el mismo laberinto en que cayó la física moderna a partir de Einstein.

Pero el ser humano sigue necesitando, por encima o debajo de la realidad más mostrenca, ennudada e inverosímil, la comparecencia en su existir de la Verdad. Y ésta solo comparece en el encuentro con ese binomio que es la expresión mínima necesaria para sostener a toda narración y que es, repito: Alguien con autoridad decide contar Algo a otro Alguien que decide escucharlo. La narrativa es la única, hoy y siempre, que puede hacer que esos dos alguien dejen de ser un par de don nadie. La verdad individual, la única realmente existente, ahí es donde se trata.

miércoles, 27 de enero de 2016

EL CORAZÓN ES UN CAZADOR SOLITARIO

Continuando con el comentario de ayer de la lectura de la novela "Reparar a los vivos", de la autora francesa Maylis de Kerangal, he de reconocer que me cuesta visualizar, por más que de forma teórica si lo tengo claro, que todo está relacionado con todo. Esa forma filosófica y poética que flota por encima o por debajo de nuestras precarias y contradictoras existencias. Y a la que toda existencia pertenece y se debe. Cuesta a un occidental como yo, más que entender, sentir esa máxima zen que el universo se estremece un poco en la muerte de un solo individuo, que la naturaleza de las cosas, así las vivas como las inertes, son recorridas por un ligero estupor sin origen cuando uno de nosotros desaparece. Pero la novela es eso. Nada más y nada menos. 

Los occidentales contemporáneos estamos acostumbrados a percibir - debido al poder desfocalizador de las nuevas tecnologías (no ocurría así, pongamos, antes de la llegada del ferrocarril y el telégrafo, cuando solo había catástrofes y pestes locales, con su influencia física y espiritual extensiva a toda la comunidad, un efecto catártico desaparecido y jamás restituido en las sociedades contemporáneas) - que ese estremecimiento y estupor mundial solo son capaces de producirlos fuerzas muy superiores a nosotros, como un terremoto, un tsunami o un acto terrorista de muertes masivas. Aunque en esos casos siempre quedamos a salvo y agradecidos, mientras escuchamos las noticias por Tv, por no haber estado en el lugar de los hechos. Sin embargo, las catástrofes pequeñas como los accidentes de coche mortales y las miocarditis irreversibles, son acontecimientos corrientes en el devenir cotidiano, como desayunar todos lo días después de levantarnos. Están ahí, y nos pueden afectar en cualquier momento, no importa el lugar donde nos encontremos. Aquí reside, pienso yo, el asunto de su rechazo social y, por tanto, la difícil aceptación de su representación literaria. No queremos saber de ellas, pues no son traducibles en espectáculo informativo sin que se nos caiga la cara de vergüenza, aunque todo se andará para que así sea. De momento los buitres de este negocio llevan a cabo sus aleteos y operaciones quirúrgicas en los países muertos de hambre.

Lo que en las grandes catástrofes lo percibimos como espacio y distancia, y total irresponsabilidad e impunidad, en las pequeñas se transforman en tiempo y conciencia, y absoluta responsabilidad y visibilidad. Ahora bien, si  ponemos toda nuestra atención bajo la lente que se merecen, estas pequeñas catástrofes tienen un efecto individual mucho más significativo que las grandes. La novela "Reparar a los vivos" se encarga de que el estremecimiento y el estupor se hagan durante el viaje simbólicamente desoladores, dibujando al mismo tiempo un mapa posible del alcance verdadero de nuestra compasión y entrega ante el sufrimiento ajeno, al igual que de nuestra ambición y oportunismo. Con un lenguaje minuciosamente detallista y pegado al latido de la urgencia que marca la lucha contra el tiempo del reloj histórico - además de tener que cumplir un protocolo implacable, en los menesteres de los trasplantes de órganos no hay tiempo de ese que perder - el narrador y los personajes convierten el naturalismo que marca el compás de ese protocolo y de esa urgencia, en la perspectiva de lo que van sintiendo, es decir, la flecha y el sentido de sus sentimientos, que al final lo son también del propio relato. Al contrario que el espectáculo de las grandes catástrofes televisadas, cuya llamada a la solidaridad universal todos sabemos que forma parte del guión mismo del show bussines mediático.

Hacia al final de la lectura apareció algo encomiable, antes de que se apoderara de mi el desánimo y la tristeza, y sobre todo brilló con toda su luminosidad cuando volví de inmediato al principio: apareció el consuelo y la lucidez frente a ese prodigio que es ver la existencia humana en todo su esplendor de vida y muerte, comprobando cómo estas dos honorables señoras se necesitan mutuamente para que aquella existencia, la mía y la de todos, sea posible todavía. Me refiero, claro está, al efecto catártico que producía en las personas el final de las catástrofes antiguas que mencionaba antes. Recuperado hoy con la ayuda impagable de la lectura. Aunque he de reconocer que, de momento, todas estas facultades antiguas pero de siempre, no cotizan en la bolsa del éxito y el bienestar de la mayoría de los lectores occidentales, oficialmente sanos e higienizados. 

Por lo demás la novela va de un chico de veinte años, que pierde el cerebro en un accidente de coche, pero no su corazón, que todavía sigue latiendo. Muerte cerebral es, según los nuevos protocolos médicos desde los años 50 del siglo pasado, el momento de la muerte oficial de un ser humano. Lo que quiere decir que si el corazón está todavía servible: ¡hay alguien por ahí con el corazón averiado, ademas de amor de miocarditis! Como Carson McCullers nos ha enseñado que el corazón es un cazador solitario, entonces, ¡manos a la obra!. Así comienza el viaje del corazón de Simon Limbres (20 años) hacia el hueco que espera dejar en el tórax de Clara Mejan (50 años) su propio corazón mortalmente averiado. Vale decir que Clara tiene un cerebro en perfecto estado de forma. Es un viaje, por tanto, con miedo, dolor, y consuelo. Trata, en definitiva, de todas las existencias humanas (y de los objetos inanimados que éstas manejan o se encuentran a su lado) que se sienten afectadas profesional y privadamente por esa traza existencial, por ese recorrido contra el reloj que va de la muerte de Limbres a la vida reparada de Mejan. Piden que los escuchemos antes que los comprendamos en toda la minuciosidad expositiva. Es una catástrofe pequeña, pero tiembla todo el mundo. Y días o semanas después de acabar su lectura estalló todo ese temblor en la cabeza y en el alma del lector. Me siento bien, curado, pues acabo soportando y entendiendo lo que en este mundo debe ignorarse o ningunearse, y en el que he de seguir viviendo, "amenazado" constantemente por esas pequeñas catástrofes inevitables. 

En fin, trata de todos nosotros, tanto de los que hemos leído la novela, como de los que todavía no lo han hecho. Pues todos, todos, nos encontramos siempre en algún lugar de ese inquietante, misterioso y fascinante periplo vital. Todos somos seres humanos vivos entre varias muertes. Las que ya hemos tenido, y la última, y definitiva, que nos queda aun por tener.

martes, 26 de enero de 2016

REPARAR A LOS VIVOS, novela de Maylis de Kerangal

Las primeras palabras de "Reparar a los vivos" me desconcertaron tanto como me hicieron sentir la enorme fuerza que las acompañaba en su forma de manifestarse. Una fuerza la "del corazón de Simon Limbres, ese corazón humano, él, se sustrae a las máquinas, nadie podría pretender conocerlo, y aquella noche, noche sin estrellas..." Como todas las fuerzas que nos llegan sin previo aviso, ésta del corazón de Limbres tuvo la "virtud" de sacarme de inmediato de los lindes de lo evidente, que es desde donde cualquier lector inicia la lectura de cualquier novela. Esa manera de empujar y empujar, tenía que ser por algo y para algo. Y hacia algún sitio para mí desconocido, "...mientras caía una helada impresionante sobre el Pays de Caux, mientras un oleaje sin reflejos rodaba a lo largo de los acantilados mientras la meseta continental retrocedía, desvelando estrías geológicas, emitía el ritmo regular de un órgano en reposo, de un músculo que se recarga lentamente - un pulso tal vez inferior a las cincuenta pulsaciones por minuto - cuando sonó la alarma de un móvil al pie de una cama estrecha y el eco de un sónar que inscribía en palotes luminosos en la pantalla táctil las cifras 05:50, y cuando de repente todo se precipitó."

No sabía muy bien lo que significaban estas primeras palabras pero su sabía que no podía abandonarlas, mejor dicho, que la fuerza que experimenté al leerlas no me abandonaría a mi. Una fuerza, la del corazón de Limbres, que como un motor iba a mover y distorsionar todo lo que me quedaba por leer. Colocado en el sitio de la lectura que el narrador de la novela me había advertido con sus breves palabras iniciales - escasamente una página - como el más conveniente, me dispuse hacer el itinerario de la misma. Ni que decir tiene que esa primera lectura yo solo intuí lo que dicho ahora pudiera parecer ser una convicción incluso previa al inicio de la lectura. Honestamente cualquier lector debe reconocer que nunca es así. Esa intuición de la que hablo solo es un síntoma de que había prestado a esa palabras fundacionales una aceptable atención. Lo cual es mucho, teniendo en cuenta que todo inició lector de una novela es un trato con lo desconocido, tanto respecto al narrador que habla como del lenguaje que emplea. De hecho empezar a leer una novela es escuchar las primeras palabras de la creación de un mundo que el narrador nos invita a recorrerlo en su compañía, al igual que nuestra madre lo hizo en su momento con las primeras y onomatopeyas que nos fue diciendo nada más nacer. Y de la misma manera que ese recién nacido no se enteraba de nada de lo que le decía su madre, pero tenia que seguir hacia adelante acompañado de esas palabras pues eras las únicas que tenía, así yo estuve bastantes páginas sin saber muy bien que estaba pasando en la novela y, peor aún, que me estaba pasando a mí al escuchar al narrador y a los diferentes personajes que iban apareciendo. Ni me enganchaba lo que escuchaba, una expresión frente a la que tengo todas mis prevenciones lectoras, ni llegaba el momento tan esperado de la sinapsis mental en el que todo empieza a conectarse de forma lenta pero laboriosa en mi cabeza y en mi alma. Resignado a llegar al final, a ver si allí encontraba la luz que había intuido se anunciaba en las palabras iniciales, fue cuando, habiendo leído dos tercios de la novela, escuché el turno de intervención del personaje Cordélia Owl (Pg.162) y entonces se precipitó todo, tal y como dicen las últimas palabras del aludido párrafo inicial. Fue como una congruencia tan inesperada como atractiva, fatal y escabrosamente sensual si se quiere.

"Cordélia Owl agita precisamente un paquete de cigarrillos ante Révol mientras se cierran las puertas del ascensor, bajó a tomar el aire un ratito, cinco minutos, le hace una señal en el resquicio que se encoge progresivamente, hasta que se le aparece su propio rostro, desdibujado en la pared metálica que no hace del todo de espejo ahí sino que plasma una máscara - se acabó la piel flexible y los ojos brillantes, impronta de la noche en blanco, esa belleza aún excitada: su cara se ha cortado como la leche, rasgos hundidos, tez turbia, un gris Oliva tirando a caqui en el fondo de las ojeras, y las señales del cuello más oscuras -. Ya sola en la cabina, se mete en el bolsillo los cigarros, extrae del otro el móvil (ese otro corazón que late arbitrariamente), echa un vistazo, nada de nada, comprueba las señales del aparato, se estremece, mira mejor, ah, no hay cobertura, ni el menor rumor, ni la menor casi pilla, de inmediato recobra la esperanza, él habrá intentado llamar sin conseguirlo, y, una vez en el entresuelo, alcanza corriendo una puerta de salida lateral reservada para el personal hospitalario, empuja la barra transversal y sale fuera;"

Valga decir que a Cordelia Owl, ayudante de Pierre Révol que es el jefe de reanimación del hospital donde ingresan a Simon Limbres, la conocí en el primer terció de la novela (Pg 92) Todavía no estaba en condiciones de escuchar, ya que estaba más preocupado con el argumento.  A lo que me refiero es que aunque mi razón sabe que el mundo en el que vivo no tiene propósito ni viene hacia mí con manual de instrucciones, mi alma, como le ocurre a toda alma contemporánea en el mundo de siempre, añora inexplicablemente el orden de la trascendencia y la garantía de lo que pueda ser ahí su relato. 

sábado, 23 de enero de 2016

REALIDAD Y VERDAD EN EL ACTO DE LA LECTURA

Hay lectores que solo se acercan a la literatura a través del argumento. Buscan en la  institución argumental una ventana al mundo, relacionarse con esa parte de la realidad que la novela cuenta y con la que pretende convencer al auditorio. Hay lectores que se acercan a la literatura a través de la asociación poética de sus palabras, buscando penetrar en la perspectiva que producen. Nadie, en su sano juicio, puede desmentir las emociones que tienen los unos y los otros en el acto de sus respectivas lecturas. Los primeros con el argumento. Los segundos con la estética poética que se desprende de aquellas asociaciones. Pero, igualmente, nadie puede desmentir que son dos tipos de lectores diferentes, y, lo mas importante a resaltar, incompatibles en un mismo club de lectura. Los primeros buscan, como ya he dicho, la realidad. Los segundos, la verdad. 

¿Que diferencia hay entre realidad y verdad? Realidad son las peripecias, por ejemplo, de un joven marino llamado Martín Eden (título de la novela de Jack London) para escalar socialmente mediante el uso y abuso de la literatura. Verdad es lo difícil que resulta, en todo tiempo y lugar, compatibilizar el hecho de vivir la vida con su necesidad inaplazable de imaginarla creativamente mas allá de sus estrechos límites. Realidad son los datos coyunturales o históricos de la época en la que vive Martín Eden, es lo medible y contable de esa época. Verdad son los símbolos intangibles de lo que sucede siempre, en todas las épocas, y que los imagina la propia vida frenética de Eden. Realidad es el ruido de esos datos. Verdad es el silencio que produce en el lector leer la novela de Eden, que no significa la ausencia de ruido, sino una sonoridad inquietante, muchas veces agónica, que resuena en su interior perplejo, que no deja de aspirar a volver a ser armónico.

¿Por qué es difícil, por no decir imposible, que estos dos tipos de lectores puedan compartir el espacio y, sobre todo, el tiempo narrativo de un mismo club de lectura? Porque los que quieren la realidad se mueven por impulsos explícitos, palmarios, demostrables, sin embargo, a los que buscan la verdad les orientan los impulsos callados, ocultos, ininteligibles y, por tanto, susceptibles de hacer llegar la luz hasta ellos. Porque, cuando se les pregunte sobre lo que han leído, los realistas harán un resumen, mas o menos largo, del argumento, mientras que los verídicos dejaran un par de preguntas sobre la mesa. Porque los realistas raramente asocian la lectura con la escritura, mientras que los verídicos las consideran dos caras de una misma moneda, la literatura. Porque los realistas leen con un ojo puesto sobre la novela y el otro sin perder de vista lo que ocurre en  la vida, padecen un estrabismo incorregible, mientras que los verídicos leen convencidos de que lo que ocurre en la novela ocurre solo en esa novela que leen, no ocurre en otra novela,  ni ocurre, por supuesto, en la vida. Porque, en consecuencia, los realistas leen muy pegados al lenguaje de la vida, ignorando la significación del lenguaje literario, mientras que para los verídicos el lenguaje de la novela que leen es lo que construye esa novela, es lo único que existe al leer, ningún argumento puede reemplazar la fuerza y la perspectiva que generan la asociación poética de sus palabras. Porque los realistas leen para disfrutar de la ilusión efímera de poseer una parte del mundo de afuera entre en sus manos durante un puñado de páginas, mientras que los verídicos saben que leen un mundo inventado por las palabras que leen, y están dispuestos a arriesgarlo todo, manchándose incluso las manos y el alma, deambulando entre los rincones obscuros de ese nuevo mundo con tal de sentirlo y entenderlo. Quiero decir que están dispuestos a escribir sobre lo que leen, hasta hacerlo inteligible para si mismo, y dárselo después a leer a los otros lectores. Todo lo cual significa el máximo exponente de honradez, valor y fortaleza, de riesgo en definitiva, en el acto de la lectura. ¿De qué podrían hablar, qué podrían compartir, vinculado a su experiencia lectora, lectores con intereses tan disímiles?

¿Qué tiene de malo el argumento en una narración moderna? Nada, siempre y cuando no sea un obstáculo insalvable para que sus palabras puedan protagonizar la gran ceremonia de la imaginación poética humana en que consiste aquella. Nada, ya que hemos de convenir, también, que es imposible concebir ninguna narración sin argumento, es decir, sin nada que comunicar acerca de algo a alguien.

viernes, 22 de enero de 2016

CUANDO LA CORRUPCIÓN LLEGA AL TUÉTANO MISMO DE LA PALABRAS

Me sigue pareciendo sorprendente, después de lo que ha llovido y esta lloviendo, que, en un momento del día, sigamos utilizando la locución: “voy a ver lo que está pasando en el mundo”. Y que para satisfacerla nos pongamos delante de la tele, de la radio o de cualquiera de los periódicos en papel o digital que se publican. A nadie se le ocurre, o yo al menos nunca lo he oido, decir: “voy a ver lo que esta pasando en mi mundo”. Y a continuación leer unas páginas del libro que se tiene entre manos y escribir, pongamos, una docena de rayas sobre lo leído. Enviando, a continuación, el resultado a los otros lectores que comparten esa lectura con uno.

Y digo que me sorprende porque, sinceramente, la locución “voy a ver lo que está pasando en el mundo”, después de haberla escuchado infinidad de veces no sé que significa. Y menos aun entiendo el sentido de acudir a los medios de comunicación, creyendo que ahí nos van a dar la respuesta adecuada. Sin embargo, “voy a ver lo que está pasando en mi mundo”, se entienda o no lo que allí está pasando, nadie me puede negar que es una expresión que se ajusta mas a nuestra hechura como seres humanos. Y es aquí donde, creo yo, se encuentra la explicación mas plausible de nuestra estrávica conducta. La visión panorámica que nos ofrecen los medios de comunicación sobre como va el mundo no nos compromete a nada. Propiamente nos convierte, por mas que acudamos cada día a su reclamo publicitario, de manera permanente en nadie. Mientras que la lectura de una novela nos obliga a adoptar un punto de vista, que es el nuestro, único e irrepetible. Nos hace sentir que somos alguien.

Todo esto que digo lo sabe de sobra cualquier ciudadano actual. Sin embargo la pregunta no se desvanece: ¿por qué, sabiéndolo, consentimos que la visión panorámica e impersonal de ver lo que está pasando en el mundo engulla, fagocite a la del punto de vista, íntimo e irrepetible, de ver lo que está pasando en nuestro mundo? ¿Por qué, sabiéndolo, la mayoría de los lectores hablan aupados en la atalaya de esa mirada panorámica, sin poder tener compromiso alguno, ahí, con lo que han leído? ¿Por qué les cuesta bajar al albero, cara a cara con el narrador y con los otros lectores? Por más que las preguntas no se desvanezcan y aticen con fuerza, la respuesta inalterable surge altiva e imperiosa con mas saña, si cabe, por parte del sujeto en cuestión: “de como está yendo mi mundo solo hablo delante de mi psiquiatra o mi abogado, cuando lo necesito”. Entonces, solo se entiende la expresión: “voy a ver lo que está pasando en mi mundo”, en el caso de que vaya mal, es decir, cuando la vida duele. Y solo se habla de ello delante de un experto. Ergo, ¿qué fiabilidad tienen las palabras que se dicen cuando la vida nos va bien, que suponen el 99,99 de las que utilizamos? La misma que les otorga y reconoce el Diccionario Oficial de la Real Academia de la Lengua, donde se encuentran almacenadas y ordenadas, dispuestas para el uso de quien así lo decida. La verdadera Democracia Lingüística esta ahí, en ese Diccionario. Y también el sueño ideal, la máxima aspiración de todo lector hoy, convenientemente conectado. La forma actual de creer ser alguien hablando o leyendo, para continuar siendo verbalmente ciego. Es decir, un don nadie.

Si nos fijamos con atención el uso del dinero y de las palabras, vistas así las cosas, tienen vidas paralelas. Unas alojadas en el Diccionario y el otro en el Banco. Unas atendidas en sus desvaríos por un psiquiatra, el otro por un abogado. Sospechosas las unas y el otro colaboran, sin embargo, en una misma labor instrumental al amparo de tales instituciones: hacer que nos podamos relacionar y saber del mundo sin correr, ni hacer correr, riesgos relevantes. Y, lo más importante, por el mismo precio y las mismas frases hechas de consumo diario, olvidarnos para siempre de la pesadez, y el riesgo imprevisto, de tener que sentir y bregar con la obscuridad e incerteza de nuestro propio mundo. Olvido que nos posibilita, a su vez, alcanzar ese momento del bienestar en el que la felicidad a base de no sentir, coincide con la definitiva e irreversible corrupción de los sentimientos. Sin perder por ello un ápice de nuestra honorabilidad ciudadana. En esas estamos.

jueves, 21 de enero de 2016

LO DIFÍCIL ES NO SALIR DE CASA

Leer y escribir nos alivia del ruido que emite el cansancio - como dice el filósofo coreano berlinés Han -,de estar siempre con nosotros mismos, sin llegar a ser nunca nosotros mismos, ni tampoco ver a los otros. Del ruido que nos producen las palabras que a diario pronunciamos que, al contrario de los otros excrementos, no se van cañerías abajo, sino que se quedan dentro de nosotros intoxicando todo lo que nombran. Entrar en un libro es comprobar como desaparece ese ruido. Escribir es intentar darle forma a lo
que hace con nosotros lo que lo sustituye. Escribir es descansar. No sé, hay muchas formas de decir todo esto.


Pero a mi lo que me parece difícil es que volvamos y nos quedemos en nuestra casa. E intentemos desaprender, ahí dentro, todo lo que hemos mal aprendido afuera, desde que nos fuimos. Como decía Pascal, todos los males que aquejan al ser humano son debidos a que no es capaz de quedarse en casa. Todo podría haber sido diferente, si no nos hubiera dado por soñar como dioses, sin darnos cuenta de que sólo alcanzamos a pensar como pordioseros (Holderlin). Los hay que sugieren volver al Renacimiento de nuevo. Y desaprender todo lo que nos han hecho aprender de forma obligatoria desde la Ilustración, en nombre del Progreso.

Todos, al amparo de la cultura de este inigualable continente, viviríamos mas tranquilos sin la servidumbre que nos ata al Progreso,  a su exclusividad en la forma de pensar y de saber. Aunque no se que íbamos a poder leer y escribir, sin ruido del que huir, ni cansancio del que descansar. Tendríamos que volver a marchar de casa. Y volver a sentirnos solos en la ciudad, soñando como dioses y pensando como pordioseros. Solos y cansados, produciendo, otra vez, ruido a mansalva. Eso o volver a resucitar a Dios, y pedirle disculpas por haberlo matado. 

Leer y escribir, entonces, en nombre de dios, del progreso, o para huir del cansancio, el ruido y el aburrimiento. Eso es todo lo que hasta ahora hemos sido capaces de ofrecer al mundo.

miércoles, 20 de enero de 2016

CON EL ÁNIMO DE ACLARAR

Yo sé, por propia experiencia, que es muy fácil decir que hay que abandonar la visión panorámica y adquirir un punto de vista sobre el mundo. La frase suena bien, está bien construida, porque está bien modulada. Y tal. En fin, tiene música, lo cual pone en buena disposición a quien quiera oír su melodía. Pero, reconozco, que decir que hay que abandonar la visión panorámica de la grada y bajar al albero para adquirir un punto de vista propio sobre el mundo, para algunos lectores puede que no signifique nada. Y se queden allí arriba, no por pereza, sino por no saber que tienen que hacer aquí abajo.

A lo que me refiero al hablar así es al ámbito de la literatura y no al de la vida. Si en la vida todo está a servicio de mantener la maquinaria corporal (cerebro incluido) razonablemente en pie cada día, en la literatura todo está a servicio de que el alma, o la mente (o como cada cual quiera llamar a eso) adquiera, inmersa como lo está en sus tinieblas, la máxima lucidez posible. Si en la vida todo se mide y se cuenta, en la literatura todo tiende a ser intangible. Dicho esto, queda claro que cuando yo me refiero a que hay que dejar la visión panorámica de la grada y bajar al albero para adquirir un punto de vista propio, no estoy hablando de una plaza de toros. La grada y el albero son en la literatura dos lugares del alma, no de la vida. Dos símbolos, dos metáforas, como el alma lo es, a su vez, de la vida de la maquinaria corporal y su ordenador cerebral. Las palabras son las mismas, pero distintos son el lugar que ocupan y el alcance de lo que nos quieren decir. 

Así como en la vida, tal y como ya he dicho, todo es medible y contable, todo es tangible y a servicio de una cuenta de resultados anticipadamente prevista, en el alma todo es inconmensurable. Decidirse a tener un punto de vista propio lleva aparejado: primero, el reconocimiento de esa inconmensurabilidad de fondo de las cosas; segundo, que ahí solo podemos acceder, no con el metro y la calculadora, no desde el centro de operaciones de nuestro cerebro, sino desde otra inconmensurabilidad: la de nuestra imaginación. Aunque nos parezca increíble este encuentro entre inconmensurabilidades no suponía ningún problema para nuestros antepasados del medioevo, es más, estar ahí metido era su forma de vida. Somos nosotros quienes, totalmente mediatizados por el paradigma científico empírico, no damos un paso sin saber cuanto nos va a a costar el envite, ni dejamos ver nuestros sentimientos sino es cambio de algo medible y contable, algo que llevarnos al coleto. De ahí la dificultad extrema que tenemos para inmiscuirnos en el ámbito de la literatura, donde todo se mueve mediante el rigor de la imaginación, nada con la exactitud de la ciencia empírica. Resumiendo: tenemos el rigor frente a la exactitud, la inconmensurabilidad de fondo de las cosas y del alma, frente a la transparencia de su cálculo y medida en la superficie.

Pero la pregunta continua, ¿qué es el punto de vista? Es zambullirse en la inconmensurabilidad del alma y del fondo de las cosas, volviendo a la superficie con una forma visible y comunicable fruto del esfuerzo de esa inmersión. Una forma estética dicen los entendidos. Una novela, un cuadro, una sinfonía, una escultura, una película, una representación teatral, una danza, etc. son diferentes formas estéticas que ha construido la firme determinación de su autor de tener un punto de vista. Son, mejor dicho, el punto de vista mismo. El lugar de su alma desde donde ve, oye, huele, toca, goza y sufre el mundo donde vive. Ni que decir tiene que cualquier lector, espectador, oyente,  gustador, gozador y sufridor, que quiera comunicarse con ese punto de vista está obligado a adquirir el suyo propio, haciendo exactamente lo mismo que los autores de aquellas obras, pero recorriendo el camino al revés. 

Leer no es otra cosa que recorrer el camino inverso que ha recorrido antes el autor (narrador mediante), caminando siempre dentro de las inconmensurabilidades aludidas del alma, el fondo de las cosas y la imaginación. Es entonces, y sólo entonces, cuando el lector puede sacar a la luz - y esto es lo que hace grande el itinerario de su lectura, lo que lo convierte en una experiencia creativa única e irrepetible, pero necesariamente comunicable - sus propias dudas y expectativas. Su propio punto de vista. Ese lugar de su alma desde donde, por fin, ve, oye, huele, toca, goza y sufre el mundo donde vive su maquinaria corporal y el centro de operaciones de su cerebro.

martes, 19 de enero de 2016

DE LA EXPOSICIÓN DE INGRES A LA DE KANDINSKY

El caso fue que me pareció conmovedora (quiero decir, me movió el alma) la exposición del pintor francés, en tanto en cuanto sus retratos supieron traerme al presente actual aquel pasado que representaban. Es decir, componían el presente del pasado, algo que solo se puede hacer con lenguaje poético. Ingres, pinta a los hombres de la burguesía emergente sin ocultar sus acusados rasgos prepotentes y perdonavidas. Fue, tal vez, la última vez que los poderosos se dejaron pintar así. Luego, con al avance del siglo XX, empezaron a convertirse en sombras impenetrables. Ingres pinta también a sus mujeres, que lo protegen y lo adulan, destacando lo terso y pulido de lo que dejan ver de sus cuerpos y los minuciosos detalles de sus vestidos y complementos. Son cuadros que se hacen presente en lo bello digital de hoy. Los cuadros de Ingres forman parte de una tradición pictórica que sigue imitando la obra de Dios, hombres y mujeres incluidos, adaptados al tiempo en el que vivieron. Y, por tanto, cuando un espectador actual los mira no puede por menos de emocionarse, a favor o en contra, pues la realidad que estos le ofrecen es una realidad reconocible y compartida en el fondo del alma del propio espectador. Porque Ingres sigue pintando desde esa misma alma común del mundo. Uno ve al señor Bertin y ve a un tipo del siglo XIX, pero siente su mirada como la de quien detenta el poder en cualquier tiempo y lugar. ¿Quiere decir eso que cuando los vanguardistas y revolucionarios de principios del siglo XX dieron por muerto a Dios, éste se escondió hábilmente en sus adentros? ¿Cómo pudieron creer en semejante osadía si a Dios no lo habían visto nunca, únicamente a sus representaciones? Son preguntas a las que nosotros, los herederos del todos aquellos disparates, no nos hemos atrevido a responder todavía, pero que a medida que nos alejamos de aquellas fechas fatídicas, hace ahora cien años, se hace más apremiante que lo hagamos, pues el runrún de lo que habite en nuestro interior no sólo no cesa, sino que aumenta cada día.


Sin embargo, los cuadros y composiciones geométricas de Kandinsky sencillamente me dejaron en el mismo sitio, pues me mostraron, sin variación distinguible desde la ultima vez que los vi, el pasado pictórico que antecedió al presente actual. Es decir, registraban notarialmente el pasado del presente, lo cual solo se puede hacer mediante le lenguaje histórico. Kandisky, aún con un alma  y una fe atormentada, decide probar a pintar sus círculos, cuadrados, triángulos y sus manchas de colores desde la Diosa Razón exclusivamente Humana del momento histórico en el que vive, a ver si así se curaba de sus crisis de fe, con una voluntad decidida a hacer como artista lo que le venga en gana. La composición inobjetiva de los colores en los cuadros de Kandinsky fue lo que me hizo verlos no como acontecimientos artísticos, sino como un gesto histórico de una voluntad datado a principios del siglo XX, que fue el inicio de lo que luego se ha llamado arte abstracto: liberar a los colores de toda esclavitud objetual, es decir, que el verde no dependa de la hoja de parra que lo soporta, y que se manifestara de forma autónoma con todo su poderío y esplendor. Como dijo Kasimir Malevich - artista soviético, con quien el artista ruso Kandisky se reunió en las primeras horas de la revolución soviética, en las que todo fue posible incluso el certificado oficial de la defunción de Dios por decreto revolucionario - en la hoja de parra y en las figuras humanas de la pintura burguesa se veían indefectiblemente la figura del Dios Creador. La Revolución Soviética no podía tolerar eso. Los pintores abstractos creyeron, entonces, que era hora de cumplir, porque era superior, una misión 
histórica, antes que conseguir la visión artística que por oficio les correspondía. 

¿Hay progreso en las composiciones de Kandinsky respecto a los cuadros de Ingres? 

A Ingres su fiebre iconográfica le llevó por caminos variados, que van desde la mitología griega a los retratos de los prohombres y las mujeres de su tiempo. Un tiempo biográfico longevo que le permitió vivir gran parte de los avatares del cambio de rumbo de la humanidad, que propiciaron las revoluciones burguesas del siglo XIX. A Kandinsky su arrebato de iconoclastia no lo alejó, sin embargo, de la poesía, que escribió primero en forma de libro: "De lo espiritual en el arte". Pero si abrió los caminos para las nuevas formas de pintar, que aplicaría obsesivamente Picasso: yo no pienso lo que veo, sino lo que pienso. El ojo que piensa.

sábado, 16 de enero de 2016

LEAMOS Y ESCRIBAMOS PARA GANAR NUESTRA VIDA

propósito de un debate sobre qué era la literatura, leí hace tiempo que una alumna de un instituto de secundaria respondió a la pregunta de la siguiente manera: “Ya sé lo que significa leer y escribir. Leo y escribo no para ganarme la vida, sino para ganar mi vida.”

Todos tenemos una vida. Unos la vivimos ya en el tercio final. Otros la están comenzando a vivir en el tercio primero. Unos nos la seguimos ganando a veces como queremos. Otros siempre como nos dejan. Para los que ahora empiezan a ganarse la vida no creo que vaya a ser muy diferente en un futuro inmediato. Sin embargo, tanto alrededor del último tercio de la vida como del primero, existe de forma sombría y misteriosa, de forma más o menos explícita una común y única pregunta: ¿cómo me estoy ganando mi vida? Una pregunta que, si nos fijamos con atención, achica, hasta hacerla insignificante, la diferencia de edad abismal antes aludida. 


Este es el campo de diálogo que propongo para los Amigos Literarios, el lugar de uso y de significación de las palabras, de todas las palabras.

viernes, 15 de enero de 2016

AMIGOS LITERARIOS

Frente a la escasez o la rareza o la estulticia de los amigos sociales o familiares habituales: los amigos literariosUna nueva forma de amistad para tiempos de cansancio. Del cansancio de pertenecer a una sociedad obligatoriamente positiva y optimista. Y, como no, estresantemente amable y amistosa.

Los amigos literarios trataríamos de entender, mediante nuestras lecturas y escrituras compartidas, la creciente complejidad del mundo humano. Comprobando la irreductible ambigüedad que afecta a las respuestas pretenciosamente simples e innecesariamente dogmáticas, que demasiadas veces tenemos que padecer cuando nos encontramos escuchando a aquellos otros amigos. 

Nuestro deseo común sería, al fin, aprender a volar a nuestro aire en una atmósfera de libertad, sin dejarnos vencer por el miedo ni por la supuesta obligación de seguir rutas perfectamente marcadas, y a confiar en que, aunque no podamos encontrar respuestas definitivas para casi ninguna de las preguntas que más nos interesan, podamos seguir confiando en las palabras honestas de quien nos cuenta lo que lee, mejor dicho, lo que siente y hace con lo que lee. Lo que le parece el mundo. Si conseguimos acercarnos a esto, también podemos decir que vendrán días felices.

jueves, 14 de enero de 2016

IDA, película de Pawel Pawlikowski

Así acaba la reseña de la película, "Ida", que leí en una revista de cine: 
“Con reminiscencias, al menos en sus aspectos formales, del cine de Bergman o del de Dreyer, ‘Ida’ llega a ser  un contundente análisis de la fe, entendida  en su sentido mas amplio y no solo el religioso. Es esta profunda convicción y respeto por los sentimientos íntimos y la capacidad de transmisión de sus imágenes, reduciendo el texto a la mínima expresión, la que confiere una grandeza inesperada a la obra y que nos emociona no obstante el frío aparente de unas imágenes casi estáticas y ascéticas, pero que permiten apreciar los pliegues del corazón y adivinar cada uno sus latidos."  

A los latidos de mi corazón, tan incontestables en su aspecto biológico como misteriosos si me atengo a sus razones emocionales o sentimentales, le convendría más que la película se hubiese titulado ,“Una tumba”, en consonancia con esa ambigüedad e incertidumbre. Pues una tumba es ese lugar donde todo se desliza hacia la nada, bajo la mirada desconcertada y melancólica de quienes esperan temerosos y callados su turno, aunque en realidad en esa escena - eternamente la misma y siempre diferente – se despliegan toda la potencia de las horas vividas, de los recuerdos que emergen desde el fondo magmático del tiempo. En esa tumba, la presencia fantasmal de los huesos de sus moradores (Roza y su familia) se une, como en un ensalmo, a la vida presente de su asesino y de sus deudoras sentimentales (Wanda e Ida). Es delante de esa tumba donde todos dan fe del itinerario de sus destinos. Es esa tumba la única que los emulsiona. Donde se evocan las pérdidas, se convocan sus duelos y se imaginan sus consuelos. Y, también, la venganza.

Sin embargo, la fe de Ida y el nihilismo de Wanda no emulsionan por el solo hecho de que la segunda busque a la primera, mas bien se amontonan o se acumulan en su peripecia conjunta. No sé muy bien que hacer con ello. Soy incapaz de ver con claridad a través de ellas. Me cuesta entender porque el nihilismo suicida de Wanda busca la fe inocente de Ida. Un personaje roto junto a otro que no se puede romper: ¿la fe es lo único que nos salva? ¿Ese es su contundente análisis a que alude la reseña del principio? No digo que la fe y el nihilismo me sean ajenos. Podría ser por qué, ¿Ida - el ángel postrero de Wanda - sale del convento para tratar de salvarla? ¿Es que Wanda - cuando la conocemos es fiscal general del Estado polaco - no tenía fuerza y poder para llegar por si sola a la tumba desconocida de su hermana y su hijo, que es lo que quería? ¿Necesita Wanda - ella que tiene las manos manchadas de todo - la fuerza y el olor de la fe limpia de su sobrina Ida, para acometer la empresa que desea: enterrar como es debido a sus seres queridos? ¿Explica todo ello su salto por la ventana lanzándose al vacío?

Me complació ese aire, en la tertulia posterior, de no tener prisa para alcanzar algún tipo de claridad por parte de los comensales. Como en todas las tertulias, a esas horas, el menú fue el único relato convincente y fiable. De lo único que de verdad sabíamos. Me gustó esa trajín cruzado de silencios y de miradas, que invitaban a colocarse pacientemente delante de lo que cada uno estaba pensando con lo que acaba de ver: pensando en lo que no sabíamos. Eludiendo hacer un recuento - punteando, como se hace con la lista de la compra, lo que ya sabemos que hemos comprado - de lo que nos había mostrado Pawlikowski o lo que nos decía la reseña. He dicho una tumba porque de todo lo que se nos mostró me pareció el lugar, que desde lejos, mejor nos convocaba a todos. Seamos polacos o no. Seamos creyentes o no. Una tumba es el centro simbólico desde donde se debería haber narrado, a mi entender, la película. 

Respecto a la excelente fotografía y planificación de la película, ¡cómo negarlas! ¡cómo estar en su contra! Pero son aspectos técnicos que no me predisponen, por si solos, a encontrarme con Wanda e Ida. Propician, eso sí, la exuberante e indiscutible exaltación de los escritos de algunos críticos, que al leerlos inducen a pensar - al igual que con la reseña que aludo al principio - que quienes los han escrito han encontrado soluciones definitivas para los aspectos de las experiencias humanas que nos cuentan, tratando de incitar al espectador a ver desde ahí la película. Pero, ¿qué hago yo al lado de tanta algarabía sabelotodo? Si no consigue acercarme al latido oculto de las almas de Wanda e Ida, que es lo que está pidiendo la soledad silenciosa de la mía al atreverse a salir al mundo.

miércoles, 13 de enero de 2016

ADVERTIRNOS Y PONERNOS A PRUEBA

Lo que le sienta mejor a la historia de Ian McEwan es advertencia y prueba. "Amsterdam" es una advertencia y una prueba para los lectores demasiado crédulos, todavía. Yo mismo. Se puede creer en el mundo como algo que tiene sentido, y que son una panda de desalmados los que se lo quitan. Se puede creer que el mundo tiene sentido en sí mismo, y antes de que nosotros mismos existiéramos. Pero eso no deja de ser nuestra visión del mundo, no el mundo. Pero, también, puede uno atreverse a ver el mundo tal y como es, sin esta pálida fe que nos queda del romanticismo de hace doscientos años. Esa fe o cualquiera otra, claro está. Entonces, ante ese atrevimiento, ¿cual es la verdad del mundo, y cuanta necesitamos o estamos dispuestos a soportar? Al leer "Amsterdam" no estamos ante una vision psicológica, sociológica, artística o politica, sino ante una visión donde las pasiones, deseos o intereses de sus protagonistas son un conjunto de fuerzas, uno mas dentro de la naturaleza, que se desatan, sin origen ni control, sobre la sociedad y sobre ellos mismos. Y sobre los lectores que estén ahí, entre ellos. Un conjunto de fuerzas chocando unas contra otras, pugnado como alimañas por imponerse las unas sobre las otras. Todo ello, eso sí, aderazado de forma muy educada, calculando al milímetro los tiempos y las distancias, que para eso son tipos civilizados (lease, como ejemplo, la extraordinaria conferencia de prensa de Rose Garmony). En fin, la forma de la vida actual, sin dejar de ser la vida sinsentido de siempre. Y su forma de representación mediante la literatura - no con la historia, la ciencia, la sociología o la psicología - como la mejor herramienta para aproximarse a su íntima verdad.

Los que narran desde la primera visión del mundo aludida se llaman moralistas, dicho este calificativo con el mayor respeto. Yo mismo, en mi vida diaria, no puedo dejar de serlo. Es más, para la buena convivencia hay que hacerlo bajo la influencia de una cierta moral compartida. Pero la moral creo que sólo es útil para sobrellevar la vida dentro de ese modelo de convivencia, no tanto para aproximarnos a su inabarcable misterio, que es mas propio, como digo, de la literatura. Se han ensayado muchas formas de moralidad a lo largo del tiempo. Alguien dijo que la moral que inspira la convivencia democrática, es la menos mala de entre todas las otras morales y formas de convivencia. En esas estamos, de momento. Los narradores adscritos a la segunda visión pertenecen por completo al ámbito de la literatura. El narrador de "Amsterdam" es uno de estos. Lo difícil, al leerlo, es despojarse de la moral con la que convivimos y entrar en su novela, digamos, "sin moral". Ser, durante sus casi doscientas páginas, como sus protagonistas, pero sin su pertinaz estulticia. 

Metidos ya en ese mundo "sin moral", ser estúpidos comporta no reconocer a los otros, contra quien estás luchando. Contra quien te estás jugándo la vida. Contra quien estás leyendo. Por eso también digo traición, como el principal motor del mundo. Los puristas nunca son capaces de mover nada, ni de llegar a ningún sitio. Solo se quejan, o en el extremo matan para defender su pureza. Pensemos porque hemos llegado a donde hemos llegado. Pensemos porque estamos vivos. Pensemos en las veces que hemos tragado con todo, cuantas veces nos hemos traicionado sin pretenderlo, y cuantas lo hemos hecho a cuenta de los demás. Sinceramente, muchas veces. Al menos por esta vez, por favor, pensemos en estas cosas tan humanas, tan nuestras. "Amsterdam" es una fábula sobre todo esto, escrita y protagonizada por tipos cultos y muy civilizados, que se creen miembros de lo mas selecto de la especie humana. "Amsterdam" es una fábula que hace que sus personajes se desvelen, ante la mirada  implacable y "sin moral" de la literatura, como lo que son, fuerzas que desarrollan y nos muestran algo que no queremos ver, ni aceptar: que toda cultura, incluso la mas refinada, engendra su propia barbarie. Hoy como ayer, y como mañana. Hincarle el diente, reconozco que tiene su dificultad. Obligados comos estamos a ser fieles a la idea que defendemos del mundo moral donde vivimos. Resistiéndonos a dejarnos interpelar por el mundo mismo de la novela, que ahí dentro se despliega con toda su fuerza y plenitud. Más que nada para sobreponernos al chantaje de la educación de los modales de sus personajes. Cuando nos falla la fuerza lectora, no es la lectura balsámica de la moral la que debe atenuar semejante vacío. Es la insistencia en recuperar la fuerza perdida. Esa fuerza que habita en el poder oculto de nuestra voluntad. 

El narrador de "Amsterdam" ha elegido hablar, los lectores elegimos entre escucharle o no escucharle. Pero si no le escuchamos muere, desaparece. El narrador de "Amsterdam" quiere hacernos sucumbir, por tanto, al poder de su persuasión, la única fuerza que lo mantiene vivo. Nosotros los lectores somos dueños del nuestro. De poder a poder. Este es el campo de batalla. No el de una visión moral contra otra. El narrador de "Amsterdam" no quiere darnos a conocer a sus personajes. No desea resaltar, como ya dije, la visión psicológica, social, artística o histórica que tiene de ellos. Sencillamente muestra lo que se imagina porque es lo mas conveniente para resaltar lo que pretende. Quiere advertirnos sobre la inconmensuble estupidez que habita en el corazón mismo del ser humano, aunque se autodenomine civilizado. Nos advierte, no tanto para prevenirlos, como para ponernos a prueba. 

En los capítulos que el narrador dedica a Clive Linley, lo vi inmerso en la creación de la parte final de la Sinfonía del Milenio que le han encargado. Son escenas que están teñidas por lo propio que destila un espiritu noble en su máximo afan creativo. Cuando las leí por primera vez pensé que eso era lo que en verdad pensaba Clive, narrador mediante. Y eso lo hizo grande y excelso ante mi mirada, si lo comparaba con el mezquino de su amigo Vernon, que lo conocí haciendo gala de su perfil mas obsceno y desconsiderado. Pero cuando acabé la novela me di cuenta de mi absoluta miopía, debido a las cataratas de mis prejuicios. ¿Desde donde había leído? Desde algún sitio, por supuesto equivocado, que me impedía sentir lo que contaba la novela. ¿Por qué habia leído así? Para confirmar que ese mundo, mas o menos moralizante, donde vivo y desde donde había leído, seguía ahí, no se había disuelto del todo. El arte y la música en lo mas alto (cada día menos). La política y el periodismo chapoteando a la limón en los albañales de la sociedad (cada día más). Y entre medias, el amor haciendo lo que unos y otros le dejan hacer (cada día mas flotante y menos fiable como sentimiento humano). Ataque de estrabismo al galope. Romanticismo en estado terminal. Una vez más, ciego ante el tiempo de la vida que corre. Hoy como ayer, y como mañana. ¿Pero era eso lo qué el narrador quería de mi? Fue después de la segunda lectura cuando me di cuenta de que no. De que se había puesto a narrar para advertirme y ponerme a prueba, de forma sarcástica y amable a la vez, contra mis propios autoengaños. Lo que yo hiciera con lo que me mostraba, sólo me mostraba, era ya responsabilidad mía.

martes, 12 de enero de 2016

CARTA ABIERTA A UN HABITANTE DE LA CIUDAD SITIADA POR LO EVIDENTE

Parafraseando a Peter Sloterdijk, en su libro "El desprecio de las masas":
Hasta ahora los filósofos, los políticos y comunicadores de distinto pelaje se han dedicado únicamente ha adular de manera diferente a la masa social, según el infantil estilo del flautista de Hamelin, y a voz en grito: "sígueme que te llevo al paraíso". Nunca han hecho pedagogía individual sobre la responsabilidad adulta que cada ciudadano tiene respecto a los problemas de la sociedad democrática común a la que dice pertenecer. Nunca lo han hecho porque siempre han imaginado una humanidad ideal y eterna, sin seres humanos imperfectos y finitos dentro. Ha llegado la hora, por tanto, de señalar con el dedo a ese individuo real, mayor de edad de jure, aunque hecho masa en la práctica, oculto y protegido como un niño detrás de las murallas de la ciudad sitiada por lo Evidente. Ha llegado la hora de decirle, susurrándole suavemente al oído, con respeto pero con determinación:

"No hay nada más irritante que verlo sentado en el trono de Lo Evidente. Cuando alguien tiene la valentía de acercarse a usted con sus dudas, con sus preguntas insensatas, usted pareces saberlo todo. Esa forma de saber que apuntala lo que ya sabe, que nunca se adentra en lo que ignora. Hay días que mueve alguna pestaña, o que su rostro parece sentir algún tipo de interés por las dudas de los otros, incluso puede llegar a decir que es interesante, que ya le gustaría a usted tener tiempo para poder pensar sobre eso, pero rápidamente me doy cuenta que nada de eso tiene hacia usted la más mínima capacidad persuasiva. Puede mejorar su comedia hasta el punto de decir que está de acuerdo con lo que le dicen, aunque compruebo en ello su verdadera impotencia, que no es otra que no sentir la experiencia con las palabras que dice. En ese momento es cuando mejor detecto la importancia que tiene para usted la fortaleza de Lo Evidente donde vive. Desde ahí dentro puede decir que lo que oye es muy interesante, aunque enseguida detecto que es un tipo de interés que no le afecta más allá del protocolo de la conversación misma. Son palabras que si le atravesaran harían tambalear los cimientos de Lo Evidente donde se refugia, hasta el punto de que si consiguiera que se alojasen dentro de usted debería de abandonar la fortaleza por la puerta de servicio. Teniendo que reconocer, a continuación, como ha podido perseverar en lo mismo durante tanto tiempo.
Sepa usted, aunque le parezca increíble, que aquello que experimenta al vivir ahí dentro no pertenece al mundo de su fortaleza. Una cosa es lo que hace y dice, y otra muy distinta que le hace a usted lo que hace y lo que dice. Todo lo cual constituye otro mundo, que responde a otras formas de orden y de desorden. Es un mundo de potencialidades, que ninguna obra empírica que usted se proponga poner en marcha ahí dentro podrá llevar a cabo. No es el mundo de Lo Evidente, pues entre sus cuatros paredes no puede haber experiencia propiamente dicha, sino sumisión al dictado de sus leyes. Las experiencias de la vida (y de la lectura) tienden a ser irrepetibles y únicas, y, por tanto, no evidentes. Evidentemente usted mantiene una imagen bastante estable ante los demás. Es el personaje que se ha creado para vivir en sociedad. Pero dese cuenta que lo que lo sostiene a usted en vilo - solo visible extramuros de la ciudad sitiada de Lo Evidente - es una turbulencia constante de sensaciones y sentimientos a punto de desbordarse, que desmienten tozudamente ese arrobamiento que manifiesta con su vida para que sea tal y como la disfraza. Justo lo contrario de esas estatuas de personajes conocidos, que usted me dice aparecen en su deambular turístico por las ciudades que visita. Fíjese bien, frente a la nula significación de los viandantes que se encuentra, esas formas de piedra o bronce la tienen toda. Paradójicamente, la piedra o el bronce "inanimado" son el efecto de la ficción sobre una humanidad, que deshumanizada por el cerco de Lo Evidente ha desaparecido, hecha rebaño andante y parlante, de la vida que pasa a su lado.
Por lo demás, ante este año recién estrenado, que se prevé lleno de turbulencias varias, le deseo de corazón que sea para usted su primer año de lucidez plena. Al fin fuera de la ciudad sitiada por Lo Evidente."

lunes, 11 de enero de 2016

LA VERDAD DE LAS PALABRAS DEL NARRADOR

Un colega lector me confesó que había leído dos veces la novela, “Amsterdam”. ¿Por qué?, le pregunté. Sin dilación me contestó, por orgullo. Piénsalo de nuevo, le sugerí. El orgullo, el amor propio, o como queramos llamar a ese impulso vital, es la fuerza que nos ha animado a volver a leer la novela de Ian McEwan. La pregunta, sin embargp, continua, ¿por qué volviste a leer “Amsterdan”? Yo volví a leer la novela, le dije, por una única razón, por saber qué verdad había en ella, qué verdad había en las palabras de su narrador. Que quede claro que he dicho: saber qué verdad había en las palabras del narrador, no que sus palabras dijeran LA VERDAD. Al acabar de leerla por primera vez renové la venia que le había dado cuando decidí acompañarlo en mi lectura, a pesar de la frustración que me produjo que mis espectativas no se cumplieran, tal y como las habia imaginado. Eso no me impidió sentir que la exposición de sus palabras desprendían fuerza, y detectar que esa fuerza tenía que aguantar y dar forma a algo que sabía era verdadero, aunque no sabía cómo. Volví a leer la novela ya que quería saber el por qué. Veamos.

Todo este preámbulo me lleva a formular, una vez más, algunas preguntas esenciales. ¿Por qué tenemos esa necesidad de leer, de escuchar historias imaginadas? ¿De dónde viene nuestra necesidad de la ficción? En fin, ¿por qué decidimos abrir un libro? Aunque parezcan fáciles las respuestas, porque está en todas las bocas mediáticas, lo cierto es que tenemos notables dificultades para enfrentarnos a ellas sin remordimientos. El hecho mismo de sugerir la verdad que esconden, como he podido comprobar, pone las uñas de los presentes en estado de alerta, y su serenidad en suspenso. Nadie quiere estar muy alejado de esta sacrosanta palabra, verdad, que certifica nuestra presencia en el mundo. Pero, ¿qué significa? ¿De qué estamos hablando cuando la invocamos y la evocamos? Pocos son, sin embargo, los que quieren pensar sobre ella. La mayoría prefiere quitársela al vecino, en lugar de pensar sobre qué verdad hay en las palabras del propio vecino. Sin entender que justo es para eso para lo que vale leer, para escuchar a un narrador. Esa es su valiosa aplicabilidad después en la vida, para escuchar al vecino. Para escuchar al otro. Para dejar de escucharnos a nosotros mismos, atreviéndonos a entrar en el misterio de nuestra existencia. El mundo del otro.

Por ello pienso que muchos lectores sienten que conspiran contra su verdad si se detienen a pensar, mientras leen, en qué verdad hay en las palabras del narrador. Es como si dijeran para sus adentros: ya he leído el libro pasado, que no ha estado nada mal, por cierto, pero ahora a lo mío, y a lo de los míos. Es decir, a cultivar y engordar mi verdad. Y, sin embargo, nadie puede desmentir que esa verdad existe. Lo que ocurre es que se parece mucho a la de todos los otros lectores, y a la del vecino. La verdad de qué ahí está nuestra vida, cómo está y para qué está ahí es evidente. Es común a todos, y es demostrable mediante la razón empírica o práctica. El por qué está ahí, no. La verdad del por qué de la vida de cada uno la mueven impulsos ocultos, únicos e irrepetibles. Tiende a hacerse ininteligible, dentro de cada persona, a medida que va viviendo. Y tiene que ver con nuestra honda presencia y nuestra finita residencia sobre la faz de la tierra. Todo lo cual la hace inevitablemente propicia para ser explicable en forma de ficción narrativa. Para eso vale leer, para que el lector piense en qué verdad hay en las palabras del narrador. Para pensar sobre lo que tiene de ininteligible la vida propia, que tiene que ver con el por qué de la del vecino. Con la del otro. 

Acabo con una pregunta y una obscura premonición. ¿Qué ofrecen los narradores y los personajes de las novelas que leemos, capaces de provocar una necesidad precisamente en aquellos lectores que mejor pueden prescindir de pensar en qué verdad hay en sus palabras, negando también toda posible relación o aplicabilidad en su vida cotidiana - como así lo dicen abiertamente -, por estar firmemente asentados en su verdad familiar, social, psicológica, política, económica,...? El poder aprender y entretenerse, si fuera el caso, con ellos, dicen. Quizá, pero hemos de reconocer que se trata de una forma de aprender y entretenerse muy extrañas. Muy extrañas si las comparamos con la cantidad de entretenimientos y aprendizajes que el mundo de hoy nos ofrece, todos mas descansados, mas sociables y mas útiles empíricamente que tener que escuchar la voz obscura y ambigüa de los narradores de los que vengo hablando. Parece, entonces, que el probable camino de aquella larga pregunta no está a la vista, ni debe gozar del priviliegio de lo que está ya firmemente asentado como verdad en la vida de todos y cada uno de los lectores.

sábado, 9 de enero de 2016

LO QUE VOY APRENDIENDO

¿Qué es lo que he hecho para ir aprendiendo, mientras he leído la novela "Amsterdam", de Ian McEwan? Atender a lo relevante. Atender antes que entender. Ser fiel a mi atención, y sospechar, al mismo tiempo, de ella mientras voy entendiendo ¿Qué quiere decir esto? Que a pesar de saber que tengo muchos prejuicios - por ejemplo, empedernido romántico en mi forma de ver algunas caras del mundo, al igual que escéptico respecto a otras -, o dicho de manera rápida y directa: soy mis prejuicios, he aprendido con la lectura de esta novela a fijar la mirada - los sentidos, la mente - en algo relevante. Lo cual me ha hecho entender, por un lado, la capacidad de enajenación que tienen los prejuicios si uno se queda a solas con ellos durante toda la vida, y, por otro - y como respuesta a ese escozor deprimente - he aprendido a abstraer, es decir, a separar mediante la lectura unas voces y unas formas de otras, a crear una diferencia donde no la había. A otorgar sentido a mi lectura. En fin, he aprendido a tener el valor y el coraje de reconocer a los otros. 

Resumiendo: atender antes que entender es lo mismo que reconocer a los otros. Reconocer, de una vez por todas, que Yo es El Otro. Y que eso es lo mismo que ponerse en el camino de leer bien.

Pero he aprendido también algo muy importante. Que aunque pienso que he leído bien la novela "Amsterdam", no hay una sola manera de leerla bien. Como no hay una sola forma de hacer bien las cosas. Como tampoco existe la mejor de las opciones posibles en nuestras vidas. Nada es mesurable y jeraquizado segun una única medida. He aprendido a rechazar la jerarquía de las lecturas de mejor a peor. Lo relevante no es lo mejor sino lo bueno. Declarar que algo me ha parecido relevante en la lectura de "Amsterdam" no significa, como pudiera creerse, que he revisado, medido y sopesado todas las posibilidades y he elegido la mejor. No existe la mejor de las lecturas posibles de la novela "Amsterdam", ni de ninguna otra novela. Estoy convencido de que hay, simultáneamente, muchas lecturas buenas de "Amsterdam" y de cualquier novela. 


¿Qué es lo que nos falta, entonces?: la voluntad de poder y querer. Es decir, enfrentarnos a la indeterminación de posibilidades a que nos impulsa esa fuerza que todo ser humano por el hecho de estar vivo lleva dentro: poder y querer hacer las cosas bien o no hacerlas. En nuestro caso, poder y querer ser un buen lector o no serlo. Lo que significa, enfrentarnos a la indeterminación de las posibilidades que nos ofrece un narrador nada mas abrir una novela, aceptando que sin ese enfrentamiento no hay lectura buena que valga. Y aceptando, después, el poder de nuestra voluntad para querer fijar la atención en algo relevante entre un sin fin de formas y de voces, todas irrelevantes a simple vista. La voluntad de poder y querer que esa voz y esa forma, que nuestra mirada ha hecho relevante, sea tambien la que otorgue sentido a nuestra lectura, hasta el punto de atrevernos a presentarla delante del criterio de los otros lectores. Eso es todo. Nada más y nada menos.

viernes, 8 de enero de 2016

AMSTERDAM, novela de Ian McEwan

Algunos recordatorios que espero no molesten. Siempre el mismo temor a nuestra propia libertad, a la falta de criterios delante de lo que leemos. Y ante estos temores siempre la misma conducta: a ver que dicen los libros de la historia, o de la cultura, o de la ciencia, o de la sociología, o de la psicoclogía. Antes esos temores incontrolados siempre tenemos que tener al lado, cuando leemos una novela, algunos de esos libros de referencia que he mencionado. Creemos que el criterio especializado de los expertos que escriben en esos libros es también el nuestro por el hecho de tenerlos a nuestro lado mientras leemos la novela. Sin darnos cuenta de que el acto de la lectura no es de ese mundo del que hablan los expertos en sus respectivos libros. Sin darnos cuenta de que la lectura no es un acto de expertos, sino un acto que compete a la libertad de cada individuo en tanto que lector. Un acto donde aprende a conseguir y desarrollar, a través del despliegue de su imaginación, su facultad de obtener un criterio.

Antonio Muñoz Molina, lo dice así en un artículo de su blog: 

“La novela exige del lector un esfuerzo de imaginación que lo es también de extrañamiento de sí mismo: dejar en suspenso la cansina familiaridad del yo para aventurarse en mundos y en vidas que son fantásticas no porque sean imposibles sino porque son los mundos y las vidas de otros. Y ese esfuerzo por parte del lector se corresponde con el que el novelista ha tenido que hacer previamente, tanto si lo que cuenta se basa en experiencias propias o cercanas a él como si es del todo inventado o sucede en lugares o en tiempos que él —o ella— no ha conocido. En el primer caso, el material autobiográfico se vuelve novelesco porque el escritor lo cuenta como si le hubiera sucedido a otro; en el segundo, el salto cognitivo es mayor, porque el relato de lo ajeno, de lo del todo inventado o lo muy distante sólo dará una impresión de verdad al lector si el novelista no lo cuenta como si lo hubiera vivido o lo estuviera viviendo.”

Es esa cansina familiaridad del yo la que, intuyo, no conseguimos quitarnos de encima cuando leemos en silencio y soledad la novela en cuestión. La misma tabarra que nos acompaña - y que es la máscara cabal del miedo que nos embarga - cuando hablamos sobre lo que hemos leído. Una cansina familiaridad del yo que, como el color de nuestros ojos o el tamaño de nuestras manos, no puede evitar estar presente durante muchos momentos de la lectura. Y no tiene que ver con haber leído la novela de una manera u otra, sino con la dificultad que tenemos para estar y permanecer dentro de ella, mejor dicho, dentro de su lenguaje, que es en definitiva lo que significa leer: una personal experiencia con el lenguaje con que el narrador nos cuenta lo que sucede en la novela "Amsterdam".

La dificultad de estar y permanecer dentro de la experiencia del lenguaje de la novela, hace que con demasiada frecuencia, al querer hablar de ella nos salgamos fuera de su campo de acción narrativo. Es decir, volvamos a la cansina familiaridad de nuestros yo, con sus tópicos, lugares comunes y frases hechas. Con esa particular habilidad que tenemos para quitarnos de en medio lo que no sabemos dentro de la novela, poniendo el acento y el énfasis en lo que hemos oído y conocido, o hemos estudiado, haciéndonos expertos de ello, fuera de la novela, en la vida. Claro que los objetos nos interpelan, nos miran. Claro que los objetos cobran vida en nuestra experiencia. Eso que se dice que tienen un valor sentimental. Claro que entre las personas vivas, y las muertas, nos intercambiamos diferentes tipos de energía. Sea dicho según el lenguaje de los expertos de ramo. O dicho popularmente como “fulanito me cae bien y menganito me cae mal” o “a este le han echao mal de ojo”. En fin, claro que si, todas estas sensaciones ya las conocíamos por la experiencia vivida, y sabíamos de ellas porque lo hemos leído en algunos de los libros especializados aludidos, o a través de la jerga popular. Sin embargo, de lo que se trata con la experiencia de la lectura d
el libro de Ian McEwanes comprobar de qué forma sabemos eso que ya sabemos. 

jueves, 7 de enero de 2016

LA EXPERIENCIA DE VIVIR NO PERTENECE AL MUNDO DE LO EVIDENTE, ES OTRO MUNDO

No hay nada más irritante que verte sentado en el trono de Lo Evidente. Los demás se te acercan con sus dudas, con sus preguntas insensatas, y tú pareces saberlo todo. Esa forma de saber que apuntala lo que ya sabes, que nunca se adentra en lo que ignoras. Hay días que mueves alguna pestaña, o que tu rostro parece sentir algún tipo de interés por las dudas de los otros, incluso puedes llegar a decir que es interesante, que ya te gustaría a ti tener tiempo para poder pensar sobre eso, pero rápidamente me doy cuenta que nada de eso tiene hacia ti la más mínima  capacidad persuasiva. Puedes mejorar tu comedia hasta el punto de decir que estás de acuerdo con lo que te dicen, aunque compruebo en ello tu verdadera impotencia que no es otra que no tener la experiencia con las palabras que dices. En ese momento es cuando mejor detecto la importancia que tiene para ti la fortaleza de Lo Evidente. Desde ahí arriba puedes decir que lo que oyes es muy interesante, aunque enseguida detecto que es un tipo de interés que no te afecta más allá del protocolo de la conversación misma. Son palabras que si te atravesaran harían tambalear los cimientos de Lo Evidente donde te refugias, hasta el punto de que si consigues que se queden dentro de ti tendrías que abandonar la fortaleza por la puerta de servicio. Teniendo que reconocer, a continuación, como has podido perseverar en lo mismo durante tanto tiempo. 

Aquello que experimentamos al vivir constituye otro mundo, que responde a otras formas de orden y de desorden. Es un mundo de potencialidades que ninguna obra podrá llevar a cabo. No es el mundo de Lo Evidente, entre cuyas cuatros paredes no puede haber experiencia propiamente dicha, sino sumisión al dictado de sus leyes. Las experiencias de la vida y de la lectura tienden a ser irrepetibles y únicas, y, por tanto, no evidentes. Evidentemente todos mantenemos una imagen bastante estable ante los demás. Es el personaje que hemos creado para vivir en sociedad. Pero lo que lo sostiene en vilo es una turbulencia constante de sensaciones y sentimientos a punto de desbordarse. Es lo contrario de esas estatuas de personajes conocidos, que me dices aparecen en tu deambular turístico por las ciudades. Frente a la nula significación de los viandantes que te encuentras, esas formas de piedra o bronce la tienen toda. Paradójicamente, la piedra o el bronce inanimado son el efecto de la ficción sobre una humanidad, que aparentemente ha desaparecido de la vida bulliente y corriente que pasa a tu lado

miércoles, 6 de enero de 2016

NO SABES LO QUE QUIERES, PERO TIENES CLARO LO QUE TIENES QUE HACER PARA CONSEGUIRLO

Nos deberíamos comunicar porque no sabemos, no para verificar lo que ya sabemos. Referirte a Lo Evidente es saberte parte de lo que ya sabes y dar la espalda a la oceánica ignorancia que te cerca. Así recibes a quienes te hablan, atrincherado en esa fortaleza. Abrirte paso entre sus muros, romper el cerco de lo evidente, salir de la frialdad intelectualidad que cultivas allí dentro para acceder a un nuevo mundo de osadía sentimental...te da miedo. Supongo que es imposible salir de ahí, pero se ha hecho necesario. Prolongar esta agonía de creer que esto tiene solución sin que te muevas de la casa de acogida de Lo Evidente, sin que te desalojen, es algo que no beneficia a nadie, empezando por ti mismo. Se habla mucho de la okupacion de los inmuebles vacíos. Nadie habla de la desalojación voluntaria de la cuna de lo evidente. No hay nada más ecológico, menos ruidoso, más pacífico, que ese tipo de desalojos. No hay, sin embargo, nada más difícil. Pues en la okupacion es el cuerpo quiénes  actúa. En el desalojo que te propongo es el alma. El alma en pena, de la que nadie, por cierto, se ocupa. La insistencia en Lo Evidente es eficaz de inmediato en cuanto a tu querida seguridad. Que es lo que todo bicho viviente procura que no le falte. Por eso me reafirmo en lo que tiene de imposible abandonar Lo Evidente. Pero el que tu cuerpo esté condenado a cadena perpetua, en esa  cárcel de  Alta Seguridad que te has fabricado, no puede impedir que tu alma pida libertad. O sea, que la imposibilidad de tener un cuerpo libre, no te evita que acoja dentro un alma liberadora. La necesidad de lo imposible. El mundo siempre funcionó así, y lo hizo bien, hasta que el cuerpo expulsó al alma que secularmente llevaba dentro. Es por ello que, contra tu intención, no te veo  seguro cuando hablas y te muestras desde tu torre de la evidencia y la eficacia. Tampoco veo una voluntad insegura o medrosa. Te veo desanimado. Falto de ese aura que proporciona tener alma. Una frase te lo aclarara mejor: no sabes lo que quieres, pero tienes claro lo que tienes que hacer para conseguirlo. Mirar apegado a Lo Evidente. Es la frase que mejor representa la pérdida del alma. Y el mejor disimulo contra el inmenso dolor que a esa pérdida le acompaña. Y también la amenaza más acabada contra quien deseara atreverse a preguntarte cómo lo haces. ¿Cómo eres capaz de levantarte cada día si no sabes lo que quieres? Que no es lo mismo que saber dónde tienes que ir y cumplir exquisitamente las funciones que allí tengas encomendadas. Quienes se acogen a la evidencia y la seguridad pierden su alma, me gustaría decirte. Pero me no atrevo porque la violencia de tu vanidad es impredecible. 

martes, 5 de enero de 2016

ACOGERSE A LO EVIDENTE

Es muy difícil construir una comunidad de la experiencia lectora cuando no dejas de acogerse a Lo Evidente, formado a base de las frases hechas y los lugares comunes y nunca arriesgas una imagen, un pensamiento fuera de ese ámbito. No es la razón y sus argumentos limpios los que te impiden comportarte de otra manera. Son tus impulsos obscuros los verdaderos artífices de semejante obstinación. Aunque siempre te empeñes en justificarla dentro de las exigencias del mismo canon al que pretendes ser fiel. Tú sabes que Lo Evidente, como el estrado de la cátedra tienen un peso menguante en un mundo tan inestable y fraccionado como el que nos ha tocado vivir. Lo Evidente vendría a ser la gran fortaleza sitiada por quienes quieren asaltar sus inmutables preceptos. Tú deberías ser, por tanto, como él caballo de Troya que se atreve a colarse en la ciudad sitiada, y después salir más fortalecido de ella. Leer una novela sería, entonces, un artefacto para entrar y salir de la ciudad sitiada. 

A poco que te fijes Lo Evidente, en una democracia lectoescritora, tiene el significado, pongamos, de una catedral gótica. Nos sigue emocionando, representa un mundo hecho y derecho, inclinado siempre hacia una verdad incuestionable. Ahí dentro nos sentimos seguros y protegidos de los avatares exteriores. Apelar a Lo Evidente es como invocar a Dios. Nos reconforta y nos reanima, debido a la fuente de sentido que de él emana. Pero al igual que decidimos que Dios está muerto, Lo Evidente tampoco está ya entre nosotros. Esta ausencia y la orfandad en que nos sumerge, no deja de mantenernos extraños y boquiabiertos, molestos por una rabia en nada explicable, en fin, perplejos como nunca antes lo habíamos experimentado. Sin embargo, tampoco aceptas que es esa perplejidad misma la que te debe proporcionar la fuerza suficiente para reaccionar frente a lo que te paraliza. Y probablemente sea a un tipo de Lo Evidente (y de Dios) a lo que te refieres cuando apelas con tanta vehemencia su presencia en el momento de tus lecturas. Es como que sin ella tu lectura no fuera posible. Necesitas Lo Evidente a tu lado para tasar aspectos, como por ejemplo según dices, de eficacia. O para saber si estás delante de una obra maestra o una obra menor. Me resulta desconcertante que tus expectativas lectoras se ciñan alrededor de lo que dice Lo Evidente, como los creyentes apelan a la palabra de Dios para saber, igualmente, sobre la eficacia o verosimilitud de los actos humanos con que se tropiezan. Analizado con lo que le es propio a tu razón empírica y palmaria, de la que por otro lado no te quieres desprender en tu itinerario lector,  no tienen demasiado interés esas preocupaciones tuyas sobre la catalogación de la novela o el cuento que estás leyendo. Como si en lugar de ser un simple lector, fueras un bibliotecario que pretende hacer un grupo de interés en su colección novelística, o un profesor de historia de la literatura que quisiera explicar a sus alumnos alguna de las tradiciones narrativas que a lo largo de la historia han existido. Quedando esto claro a cualquier observador imparcial exterior, me sigue pareciendo incomprensible que tú no te des cuenta de ello. Pendiente solo de esa evidente clasificación exterior, fijada en un tiempo inexistente ya en el momento de la lectura que estás haciendo, te desentiendes de ese otro canon interior, realmente existente en el momento de oír al narrador de la novela en cuestión. Esa "evidencia interior" no en tanto en cuanto su fijeza o cumbre, sin en tanto en cuanto bulle dentro de ti por el solo hecho de que alguien ha decido contarte una historia. Frente a la roca solidificada, para entendernos, la lava incandescente. Dos presencias que se dan al mismo tiempo en el proceso de la lectura, pero que no te guían de la misma manera, ni te llevan al mismo lugar.