miércoles, 31 de marzo de 2010

MOON, de Duncan Jones


EL EXISTIR Y SU ENIGMA

Me costó lo mío entender para que valía esa cinematografía o literatura, llamada con ese oximeron tan poco afortunado, de ciencia ficción. Al decir para que valía me refiero en el ámbito de la creación, que en el del mercado no hace falta que le diga lo que ha dado de sí y cuantas fortunas se han engordado a su cuenta. Me costó lo mio, digo, pero cuando le había pillado el runrun al género pegó un giro y se fue convirtiendo en un cajón de sastre donde se fueron colando todas las ocurrencias que a cada cual le petaba colar. En nombre de la libertad, faltaría más, las fantasías mas delirantes, no confundir con imaginación, y apoyándose en las cada vez mas sofisticadas tecnologías digitales, cualquiera se dedicó a jugar a cualquier juego con tal de que, cada vez, las películas tuvieran las imágenes mas estrámboticas, decían, jamas vistas. Son lo efectos especiales, tio, todo es cuestión de los efectos especiales, se fue convirtiendo en el santo y seña del asunto. De esta manera el género de la ciencia-ficción mutó en subgenero, que ya va por libre, que es el cine de los efectos especiales. Cada vez hay mas películas que es inutil buscar otro propósito que no sea un numero indeterminado e inopinado de efectos especiales. Llegados a este extremo lo de la ciencia-ficción ha quedado reservado para los telenoticas, documentales, realitys de distinto pelaje y, en fin, lo que sucede cada día en nuestra vida cotidiana, su auténtico granero.

No hace falta que insista en que el cine es la forma de narrar propia del siglo XX, que su metodología nada tiene que ver con la de la ciencia, mas bien es una forma de hacer que apunta mas lejos y en sentido contrario, y que la comunicación humana es una ficción que se puede interpretar de dos formas: como una farsa o como de cuya necesidad siempre se obtiene algún beneficio. Las farsas terminan mas tarde o mas temprano, es lo que pasa con tantas pelis y, sobre todo, pasa con las de los efectos especiales, revestidos de vitola científica. Es mas interesante lo segundo. De acuerdo que la comunicación es una ficción, pero no conviene ser atrapado por el pesimismo esteril que hay en el “entonces no nos entendemos”, ni tampoco en la trampa para monos que dice que “si no nos entendemos, lo mejor es que nos entretengamos”. Ninguna de estas dos farsas nos libra de, al cabo, no precipitarnos en un especie de catatonia que sería el final de la especie. Sin embargo la tentativa de comunicación sin esperanza crea lazos lo suficientemente fuertes como para evitar que todo lo anterior ocurra. Así de trágica es nuestra existencia, pese a tanta sonrisa institucional que nos rodea. Ya ve.

Pero ¿qué queda de aquellos orígenes, donde se diseñaron los mimbres de una forma de narrar que buscaba su espacio y su tiempo en lugares muy alejados de los terrícolas? 2001, odisea del espacio, de Stanley Kubrick, tengo para mí que marcó el canto de cisne de este tipo de filmografía. Anote, si quiere, Matrix. Luego muchas cucarachas gigantes, alienígenas con seis cabezas, insectos chulos, batracios de formas suaves, reptiles disfrazados de chica sexy, avatares con un solo cuerno en la frente, o con dos, y tal y tal. Pero nadie volvió a captar como Kubrick ese extraño sentimiento que nos embarga, ése que surge de la necesidad de una confirmación exterior de que merecemos existir, y que justifica un viaje a su búsqueda en los confines del universo. Es todo un enigma, aunque sordo. Y creo que de todos.

Después de la odisea espacial, pasado el 2001 y sus demoliciones, se puede afirmar que el meollo está en el merecimiento de la vida propia, y no tanto en la confirmación exterior de la vida ajena. Creo que el señor Duncan Jones se ha dado cuenta de ello (a lo mejor se lo ha soplado su eminente papi) y coloca al espectador ahí. Sam Bell es una astronauta como podía ser un taxista. Quiero decir con la misma naturalidad. No en cuanto a la acumulación de conocimeintos ciéntificos, cosa que al cine le es indiferente, sino en términos de heroicidad cotidiana. Los dos salen al hostil espacio exterior y, solos ante el peligro, los dos buscan el reconocimiento de su existencia, bien sea con el cliente bien con el ordenador parlanchin. El espacio exterior ya no es el problema porque ya están en él. Se han dado cuenta de que la frontera no hay que buscarla ahí fuera, de que por mucho que te alejes no cambia nada.

Confirmaciones exteriores las necesitamos para cualquier cosa, los cacharros que cada día salen a la palestra comercial lo confirman, pero ¿para sentir que merecemos nuestra existencia? Años atrás cuando los astronautas salian al espacio exterior, viendo el planeta azul, volvían a casa hechos unos dioses. Era inimaginable que se le ocurriera hacerse semejante pregunta. Pero las visiones que tiene Sam Bell sobre la superficie lunar, despues de un fortuito accidente, ya no parece que apunten hacia la gloria divina. Le quedan dos meses para volver a la casa y, de repente, no sabe quien es. Como si la Tierra se le hubiera colado en el habitáculo lunar, después de perder su angelical e ingenua tonalidad, con toda su endiablada esquizofrenia y locura que la matiene dando vueltas. Ahora la supervisión profesional del mineral que ha de abastecer a todo el planeta de energias limpias, tiene que verselas con su identidad personal que se ha vuelto absurda. Lejos de aquel endiosamiento de sus antepasados, Sam Bell se ha convertido, sin que nadie le de explicaciones, en un superviviente que ha perdido el control sobre su mundo. ¿Porque la suma de su tiempo, allí en la luna, arroja un saldo de pérdidas y de duelos que le convierten en un tipo a la deriva, en un tipo desdoblado en ruido y furia?

Desde que lei el Quijote siempre he pensado que, allá donde pongamos los pies, la odisea espaciotemporal de nuestra delirante inteligencia nos acompañará siempre. Viajemos a la galaxia Alfacentauro o la taberna de la esquina. Nunca podremos sobreponernos a las intuiciones arquetípicas creadas en el momento de que tuvimos conciencia de nuestra soledad en el cosmos (Mircea Eliada). Pero seguiremos malgastando y arruinando nuestra vida con tal de que algun dia podamos alcanzarlas y poseerlas. El tiempo de los endiosamientos ya ha pasado, solo nos queda el ejemplo del astronauta Sam Bell. O el del taxista, que nos trae de vuelta a casa en la ebria soledad de la madrugada.

viernes, 26 de marzo de 2010

MUERTE EN VENECIA Y VIDA EN ARIZONA. O AL REVÉS



EL CASO DE RINGO KID Y GUSTAV ASCHENBACH

Volví a ver Muerte en Venecia y La diligencia, y comprobé que me produjeron sentimentos semejantes y equiparables dentro de un mismo rango emocional. De repente me di cuenta que no había vuelto a ver una del oeste ni una de arte y ensayo. Una de mi infancia en las tardes de los domingos, y otra de mi época universitaria en las sesiones del cineclub. Una para pasar el rato, otra para pensar y elevarme por encima del tiempo. Una de John Ford y otra de Luchino Visconti. Una de un norteamericano y otra de un europeo. Una de un conservador y otra de una comunista. De repente toda es mandanga había desaparecido, apareciendo ante mí una explosión de deseo desdoblado en sus diferentes formas de amor y odio.

La prosa no es lo contrario de la poesía sino del verso. Así en la literatura como en el cine. La poesía es un estado de gran intensidad expresiva. La poesía es aquello que solo puede apreciarse con una manera peculiar de atención. La poesía impacta y revela. La poesía es para ser vista o leía en silencio. Lo que diferencia a La Diligencia de John Ford de Muerte en Venecia de Luchino Visconti no es el contenido poético, sino la forma prosística, más acusada en la del tuerto americano, de una levedad casi ausente en la del aristócrata italiano. Pero la intensidad poética juega un papel en las dos igualmente determinante. Sino fuera así la peli de Ford sería un reportaje sobre la reserva de los indios navajo en Arizona, o sobre las famosas formaciones en forma de mesa, y la de Visconti una crónica de época de la gente decadente que se hospeda en el Hotel des Bains al lado de la playa del Lido veneciano. Solo mediante ese arrebatador impacto poético la vida y la muerte suben, y se encuentran, en lo más alto en las dos historias. Eso fue lo que de repente ví, y me sentí bien al comprobar que toda la costra que durante años las había tapado, había desparecido gracias a un trabajo de restauración que había hecho con mi mirada.

La Diligencia es un poema épico. Muerte en Venecia es uno lírico. Hasta aquí el canon académico. Ringo Kid es un guerrero en perfecto estado de forma. Gustav Aschenbach es un intelectual de la música a punto de morirse, pero los dos disfrutan de su libertad, por ejemplo, como lo hacen los perros en la peli de Mon Oncle, de Jacques Tati. Para Ringo Kid, Arizona es un espacio salvaje donde todo está ocurriendo y el futuro se echa en manos de su ahora. Para Gustav Aschenbach, Venecia es una ciudad donde ha ocurrido de todo y el pasado se echa en brazos de su declinante presente. Cuando he conseguido espantar las costras que me nublaban la vista, la aridez de Arizona y la humedad de Venecia, me parecen dos caras a un lado y otro de mi retina. Como el amanecer viene después del crepúsculo, así La Diligencia es volver a empezar de nuevo al otro lado del mar océano, después de la ceremonia del adiós que se representa en las costas de la Serenísima. Así como el incandescente núcleo terrestre busca la fria superficie donde solidificar alguna de las formas que vemos, la acción de los personajes en las grandes llanuras del Monument Valley, representada en su punto álgido por las grandes cabalgadas y persecuciones que Ford distorsiona, una y otra vez, con el cambio de racord, antes que ser menospreciada, parece ir al encuentro de los refinados movimientos y muecas que la reclaman solícita, y que repite Gustav Aschenbach, una y otra vez, desde su quietud y parsimoniosa mirada en el salon del Hotel dels Bains veneciano. El ruido argumental de La Diligencia no ahuyenta la quietud mineral de lo que se ve detrás de tanto polvo y tiroteo siempre camino de la venganza en Lordsburg, de igual manera que el silencio que acompaña al inapreciable hilo de la tramoya de Muerte en Venecia no impide ver que al protagonista le han entrado las prisas últimas que anteceden a la muerte, por llegar a algún sitio al que nunca ha ido y que se llama el efebo Tadzio. Uno con el rifle en jarras, el otro parapetado detrás de esas gafitas, uno desafiando a quien está detrás de la cámara, el otro encantado de reconocerse en el espejo, uno machoman sin el menor género de duda, el otro exhibiendo calladamente su pálida ambiguedad sexual. Tales insólitas autoestimas brotan de que, sin previo aviso, se han enamorado de alguien, de que la muerte les ronda de cerca. Y pensar que antes, todo esto me parecía paparrucha y chundarata.

Pero ¿cómo llegar a esta forma de trasparencia? Como ya he dicho, mediante un severa y continuada restauración de mi mirada. Solo despojándola de los conceptos y capas ideólogícas de todo tipo que le he ido colocando encima por mor del encantamiento y servidumbre cultural, solo desnudándola y quitándole el ropaje de las grandes ideas a las que uno se apunta sin saber muy bien por qué, y que, al cabo del tiempo, me he dado cuenta de que mas que grandes son gordas y grasientas debido a la hinchazón que, como el tocino en los músculos, el pensamiento moral y moralizante ha ejercido sobre ellas.

Lo dicho. Ringo Kid y Gustav Aschenbach. Arizona y Venecia. El deseo, la vida y la muerte. O al revés. Y no lo liaré más

martes, 23 de marzo de 2010

SOBRE LA PERSUASIÓN


Le dejo esta perla de la más que neurótica Virginia Woolf a propósito de las grandes obras de arte. Una muestra fehaciente de cómo es el talento quien únicamente puede sobreponerse a la locura y la arrogancia:

“El éxito de las obras maestras no parece descansar tanto en su ausencia de defectos – en verdad, a todas les toleramos los más grandes errores – como en la inmensa persuasión de que es capaz una mente que ha llegado al pleno dominio de su perspectiva.”

¡Uff!, qué manera de desenmascarar a toda esa palabrería que, envuelta en ademanes exactos, sociológicos, estadísticos, pedagógicos, sensatos y beatíficos, no consigue que su mirada levante el vuelo de una gallina. Esta debería ser la utilidad de las grandes obras de arte para nuestra vida. Para nuestra buena vida. Aprender que justamente esa es su gran carencia: dosificarse para coger un largo aliento. Saber que lo propio de la vida es desbordarse sin control para después decaer hasta la muerte, en un ciclo interminable. De nada valen aquellos ademanes suaves y profesorales, si quien los pronuncia no levanta el vuelo. Y si no levanta el vuelo cae y tropieza y cae, una y otra vez, una y otra vez.

La incapacidad de no despreciar las circunstancias que le ha tocado vivir, de no ser capaz de sostenerse con altura de miras dentro de ellas, hace que su acción, sea política, profesional o artística, no pueda transcender más allá de los lugares donde habita. Entonces, ante la no aceptación de la propia incompetencia, ante la determinación de no dimitir de su medianía: totalitarismo habemus. Así de fácil da sus primeros pasos la negación del otro, la predisposición a no tenerle respeto. Lo lejos que pueda llegar ya no depende del sujeto en cuestión, sino de las bridas legales y sociales donde viva. El será ya siempre, y sin remedio, un intransigente, un sectario, un dogmático, en fin, un totalitario.

No es, por tanto, la persuasión lo que cementa y apelmaza a las grandes masas de espectadores o lectores delante de las grandes obras de entretenimiento o delante de las raquíticas ideologías. Es el gusto por la ausencia de sombras que hay en su geometría; es la simpatía que produce esa metáfora antropológica que transmiten y que consiste en creer que todo nace, crece, se reproduce y muere, como solemos hacer los humanos; es el hechizo que les provoca comprobar que el mundo de la ficción y de la política está hecho a la medida de sus elementales sentidos. Es, en fin, lo que hay en su conciencia y es, también, la medida de cómo perciben su tiempo.

lunes, 22 de marzo de 2010

SOLOS EN LA CIUDAD


Hace tiempo empecé a sospechar de esa ampulosa y megalómana frase atribuida a Decartes en la que se fundamenta lo que los cartesianos llaman modernidad: pienso luego existo. No porque no sea cierta, que lo es, sino por el rango que le han querido otorgar elevándola a categoría divina, y de paso pillar cacho en el firmamento.

Como digo, siendo cierta la afortunada frase, también lo es la contraria: no pienso luego sigo existiendo. Si se fija es lo que hacemos la mayor parte de nuestra vida, que si, además, transcurre por estos pagos hay bastantes posibilidades de que le den premio, cargo y medalla por ello. Paradójicamente su éxito entre el personal no tiene que ver con el pensamiento, sino con los sentidos y el sentimiento. Desde hace más de trescientos años la ciencia empírica, que es la que mejor ha aprovechado el mensaje de don René, no ha dejado de producir por vía tecnológica chismes y cacharros que consiguen hacer realidad lo que, como una araña a su mosca, más nos atraen: sueños y deseos que nos saquen de la postración y desesperanza que nos producen la limitación y finitud de nuestra existencia. Sueños y deseos, oh paradoja de nuevo, que se convierten a su vez en nuestra cárcel, al no ser capaces nunca de satisfacerlos en su plenitud. Tanto menos podemos cuanto más nos obstinamos, pero nosotros insistimos.

Llegado a este extremo siguiendo el precepto del sabio francés, como verá, lo de “pienso luego existo” ya no me sirve para todo. La realidad si la miras de lejos no te dice nada, es tan ambivalente que solo queda eso tan socorrido de que es lo que hay. O de otra manera, lo real vale lo mismo para un roto que para un descosido, apariencia de claridad que ciega y engaña. Pero si le metes el diente, joder, como brama de arisca y paradójica que se vuelve. Ante esta tortura nuestra, tanta paradoja donde Decartes quiso ver lógica y nada más que lógica, mucha lógica, ¿qué hacer?

La pregunta ha convivido mucho tiempo conmigo, pero no sabía hacia dónde tirar. Poco a poco me fui dando cuenta de que, sin saberlo que lo sabía, no podía ir al origen de la modernidad, sencillamente porque el origen ya no estaba allí. Pero seguía sin saber dónde estaba. Con el paso de los años, sin embargo, “pienso luego existo” fue dejando de ser un muro incuestionable y, por tanto, impenetrable, pero continuaba siendo una fita obligada. Para leer, para ir al cine, para mirar un cuadro, para mirar la naturaleza, para mantener una conversación, miraba de reojo a la raya cartesiana y luego leía, miraba, hablaba. Como un niño mira a su madre, como una hiena a su presa.

¿Cómo puede ser el mundo al otro lado del muro cartesiano? ¿Cómo puede ser el mundo fuera de la ciudad moderna? ¿Qué se quedó fuera cuando derribaron la murallas medievales? ¿Qué diablos entró para llegar a donde hemos llegado? De repente se me fue colando una ida antigua de la libertad. Caminando, un paso después de otro, con la lentitud propia del peregrino, fuera de la ciudad está el campo y el aire, sobre todo el aire, y el silencio, que no es ausencia de ruido. Inopinadamente, de golpe, ni el fin de la historia, ni la muerte del arte, ni el destino con propósito tienen la importancia de unos pasos atrás. Ahí quedan el barullo y el brillo de las calles, los empujones y la mezcolanza del metro, los atascos de las circunvalaciones, las colas en los cines y los teatros para ver sus mágníficas o mediocres representaciones, las rebajas en los grandes almacenes, en fin, unos pasos atrás quedan el éxito y el fracaso, lo mejor y lo peor, quedan todas las leyendas urbanas que aguantan el mito de la modernidad. De repente, el peregrino solo tiene delante de si el horizonte al descubierto. Levemente, entonces, sonríe y mira al cielo, correlato inevitable de su inmensa soledad.

Yo creo que exactamente eso es lo que hay al otro lado del muro cartesiano. Eso significa salir de la ciudad, símbolo por excelencia del cartesianismo y de su modernidad con reglas y semáforos: buscar la libertad, como los arameos antiguos buscaban a Dios, evitando su paso por ella, eludiéndola.

No es la ciudad contra el campo, no es lo ecologista dando codazos a lo urbanita, no es la bici contra el coche, no es o conmigo o contra mí, eso vuelve a ser lo que desde Descartes ha sido: furia, chismes, dolor, cacharros, mucho bienestar, mas chismes y cacharros, mas dolor, mas bienestar a mansalva y sangre, guerras devastadoras y mucha, pero que mucha, muerte. Es la búsqueda sin origen ni final y sin esperanza, es la búsqueda necesaria y no desesperada. Es reconocer que al otro lado de los muros de la ciudad el aire es distinto pero es el de siempre. Es reconocer que, al otro lado de los muros cartesianos de la ciudad, la línea del cielo permanece como fiel registro del propio enigma de la vida. Es el pasado que no ha muerto porque nunca ha pasado. Es el encuentro con lo ancestral que nos habita, mientras atrás quedan los grandes rascacielos como diagrama de barras de nuestra refulgente y avasalladora soberbia. Como dice el poeta: Dios hallará el patrón y lo romperá.

Sin el consuelo divino de los arameos, solos ante el insondable misterio de la existencia, ante el intenso sentir de nuestra soledad interior, salimos afuera de los muros de la ciudad a poner en contacto los fragmentos en que nos ha partido la modernidad cartesiana. Exhaustos, salimos a religarnos y autoconsolarnos. Misterio y sentimiento comulgan entonces en armonía, y con los aires de la montaña y de la llanura dándonos en la cara, por fin llegamos a oír el verdadero sonido de las palabras y a sentir el aliento profundo de las imágenes. Aliviando también el malestar que nos produce la perplejidad, que se deriva de haber llegado a saber de nuestra situación y porvenir en medio de tantas y tantas aglomeraciones.

martes, 16 de marzo de 2010

UN CUENTO DE NAVIDAD, de Arnaud Desplechin


LA FAMILIA, COMO REALMENTE PUEDE SER

La familia es ese lugar de sombras donde a uno le echan al mundo entre pañales, y así cubierto trata de buscar la luz vanamente hasta el dia de la tumba final. ¿Pelin tenebrista y apocaliptico?, créame que no. Cualquier de las variantes del lado, digamos, angelical del asunto no garantiza mas luz ni un final mejor, ni tiene que ver necesariamente con el r esultado de los duelos y quebrantos que ahí dentro se libran. No es mejor, ni tampoco peor, la familia actual que la medieval, por irme lejos. Son distintas, aunque yo creo que tienen en común que funcionan siempre con averias y a trompicones. Pero como es insustituible, la familia es la única institución a la que el Estado (ese otro agujero negro, cómplice necesario en el blanqueo de los trapos sucios familiares) no le pide cuentas, salvo en casos extremos, de lo que se cuece allí dentro. Con que pase por hacienda los días estipulados en el calendario fiscal ya es sufiente. Los malos humos y demás excrecencias de índole y procedencia no económica que en el seno familiar se trajinan, se vierten al espacio público sin reciclar. Nadie llama a la puerta de ningún hogar, ni les exige a los que allí habitan el correspondiente peaje por tanta contaminación. No digo con esto que la familia no tenga que ser así. El lado fantasmal en que se asienta gran parte de nuestra existencia necesita un refugio con esas hechuras, donde no disolverse antes de tiempo. Fíjese el aspecto tan lamentable que ofrecen los que por mala fortuna o audacia mal calculada no encuentran acomodo en este refugio. Vagan como sicarios en celo por la ciudad, como muertos vivientes a la busca y captura de sus semejantes.

Mas que como brújula, la familia funciona como contenedor de lo mejor y peor de la vida. Bien mirado no puede ser de otra manera, ya que en la decisión de formar una familia prevalece el instinto continuador de la vida sobre la intención racional de darle orden y sentido, a pesar de la propaganda psicosociológica o religiosa del ambiente. Ese orden, ese sentido que cada vez con mayor frecuencia no pocos padres reclaman con desesperación ante el infierno en que se ha convertido la convivencia familiar, no se encuentra, no puede existir en su seno, en esa forma de canjilón aleatorio y zumbón en el que viven. El orden y el sentido familar unicamente se pueden visualizar, se pueden sentir, mediante la ficción, sea cinematográfica o literaria, como tan pelis y novelas lo corroboran. Este cuento de navidad es otro buen ejemplo. Mejor que cualquier estudio con datos y cuadros estadísticos incluidos. Mejor que cualquier gabinete de orientación.

La forma que ha elegido el señor Desplechin para su propuesta tiene el interés de dar cabida a diferentes formas y elementos narrativos, una manera muy acertada de entender ese funcionamiento de la familia como contenedor que menciono mas arriba. Así la familia, por fin, no es ni buena ni mala sino todo lo contrario. Vamos, lo que cualquier persona bien nacida sabe, y agradece, de la que le ha tocado en suerte. A todo ello colabora, sin duda, la exquisita elección de los actores. La frialdad y belleza de la madre parece no pintar mucho al lado de su marido con aspecto de botella de butano. Parece, solo parece. Poco a poco me di cuenta de que la aparente asepsia que se percibe entre el matrimonio era la clave del asunto. Era la puerta de entrada a lo que me había convocado el señor Desplichin, ver y sentir su obra como pareja, ver y sentir como los vástagos muestren su deuda con los progenitores, y entre ellos. Sin escatimar mezquindades ni navajazos entre los rivales, sin ocultar gestos de amor y cariño entre los que se quieren, sin dejar de mostar la importancia de los que solo muestran indiferencia, porque de todo hay en la viña familiar. Pero sin abusar, sin cebarse para que lo dramático no se aupe sobre lo cómico, ni lo trágico sobre lo absurdo, con variedad de matices y enfoques, para que la sangre y las lágrimas nunca lleguen al río, con su tendencia a desbordarse, manchándolo e inundándolo todo. Así, toda la familia vuelve a casa, una vez más, por Navidad. Como debe ser en tiempos desesperanzados, pero no desesperados. Como debe ser siempre.

Unicamente me molestó esa incontinencia en la verborrea del estilo francés, que no deja respirar a gusto a las imágenes que aparecen, ni aparecer a las que deberían hacerlo en su lugar, alargando, sin venir a cuento, el metraje de la peli.

lunes, 15 de marzo de 2010

DER BAADER MEINHOF KOMPLEX, de Uli Edel


EL ENCANTO DE LOS FALSOS DILEMAS Y LOS NUEVOS PROFETAS

¿Qué pasa cuando el malestar y el caos es lo gordo de una sociedad? ¿Qué ocurre cuando el dolor por el sufrimiento es mucho mas grande que el placer por el bienestar? Entonces, ¿es legítimo perder la paciencia? ¿Lo que se ha de hacer es coger las armas y tirarse al monte? Gandhi no lo hizo, pero Lenin si, por poner de dos iconos del siglo pasado. No creo que la India Colonial estuviera mejor que Rusia Zarista.

¿Y al reves? ¿Qué pasa cuando todo es al revés, cuando el nivel de bienestar general es superior al malestar y el caos, y el beneficio del placer hace olvidar a mucha gente las penurias del dolor y el sufrimiento? ¿Es legítima, entonces, la violencia? o ¿viene mas cuento practicar el esfuerzo de la paciencia, ya que hay muchas cosas que perder? Alemania es el caso. Se enfilo con determinación hacia el bienestar después de la carnicería del 45. Veinte años mas tarde volvía a ser el motor del bienestar europeo. Entonces, los de la banda Baader-Meinhoff decidieron mediar con sus bombas, ráfagas de metralleta y tiros a bocajarro entre aquel fulgurante bienestar y los problemas sociales que acarreaba, según ellos, el infame orden burgués. En ese momento ya no eran Gandhi ni Lenin, en ese momento ya eran otra cosa, porque también la Alemania de los años sesenta no era la India Colonial ni la Rusia Zarista. Como tampoco el problema era si tener mas o menos paciencia, o ejercer mas o menos la violencia, ante los efectos no deseados del bienestar que trajo el milagro de recuperación alemán y, por ende, el europeo. Falso dilema, vigente todavía.

Pero, ¿quienes eran este grupo de soñadores violentos? La película debería haber servido para eso, para volver la mirada hacia los protagonistas de aquellos tiempos y comprobar que el pasado perdura como presente, cuanto de ancestral hay en ello, y, con lo que queda, si ya es hora de cambiar. Si se puede cambiar. La película debería haber servido para acercarse al alma de gente que sueña así. Y, de paso, cuanto terror habita debajo de los paños calientes del bienestar ambiente. No he visto esta película. El tono y el tempo historicista que Uli Edel le da a su película, esa nefasta moda, apunta en sentido literal hacia el pasado, como si allí pudiera encontrar algo. De nada vale hacer revisiones a la baja, presentando ahora a Andreas Baader desde el primer fotograma como un psicópata irrefrenable, ¿alguien se puede creer que fuera tan simple, tan de una pieza?. Ya sabemos lo que dan de sí los personajes de una pieza. Y a Ulrike Meinhof como una comprometida y pácifica periodista, amante madre de familia y de sus hijas, ¿cómo se adereza su espíritu maternal esplícito y su espíritu justiciero universal oculto?. Con el saltito. Un día da un saltito por la ventana y se convierte en terrorista o revolucionaria de la mano del psicópata ¿Qué hago yo con el saltito? ¿Qué hago con ese matrimonio de conveniencia así concebido? Claro está, la inéquivoca belleza de los planos de la acción revolucionaria urbana de la banda hace olvidar la necesidad de responder a esa y otras preguntas. Acción llama a mas acción, no a la búsqueda de la verdad. A no ser que Edel nos quiera sugerir que esta gente no tenía nada en la cabeza.

Fíjese que solo habían pasado veinte años de la barbarie nazi, y que el gulag sovietico funcionaba a pleno rendimiento, pero la peli transmite la sensación de que los de la banda Baader-Meinhof ya se habían olvidado de la una y que el muro de Berlin (símbolo siniestro del otro) era como un cristal transparente. Eso parece viendo la nula resonancia que tienen en la preparación de sus acciones violentas. Se mueven en la pantalla con la levedad y arrogancia propia de alguien que habita un presente fundacional, adánico, alguien que está dispuesto a dar la forma definitiva al mundo. Vaya peligro.

Siempre me ha parecido un misterio de la condición europea esa capacidad que tenemos de calentarnos los cascos con los conflictos a cincomil kilómetros, o más, de distancia y el ensimismamiento que nos paraliza delante de los que tenemos delante de las narices. La década de los sesenta fue gloriosa porque inició una manera de vivir y de pensar megálomana que simbolícamente acaba con los atentados del 11 de setiempre en el centro neurálgico del capitalismo global. Creíamos que no podíamos estrellarnos, creíamos que pensar así no obtura ni carcome el cerebro, pero aquel fatídico día nos encontramos con la horma de nuestro zapato. Nos encontramos con alguien que había hecho del ejercicio de la paciencia una religión y además estaba dispuesto a morir por ella, con alguien que vino a estrellarse contra nosotros. Nuestra megalomanía, hoy ya declinante, sigue sin dar crédito a lo ocurrido.

jueves, 11 de marzo de 2010

GOMORRA, de Matteo Garrone



LOS HECHOS NO GUARDAN RELACIÓN CON LA VERDAD

Hoy comienzo en triángulo. Primero con esa frase tan kafkiana que a mí me parece, a la vez, tan perturbadora: ¿cómo se sabe más de la vida dentro o fuera de la ley? A la que le acompaña esta otra, hecha por quien todavía practica la fe en las virtudes de la vanguardia artística: la norma se inventó para las gentes de medio pelo, esa mayoría que nunca quiere sobresalir en nada ni por encima de nadie. Por último, el tercer lado tiene que ver con la siempre polémica relación entre realidad literal y ficción real: toda comunicación concluye siempre en un fracaso, pero la verdadera comunicación es ficticia. Naturalmente, lo segundo no se sigue de lo primero. Es decir, la ficción no tiene nada que ver con el fracaso.

La pregunta que se desprende de esta triada de aseveraciones no se deja esperar: ¿de dónde le viene al respetable el hambre ambiente de realidad-mucha realidad-todo es realidad? ¿Es culpa de la ficción? ¿O es que, de repente, con el último empujón tecnológico, nos creemos ya liberados de la mediación de la ficción para llegar a la verdad? El hombre sapiens y aldeano siempre necesitó que le contaran historias, al parecer sus limitaciones ante una vida infinitamente más grande que él y su familia así lo aconsejaba. ¿Por qué al hombre global y urbanita quiere que le cuenten documentales? ¿Qué está cambiando en nuestra forma de percepción? Dicen que emocionalmente seguimos más o menos como antaño. Entonces, ¿qué buscamos en lo documental que no encontramos en lo narrativo? ¿Por qué Gomorra funciona como si fuese una web-cam, colocada en el muladar de la ciudad donde van a parar todas las inmundicias de la condición humana? ¿Todas? Usted y yo sabemos que no. Usted y yo sabemos que con esta manera de rodar cruda, sin invenciones ni adornos de estilo que tiene Matteo Garrone rebaja al espectador a la condición de ciudadano normal, o si quiere a mero espectador de noticias, o de productos reality, tipo callejeros y tal. Por este camino, tampoco llegaremos muy lejos sobre que hay en el fondo de esos banqueros experimentados, premios Nobel de Economía, doctores de Harvard, líderes mundiales, genios de la creación de modelos matemáticos computerizados, tampoco sabremos la verdad sobre esa patulea de cabrones que han llevado al mundo a una ruina cuya escala todavía desconocemos. ¿De qué nos vale, entonces, ver este tipo de realidad sin cocer en la elegante e hipnótica cazuela narrativa (sí, ya lo digo, el Padrino, o Los Soprano, pongamos), si no nos aproximamos al tuétano de la verdad. ¿Por qué tendemos a confundir realidad literal con verdad? Si, al menos, intuimos que la vida no es literal, ¿por qué tendemos a confundir lo que vemos con lo que hay, a decir que las cosas son como son y a defender que hay verdades como puños, punto pelota? ¿por qué hay tanto acérrimo de este entocinamiento mental?

La ensoñación que me produce ver a Don Vito Corleone, o a Tony Soprano está hecha con la peor mierda de albañal. De acuerdo. Su forma de contarse y contarnos, no deja de fascinar a los propios matones reales y a mí mismo como espectador. Reconozco que siempre acabo queriéndolos. Su forma de retratarse, de alguna manera, acaba por retratar mi violencia interior y el miedo que me da saber que soy su único contenedor. También reconozco que durante mucho tiempo tuve problemas de conciencia con esta identificación. Pero después de ver la peli de Gorrone, mordiendo la realidad cruda a cachos, ya tengo respuesta a la primera pregunta del principio. Y al tiempo me doy cuenta que con tanta realidad literal, con imágenes tan pretendidamente veraces, tengo tendencia a bostezar, y a pensar algo que me incomoda: que bestias pardas son estos napolitanos, pero que agustito estoy sentado en mi butaca, mientras los veo, al comprobar que no soy como ellos.

sábado, 6 de marzo de 2010

SOBRE HIENAS Y BROKERS













Del mundo que nos ofrece la visión del pensamiento alicia, su miedo a la vida es lo que explica esa querencia por el paraíso donde nunca ocurre nada, a fuerza de estar protegido de todo.

Hay razón en la parte de hiena que habita en los de la cima del mundo financiero empresarial (la inestabilidad laboral es lo que les permite mantener el domino de una empresa, bajo la amenaza de no contar con el currante si, dicen, se pasa o no llega), pero también la hay en el itinerario de maravillas que marca el corral humano donde estos cimeros viven y pastorean (¡que duro es ser jefe!, se quejan en privado). A ellos mismos les gustaría estar solos entre hienas, pero, ay, le da más seguridad jugar con esas dos barajas. Es el dilema que tienen planteado ante la crisis. Es el dilema entre si hay alguna certeza en el paraíso perdido que dicen, con tenaz predicamento ante las cámaras y los micrófonos, hay que recuperar, o si solo la hay en la voluntad de quienes persiguen con fe inquebrantable, caiga quien caiga, una verdad inalcanzable, que, sin embargo, define inmejorablemente su camino mortal en el tramo espacio temporal que les ha tocado vivir.

Hace unos meses fui a visitar las pinturas rupestres de la cueva de Chauvet en el departamento francés de l’Ardeche, cerca de donde Eric Rohmer (in memoriam) rodó su Cuento de otoño. Usted sabe que lo mas interesante de la vida se da fuera de las coordenadas habituales del espacio tiempo donde sobrevivimos y nos aniquilamos. Incluso el amor, el sexo y la bolsa, que tanto parecen de este mundo, únicamente cobran todo su significado cuando rompen las hechuras físicas donde aparentemente tienen lugar: la fragilidad de los cuerpos y del patrón oro. Ver las pinturas de unos tipos que vivieron hace 35000 años (con anterioridad a su descubrimento, las mas antiguas estaban datadas en 15000 años aproximadamente) me introdujo en un territorio de sombras, cuya conmoción fue contigua a la luz que me rodeaba en el entorno y aroma provenzal. Ayer, igual que hoy, resulta tan sobrecogedor como misterioso comprobar qué le lleva a alguien a crear mundos posibles y paralelos al que sobrevive cada día. ¿Qué le llevó a un cazador recolector de hace 35000 años a meterse en una cueva y conseguir con unos cuantos trazos contundentes y llenos de verdad las silueta sublime de una hiena, un caballo, un oso, un león, o un hombre-bisonte jodiendo las extremidades inferiores de lo que esta considerado como la primera imagen de una mujer. De repente no le valió con cazar y con joder, le surgió la necesidad de representarlo. ¿Por qué? Igual que al Cromañón de ahora, Oliver Stone talmente, no le basta con leer en los periódicos que el broker de Wall Street, pongamos, se salta la determinación material del patrón oro para volar hacia el infinito poniéndole ceros sin parar a su cuenta, para comprarlo todo, para aniquilarlo todo, sino que lo tiene que meter en su cámara como el de hace 35000 años fijaba lo que cazaba, y lo que hubiera deseado cazar, a la roca. ¿Por qué? Deseo y realidad ya competían a muerte en esa cueva de Chauvet hace tantos miles de años, deseo contra realidad a la busca de una vida mas grande, de un león mas majestuoso del que cazaba cada dia, de un polvo mas duradero del que echaba cada noche, de un sueldo de números infinitos, al fin y al cabo, tan efímeros y degradables tanto en el exterior de Chauvet como en la calle paralela de Wall Street.

¿Qué hay de común entre Chauvet y Wall Street? ¿Qué tienen en común el Cromañón de antes y el de ahora? De otra manera, ¿con que armas se viene librando esa interminable y cruenta batalla entre la realidad y el deseo? Con el lenguaje, el arte y la violencia genocida. Piénsese todo junto. Me estremecí cuando se lo leí así, mientras preparaba el viaje, a uno de los cronistas de la Cueva de Chauvet. No se olvide de pensarlo todo junto, insistía, la presencia y durabilidad del hombre de Cromañon, o sea nosotros mismos, o sea el llamado pomposamente Hombre Sapiens Sapiens, solo se puede entender mediante la combinación fiel e inequívoca de esas tres componentes: el lenguaje articulado para llevar a cabo todo tipo de transacciones, la capacidad de crear mundos posibles y paralelos, y la voluntad incurable de aniquilar otras especias de animales, homínidos o Sapiens Sapiens semejantes (Judios, armenios, pequeños ahorradores, trabajadores, etc) que le puedan hacer sombra. Sigo estremecido ante la lúcida determinación de tal imperativo: piénselo conjuntamente, Lenguaje, Arte, Voluntad Genocida. Estremecido pero, al mismo tiempo, sereno ante la enormidad y el riesgo del reto que nos espera, si queremos seguir todos vivos en este planeta. Aunque, ahora que caigo, siempre tendremos a mano el glorioso ejército de salvación de los muertos vivientes, que, como no, ponen su espacio propio de representación a nuestro alcance. ¿Salvados?

martes, 2 de marzo de 2010

DESGRACIA, de Steve Jacobs


EL HAMBRE DE MACHOMAN

La figura del machoman es una fuerza eruptiva de la naturaleza, que como un terremoto nos atraviesa, hasta partirnos en dos. Su correlato, la figura de la hembrawoman es otra de las fuerzas desbordantes que constituyen el mundo, y que como un tsunami nos abraza, hasta ahogarnos. Entre las dos consiguen que el mundo continúe dando vueltas, de momento. Cuando digo fuerzas estoy pensando, las estoy equiparando como ha visto, con sus pares en el mundo natural, y sometidas igual que ellas a los vaivenes de calentamiento y refrigeración que hay entre el temblor ardiente y profundo del núcleo y las diferentes formas solidificadas que habitan en la superficie. Cuando digo correlato no digo que se lleven bien, en realidad se llevan a matar en ecológica armonía. Con sus periodos de tregua las diferentes fuerzas, de cuya resultante surge lo que conocemos por naturaleza, están en permanente beligerancia. Es el equilibrio primordial entre supervivencia y aniquilación. Conviene, entonces, no olvidar a Freud para entender lo que significa la cultura, civilización, o como se llame todo eso, como organismo regulador de ese cotarro, y que son también formas que adquiere la naturaleza en la superficie. Únicamente desde la protección que nos proporcionan sus murallas, desde la comodidad transitoria de sus sitiales podemos llegar a sentir y a entender, además, toda la belleza, todo el atractivo, todo el sentido que desprenden cada una de sus representaciones. Paradoja habemus.

El señor Lurie no es un robagallinas, ni está echado a perder, ni vive tumbado en la cloaca por miedo a caerse en ella. No es, pongamos, nuestro último héroe mediático John Cobra. Es un respetado profesor de poesía romántica, ay, de la universidad de Cap Town, que no ha perdido un ápice de su condición depredadora de machoman, con toda su gama de pretensiones intactas, sin miedo a estrellarse o congelarse en el camino, que haciendo uso de esa megalomanía en la que vive instalado se atreve a hacer lo que hace, rompiendo así el equilibrio primordial entre supervivencia y aniquilación antes mencionado. Lo peor de todo, entonces, es que el señor Lurie no sabe qué hacer porque lo denuncia la alumna que se ha tirado y lo han despedido (así en este orden), vaya por dios. Va entonces y se me pone vaticanista rumbo a donde vive su hija, con la culpa y arrepentimiento en cada alforja. Cielo santo. Que quiere que le diga, gente así, mire a su alrededor, me da mucho más miedo que cualquiera de los grandes gatos de la sabana africana.

Le decía antes que convenía no olvidar a Freud y los suyos, también para constatar la fragilidad de la cultura y la civilización, ese refugio, ante la envestida de los arrebatos de tipos como Machoman Lurie. Para reconocer su escasa influencia en su toma de decisiones y, sobre todo, para entender, y hacernos entender, lo que le ha sucedido, lo que está sucediendo. Comprenso que a un león del Serengueti no le interese, se trapiña a la gacela y no da más la brasa. Así funciona el pacto primordial entre supervivencia y aniquilación fuera de la universidad y su área ciudadana de influencia. Pero, ¿cómo funciona dentro de ese lugar hasta ahora sagrado? ¿Hay rastro de ese pacto entre tantos libros y conocimientos? ¿Que se ha perdido con su desaparición? ¿Qué hacer cuando los libros y el conocimiento no funcionan como contrapeso a las dentelladas del león, al igual que los resortes de la civilización a la que representan? ¿Qué hacer cuando la universidad se convierte en selva o sabana?

Buscar la redención intentando dar cobijo y consuelo a su hija Jessica, violada y ultrajada por una jauría de machosman locales, digamos, no universitarios, no ayuda a aclarar el sentido del cada vez más complicado asunto. Menos aún, si Jessica decide no abandonar el lugar donde la han violado, asumiendo esa desgracia como parte de la vida que le ha tocado vivir, casándose con un vecino de la misma raza que los de la jauría, ella que es lesbiana y ha compartido amor y sexo durante muchos con otra mujer. ¿Nueva manera de editar el equilibrio, el pacto primordial entre supervivencia y aniquilación? Con la pieza que se le ha metido en casa, ¿cómo puede hacer valer la confianza en la relación paterno filial? ¿Cómo se puede saber desde donde estamos colocados como espectadores en ese momento? ¿Cómo se puede entrar en ese mundo con los ropajes del arrepentimiento vaticanista con que se ha vestido el señor Lurie? El culto profesor no ha entendido nada de lo que le obligó a abandonar Cap Town y no entiende nada de lo que le pasa a su hija. Ni el espectador inadvertido, si le sigue a través del filtro de su mirada, que es la que manda en la pantalla. Eso sí, la bragueta no deja de tenerla entreabierta para cualquier hembra que merodee a su alrededor.

El señor Lurie es un machoman astuto y curtido en la caza. Ya se ve, desde las primeras escenas en el aula, como pone la mirada sobre su presa. Ningún felino lo hubiera hecho mejor. O, como buen putañero, persigue a las lumis. ¿Cómo quiere que me crea que puede entender el racismo a dos bandas en Surafrica y por el mismo envite ansiar el amor de su hija? Hay un cierto desbordamiento por parte del director Jacobs a la hora de cebarse con la redención de su personaje, más allá de la cual tengo dificultades para construir algún tipo de sentimiento relacionado con la empatía o con alguna variante de la compasión. De otra manera, o le sigo su rollo o me quedo fuera.

Pero el señor Lurie es, también, un profesor universitario con una mirada estrábica, no se si por causa del despido o es la impronta del cazador, todo lo cual no es óbice para que no ejerza de personaje inteligente. Por respeto a la inteligencia del espectador, debería haber puesto la suya a servicio del relato. Pero no lo ha hecho. No se trata de montar el número de la redención y la culpa, y tal y tal. Ya sabe, al Cesar lo que es del Cesar, a Dios lo que es de Dios. El señor Lurie va de superCesar, que no se imagina que tiene a su Brutus amenazándole el cogote. A eso se llama pasarse de listo, y con tipos de tal pelaje no se va a ningún sitio de interés cinematográfico. De lo que se trata es de saber qué tipo de vida vivimos ahora, cuando individuos del prestigio cultural y social del señor Lurie actúan así, sin poner límites a sus pretensiones. No digo que el señor Lurie no joda, que lo haga. Que joda, que odie, que asesine si conviene a su cerebro y su polla (perdón por la redundancia), que lo haga en la Universidad de Cap Town o en Princenton. Pero que no me oculte su actuación bajo el manto exculpatorio del arrepentimiento. Eso es lo que me interesa como espectador.

Somos criaturas inevitablemente manchadas por la vida. Bien lo sabe su hija Jessica. No sentirse culpable, ocultándola al arrepentirse, sino mirando de frente a esa mancha, a esa imperfección horrible, elemental, es lo que yo le pido al docente Lurie cuando comparece en la pantalla. No que me dibuje un itinerario moral a modo de confesionario, sino que me muestre la dimensión y textura de la mancha, aquí y ahora. Negritud mediante, si quiere. Así de paso sabré si vale la pena ir, o no, a la Universidad. Disculpe el lapsus oportunista, pero mi sobrina pequeña me ha pedido consejo.