viernes, 22 de enero de 2016

CUANDO LA CORRUPCIÓN LLEGA AL TUÉTANO MISMO DE LA PALABRAS

Me sigue pareciendo sorprendente, después de lo que ha llovido y esta lloviendo, que, en un momento del día, sigamos utilizando la locución: “voy a ver lo que está pasando en el mundo”. Y que para satisfacerla nos pongamos delante de la tele, de la radio o de cualquiera de los periódicos en papel o digital que se publican. A nadie se le ocurre, o yo al menos nunca lo he oido, decir: “voy a ver lo que esta pasando en mi mundo”. Y a continuación leer unas páginas del libro que se tiene entre manos y escribir, pongamos, una docena de rayas sobre lo leído. Enviando, a continuación, el resultado a los otros lectores que comparten esa lectura con uno.

Y digo que me sorprende porque, sinceramente, la locución “voy a ver lo que está pasando en el mundo”, después de haberla escuchado infinidad de veces no sé que significa. Y menos aun entiendo el sentido de acudir a los medios de comunicación, creyendo que ahí nos van a dar la respuesta adecuada. Sin embargo, “voy a ver lo que está pasando en mi mundo”, se entienda o no lo que allí está pasando, nadie me puede negar que es una expresión que se ajusta mas a nuestra hechura como seres humanos. Y es aquí donde, creo yo, se encuentra la explicación mas plausible de nuestra estrávica conducta. La visión panorámica que nos ofrecen los medios de comunicación sobre como va el mundo no nos compromete a nada. Propiamente nos convierte, por mas que acudamos cada día a su reclamo publicitario, de manera permanente en nadie. Mientras que la lectura de una novela nos obliga a adoptar un punto de vista, que es el nuestro, único e irrepetible. Nos hace sentir que somos alguien.

Todo esto que digo lo sabe de sobra cualquier ciudadano actual. Sin embargo la pregunta no se desvanece: ¿por qué, sabiéndolo, consentimos que la visión panorámica e impersonal de ver lo que está pasando en el mundo engulla, fagocite a la del punto de vista, íntimo e irrepetible, de ver lo que está pasando en nuestro mundo? ¿Por qué, sabiéndolo, la mayoría de los lectores hablan aupados en la atalaya de esa mirada panorámica, sin poder tener compromiso alguno, ahí, con lo que han leído? ¿Por qué les cuesta bajar al albero, cara a cara con el narrador y con los otros lectores? Por más que las preguntas no se desvanezcan y aticen con fuerza, la respuesta inalterable surge altiva e imperiosa con mas saña, si cabe, por parte del sujeto en cuestión: “de como está yendo mi mundo solo hablo delante de mi psiquiatra o mi abogado, cuando lo necesito”. Entonces, solo se entiende la expresión: “voy a ver lo que está pasando en mi mundo”, en el caso de que vaya mal, es decir, cuando la vida duele. Y solo se habla de ello delante de un experto. Ergo, ¿qué fiabilidad tienen las palabras que se dicen cuando la vida nos va bien, que suponen el 99,99 de las que utilizamos? La misma que les otorga y reconoce el Diccionario Oficial de la Real Academia de la Lengua, donde se encuentran almacenadas y ordenadas, dispuestas para el uso de quien así lo decida. La verdadera Democracia Lingüística esta ahí, en ese Diccionario. Y también el sueño ideal, la máxima aspiración de todo lector hoy, convenientemente conectado. La forma actual de creer ser alguien hablando o leyendo, para continuar siendo verbalmente ciego. Es decir, un don nadie.

Si nos fijamos con atención el uso del dinero y de las palabras, vistas así las cosas, tienen vidas paralelas. Unas alojadas en el Diccionario y el otro en el Banco. Unas atendidas en sus desvaríos por un psiquiatra, el otro por un abogado. Sospechosas las unas y el otro colaboran, sin embargo, en una misma labor instrumental al amparo de tales instituciones: hacer que nos podamos relacionar y saber del mundo sin correr, ni hacer correr, riesgos relevantes. Y, lo más importante, por el mismo precio y las mismas frases hechas de consumo diario, olvidarnos para siempre de la pesadez, y el riesgo imprevisto, de tener que sentir y bregar con la obscuridad e incerteza de nuestro propio mundo. Olvido que nos posibilita, a su vez, alcanzar ese momento del bienestar en el que la felicidad a base de no sentir, coincide con la definitiva e irreversible corrupción de los sentimientos. Sin perder por ello un ápice de nuestra honorabilidad ciudadana. En esas estamos.