martes, 23 de marzo de 2010

SOBRE LA PERSUASIÓN


Le dejo esta perla de la más que neurótica Virginia Woolf a propósito de las grandes obras de arte. Una muestra fehaciente de cómo es el talento quien únicamente puede sobreponerse a la locura y la arrogancia:

“El éxito de las obras maestras no parece descansar tanto en su ausencia de defectos – en verdad, a todas les toleramos los más grandes errores – como en la inmensa persuasión de que es capaz una mente que ha llegado al pleno dominio de su perspectiva.”

¡Uff!, qué manera de desenmascarar a toda esa palabrería que, envuelta en ademanes exactos, sociológicos, estadísticos, pedagógicos, sensatos y beatíficos, no consigue que su mirada levante el vuelo de una gallina. Esta debería ser la utilidad de las grandes obras de arte para nuestra vida. Para nuestra buena vida. Aprender que justamente esa es su gran carencia: dosificarse para coger un largo aliento. Saber que lo propio de la vida es desbordarse sin control para después decaer hasta la muerte, en un ciclo interminable. De nada valen aquellos ademanes suaves y profesorales, si quien los pronuncia no levanta el vuelo. Y si no levanta el vuelo cae y tropieza y cae, una y otra vez, una y otra vez.

La incapacidad de no despreciar las circunstancias que le ha tocado vivir, de no ser capaz de sostenerse con altura de miras dentro de ellas, hace que su acción, sea política, profesional o artística, no pueda transcender más allá de los lugares donde habita. Entonces, ante la no aceptación de la propia incompetencia, ante la determinación de no dimitir de su medianía: totalitarismo habemus. Así de fácil da sus primeros pasos la negación del otro, la predisposición a no tenerle respeto. Lo lejos que pueda llegar ya no depende del sujeto en cuestión, sino de las bridas legales y sociales donde viva. El será ya siempre, y sin remedio, un intransigente, un sectario, un dogmático, en fin, un totalitario.

No es, por tanto, la persuasión lo que cementa y apelmaza a las grandes masas de espectadores o lectores delante de las grandes obras de entretenimiento o delante de las raquíticas ideologías. Es el gusto por la ausencia de sombras que hay en su geometría; es la simpatía que produce esa metáfora antropológica que transmiten y que consiste en creer que todo nace, crece, se reproduce y muere, como solemos hacer los humanos; es el hechizo que les provoca comprobar que el mundo de la ficción y de la política está hecho a la medida de sus elementales sentidos. Es, en fin, lo que hay en su conciencia y es, también, la medida de cómo perciben su tiempo.