Es muy difícil construir una comunidad de la experiencia lectora cuando no dejas de acogerse a Lo Evidente, formado a base de las frases hechas y los lugares comunes y nunca arriesgas una imagen, un pensamiento fuera de ese ámbito. No es la razón y sus argumentos limpios los que te impiden comportarte de otra manera. Son tus impulsos obscuros los verdaderos artífices de semejante obstinación. Aunque siempre te empeñes en justificarla dentro de las exigencias del mismo canon al que pretendes ser fiel. Tú sabes que Lo Evidente, como el estrado de la cátedra tienen un peso menguante en un mundo tan inestable y fraccionado como el que nos ha tocado vivir. Lo Evidente vendría a ser la gran fortaleza sitiada por quienes quieren asaltar sus inmutables preceptos. Tú deberías ser, por tanto, como él caballo de Troya que se atreve a colarse en la ciudad sitiada, y después salir más fortalecido de ella. Leer una novela sería, entonces, un artefacto para entrar y salir de la ciudad sitiada.
A poco que te fijes Lo Evidente, en una democracia lectoescritora, tiene el significado, pongamos, de una catedral gótica. Nos sigue emocionando, representa un mundo hecho y derecho, inclinado siempre hacia una verdad incuestionable. Ahí dentro nos sentimos seguros y protegidos de los avatares exteriores. Apelar a Lo Evidente es como invocar a Dios. Nos reconforta y nos reanima, debido a la fuente de sentido que de él emana. Pero al igual que decidimos que Dios está muerto, Lo Evidente tampoco está ya entre nosotros. Esta ausencia y la orfandad en que nos sumerge, no deja de mantenernos extraños y boquiabiertos, molestos por una rabia en nada explicable, en fin, perplejos como nunca antes lo habíamos experimentado. Sin embargo, tampoco aceptas que es esa perplejidad misma la que te debe proporcionar la fuerza suficiente para reaccionar frente a lo que te paraliza. Y probablemente sea a un tipo de Lo Evidente (y de Dios) a lo que te refieres cuando apelas con tanta vehemencia su presencia en el momento de tus lecturas. Es como que sin ella tu lectura no fuera posible. Necesitas Lo Evidente a tu lado para tasar aspectos, como por ejemplo según dices, de eficacia. O para saber si estás delante de una obra maestra o una obra menor. Me resulta desconcertante que tus expectativas lectoras se ciñan alrededor de lo que dice Lo Evidente, como los creyentes apelan a la palabra de Dios para saber, igualmente, sobre la eficacia o verosimilitud de los actos humanos con que se tropiezan. Analizado con lo que le es propio a tu razón empírica y palmaria, de la que por otro lado no te quieres desprender en tu itinerario lector, no tienen demasiado interés esas preocupaciones tuyas sobre la catalogación de la novela o el cuento que estás leyendo. Como si en lugar de ser un simple lector, fueras un bibliotecario que pretende hacer un grupo de interés en su colección novelística, o un profesor de historia de la literatura que quisiera explicar a sus alumnos alguna de las tradiciones narrativas que a lo largo de la historia han existido. Quedando esto claro a cualquier observador imparcial exterior, me sigue pareciendo incomprensible que tú no te des cuenta de ello. Pendiente solo de esa evidente clasificación exterior, fijada en un tiempo inexistente ya en el momento de la lectura que estás haciendo, te desentiendes de ese otro canon interior, realmente existente en el momento de oír al narrador de la novela en cuestión. Esa "evidencia interior" no en tanto en cuanto su fijeza o cumbre, sin en tanto en cuanto bulle dentro de ti por el solo hecho de que alguien ha decido contarte una historia. Frente a la roca solidificada, para entendernos, la lava incandescente. Dos presencias que se dan al mismo tiempo en el proceso de la lectura, pero que no te guían de la misma manera, ni te llevan al mismo lugar.