Pongamos que es cierto que queremos aprender a leer (y escribir sobre lo leído) de forma poética, narrativa, en fin, literaria. Dejemos por un momento nuestros intereses oscuros del alma, y pongámonos bajo los focos relucientes de nuestra razón. Convengamos que lo que queremos decir cuando decimos “quiero aprender a leer”, es exactamente eso, “quiero aprender a leer”. Firmado el pacto sin la presencia de un notario, solo, ya digo, ante nuestra razón la pregunta se hace inevitable, ¿por qué nos cuesta tanto ponernos a leer de verdad? Nadie que quiere aprender a nadar sabe que puede demorar mucho lo de lanzarse a la piscina. ¿Por qué damos tantas vueltas al argumento (que es como dar vueltas a la piscina), demorando el meternos de lleno en las aguas procelosas del texto, y comprobar que no nos ahogamos, experimentar con las palabras que la vida es precisamente eso? Por decir a continuación lo de la falta de tiempo, y toda la catarata de disculpas que se nos ocurran, la pregunta no se evapora. Continúa, se hace mas ostensible, si cabe, si cada mes nos ponemos delante de un libro con la intención de compartir su lectura con los otros lectores: ¿por qué nos cuesta tanto ponernos a leer de verdad? ¿Por qué nos cuesta tanto hacer de esa experiencia lectora una "segunda corriente sanguínea" que corra paralela a la que nos da la fuerza para seguir viviendo? ¿Por qué consentimos que nuestra imaginación no levante el vuelo mas allá de lo meramente instrumental, haciendo meras faenas de aliño? ¿Por qué?
Yo diría que es debido, y es lo que quiero resaltar en este escrito, por un lado, a un método y, por el otro, al lugar donde se pone en práctica este método. El método es el ciéntifico. El lugar es eso que se conoce pomposamente con el nombre de la Academia. Método y lugar que atentan contra lo que necesita cualquier espíritu creativo, mas si cabe, si ese espíritu se inicia temblorosamente en su andadura creativa lectora, como es nuestro caso. No somos científicos, ni nos ganamos la vida dentro de los ámbitos académicos, pero la atmósfera que respiramos y que condiciona nuestras conductas esta constituida únicamente por tales componentes. Por ellos y por la industria del entretenimiento. Por lo tanto, nos hemos convencido a nosotros mismos de que no hay escapatoria posible. Para escribir algo sobre lo leído, para dar forma (escribiendo) y compartir lo que pensamos, necesitamos los avales que no tenemos. Necesitamos ocupar un estrado en la Academia y estar envueltos por la vitola del método científico. Como no poseemos nada de eso, ni lo tendremos nunca, ergo, no nos queda mas remedio que callar porque todo es muy difícil y todo es muy complicado. Todo lo que pensamos mientras vivimos, son eso, ocurrencias de indocumentados. No es lo mas importante que nos pasa, ni se nos ocurre pensar que es también lo mas importante para los otros. En todo caso, y como siempre ha sido, nos queda la “taberna” para darle a la mojarra en forma de los variopintos y pintorescos chascarrilllos o chácharas que nos inventamos, hablando por hablar, que es el destino secular e inalterable de quienes ni piensan científicamenete, ni ocupan plaza en la Academia. "La sencillez del pueblo tiene también sus indudables y merecidos encantos que son totalmente respetables", rematamos la faena así con inusitado desparpajo populista. De nuevo, viviendo y sintiendo en el siglo XXI, vemos y nos comportamos en nuestro mundo como suponemos lo hicieron en el siglo XIX. En esas seguimos estando.
Para desembarazarnos de estos impedimentos tendremos que, primero, ser conscientes de que son ellos los que nos ciegan y atenazan, paralizando nuestra potencial actividad creativa. Y, segundo, cambiar tanto el método como el lugar donde desarrollemos nuestras actividades lectoras y escritoras.