viernes, 28 de septiembre de 2018

SINCERA VULGARIDAD

Franz Kafka venía a decir que lo que le falta al mundo es también mundo y se expresa por su negatividad."Yo he asumido intensamente la negatividad de mi tiempo, que además me es muy cercano, y que no tengo derecho a combatir, pero que en cierta medida tengo el derecho de representar." Antes que indignarse o querer ponerlo todo patas arriba, Kafka ilumina con sus palabras la asunción intensa de la negatividad del mundo que le tocó vivir, que no fue otra que el principio del que hoy vivimos nosotros, eso sí, con grandes dosis de desesperación y revolucionarismo de salón. He de confesar que admiro ese talante del escritor checo, que da la dimensión cabal de lo que es el enorme talento que despliega en las obras que dejó escritas. Una literatura que, por ser descarnada en su forma expositiva, invita a traerla a nuestra vida cotidiana para hacer las oportunas comparaciones. Una de las negatividades más acusadas de nuestro tiempo, que al contrario se Kafka soy incapaz de asumir, es la sincera vulgaridad (que quede claro que la hay ilustre, como bien argumenta Javier Gomá en su libro, “Ingenuidad aprendida”) que han asumido, estos si, quienes se encargan en la actualidad de la educación en nuestro país, a saber, padres, profesores y, por ende, alumnos. Así de sinceros todos, al unísono, han declarado la guerra a la infelicidad y no a la ignorancia, como era de esperar dada su condición irrenunciable de ser los transmisores y receptores de la humanidad en el momento presente de la existencia humana. O dicho al estilo kafkiano, han declarado la guerra a la muerte y no a su propia inmortalidad, como era de esperar dada su condición insalvable de seres mortales. Para entendernos, siguiendo la decisión tomada por el escarabajo de Kafka, han preferido vivir como animales humanos, antes que hacerlo como verdaderos seres humanos. Siempre que llega el día en el que oficialmente comienza el curso escolar, me coloco de forma discreta en los aledaños de la entrada del instituto de mi barrio para observar cómo se acercan los diferentes escarabajos educativos. Carmen Arjona, una de las profesoras del instituto que más se queja de lo que le falta a la educación, un ideal, lo que le lleva a reconocer sin engaño la forma negativa en que se manifiesta esa carencia, incompetencia general de sus protagonistas. Me reconoció al acabar el curso anterior que lo dejaba, que se tomaba un año sabático pasado el cual ya vería hacia donde enfocaba su destino profesional. Arjona pertenece a la última generación de enseñantes que busca desesperadamente una plaza en propiedad pero, a diferencia de otros de su quinta, no a cualquier precio. Hija como es de la nueva pedagogía de la modernidad europea, construida sobre el principio de autenticidad, tampoco sabe como tasar el precio que tiene que pagar por tener plaza fija. Arjona es partidaria de la espontaneidad de los alumnos en el proceso de su aprendizaje, pero tiene claro que ese proceso, con sus procedimientos, derechos y deberes, los diseña ella. La espontaneidad no puede atentar contra la búsqueda de la virtud y la excelencia que debe acompañar siempre al aprendizaje de cualquier ser humano, pues eso es atentar alevosamente contra el ideal educativo. Esa es su función primordial, me dice, que sin tenerlo claro que es si intuyo cuando van contra él. Platon, de nuevo. Esa visión romántica del genio espontáneo de chistera, conejo y varita mágica, dice Arjona, que perdura incomprensiblemente entre el materialismo militante y monetario de muchos de sus colegas, es inaplicable en el estadio democrático educativo y cultural de las sociedades de masas actuales. Alentar a los alumnos a ser auténticos hasta para ir al baño, como propone esta línea pedagógica imperante, es alentar a que la arbitrariedad de esos sujetos (propia de su edad y condición) se apodere del campo de acción del aprendizaje, que es más que un campo acotado, pero que no es la selva. Es en este giro lingüistico donde se ceba la incompetencia a que antes me refería, insiste Arjona. Siendo así que la natural arbitrariedad de los unos y la incompetencia consentida de sus mayores, produzca esa religión laica moderna (apoyada de forma impagable, como un catecismo, por la tecnología digital a la que están adscritos) de la que sinceridad vulgar de todos, que pone por encima de todo, incluso de la virtud y la excelencia necesaria para que se dé el aprendizaje de su humanidad en el ser humano. Nadie se puede educar en la selva (tampoco en la selva digital), pues su ley, como todos los padres y profesores saben, es la del más fuerte, cuya verdadera autenticidad no puede ser nunca creativa (tal y como correspondería a quien está aprendiendo y enseñando, de forma recíproca e intercambiable), sino exclusivamente gastronómica. Es decir, como ya sabemos por los documentales de la 2 y los grupos de whatsapp, en la selva el más fuerte se come siempre al más débil. Una autenticidad creativa que no es genial y permanente, sino provisional y fruto del esfuerzo, la atención y el reconocimiento del otro. No hay tipos geniales, sino que algunas de sus obras pueden llegar a serlo, con el paso del tiempo y la mirada atenta de los otros. O dicho de otra manera, un ser humano siempre es inferior a sus creaciones. Como esperaba, de hecho fui a la puerta del instituto para corroborarlo, vi como Carmen Arjona caminaba cansinamente esa primera mañana de curso hacia su destino, que, de momento, una año más continuaría invariablemente con mirada de escarabajo, atado a la disciplina de un horario dentro de la jaula del aula, donde seguiría aguantando a unos alumnos, que no quieren aprender al menos, si la cosa no cambia, que ellos serán los futuros escarabajos kafkianos. Lo mismo que le iba a suceder a la falta de un ideal educativo en el instituto y a la incompetencia pactada y consentida de los padres y profesores. 

jueves, 27 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 19

CODA FINAL
Ahora que llego al final de estas crónicas viajeras por el oeste americano, puedo decir que se basan en mi experiencia como un turista consorte. En verdad a mi lo que me interesa es la costa este. Debe ser por esa necesidad que tengo como lector de ponerle imágenes a las palabras. Por decirlo de forma esquemática, el este norteamericano es a la literatura (o a las palabras) como el oeste es al cine (o a las imágenes). El medio oeste, o las Grandes llanuras se avienen a los dos ámbitos. El dilema que me plantean la costa del Pacífico respecto a la costa del Atlántico es el mismo que siempre tengo, y que ya lo he mencionado en estas crónicas, entre realidad y ficción, verdad y verosimilitud. En la costa este es un dilema de matriz claramente europea, mientras que en la costa oeste el dilema es genuinamente norteamericano. Seguiré disfrutando de la trilogía fílmica que John Ford dedicó a la caballería del ejército de la Unión haciendo del lugar donde las rodó, Monument Valley, un espacio mítico para siempre. Y cuando el cine convierte los espacios geográficos donde se desarrolla la acción de sus narraciones en lugares míticos, es decir, cuando los eleva por encima de su condición material desparecen del mapa donde han estado siempre.   Lo que quiere decir que Monument Valley, por mucho que los empresarios del turisteo se empeñen en convertirlo en el mejor reclamo entre los loros de las redes socios, verdaderamente solo existe en las películas de John Ford. Pues se produce la paradoja de que la fuerza del reclamo publicitario del lugar sigue estando en las películas del cineasta tuerto, las que, a medida que pasa el tiempo, son más desconocidas para los turistas loros más jóvenes. Las relaciones de poder individuales que representan las redes sociales necesitan la legitimación global de cada momento con su aliado de siempre, el saber. Dile a un turista loro que no sabe, a ver qué te contesta, dile que toda su ceremonia de poses y medidas ante las tierras rojizas de Monumnet Valley no es otra cosa que la constatación de su abismal ignorancia cubierta por una colosal arrogancia. Sin embargo, la literatura de la costa este permite relacionarme con sus espacios de otra manera. No es que la costa oeste no tenga literatos que la hayan narrado, lo que ocurre es que siempre hay detrás un guionista espabilado que se apropia de sus ideas para llevarla a las diferentes pantallas. L.A. Confidencial, la novela de James Ellroy sobre la ciudad Los Ángeles es más conocida por la película homónima y posterior de Curtis Hanson, que por los aciertos de sus propias palabras. Es difícil, por no decir imposible, que eso ocurra con los poemas de Emily Dickinson, o los relatos y reflexiones de Herman Melville, Edith Warton, Henry Thoreau, Waldo Emerson, Edgar Allan Poe, etc. Es por ello que visitar el lugar donde vivieron estos escritores adquiere un significado distinto pues sus textos fueron creados antes de la existencia del cine. Digamos que me falta esa visita para “acabar” de leer sus libros.Y aunque los guionistas y directores cinematográficos les han dedicado sus atenciones con diferentes películas, nunca pueden rivalizar con la fuerza original de la prosa literaria que aquellos imprimieron a sus obras. Solo Nueva York es una excepción, pues a pesar de ser el escenario protagonista de memorables novelas, por ejemplo, la edad de la inocencia de Edith Warton, o Manhattan Transfer, de John dos Passos, también lo ha sido de las películas de talentosos directores de cine, con Woody Allen a la cabeza. Esa duplicidad hace que la ciudad de los rascacielos sea motivo de seducción tanto para los turistas loros como para los viajeros coremáticos. Quiero acabar estas crónicas volviendo a este concepto que ya mencioné en uno de los escritos anteriores, y que me ha acompañado, a pesar de mi absoluta ignorancia al respecto, en todo este periplo del oeste norteamericano. Me refiero a los coremas, que Michel Onfray menciona al final de su libro, “Teoría del viaje”, con un subtítulo que yo lo adopté desde que acabé su lectura, antes de iniciar mi viaje, como el verdadero título, “Poética de la geografía”. Para explicar lo que significa una geografía coremática, Onfray adopta el punto de vista olímpico que le permiten los viajes en avión. Ese alejarse del tumulto y murmullo de la geografía de los loros, recuperando así la capacidad de asombro de los antiguos filósofos griegos es lo que más me ha interesado del libro, y lo que me ha permitido subsistir al lorismo empecinado en este viaje. Pues al margen de la aglomeración repetitiva de los turistas loros en todos y cada uno de los rincones o balaustradas, donde la organización de turno ha decido que nos tenemos que reagrupar, siempre encuentro un hueco desde donde poder intuir, aunque sea precariamente dado mi desconocimiento del alfabeto coremático, el desciframiento del mundo que tengo delante poniendo en marcha una incipiente lectura de la realidad geográfica que lo alberga. 

miércoles, 26 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 18

LOS ÁNGELES 2
El turista accidental que uno siempre es cuando abandona la faja que lo sujeta a en casa como en ningún sitio, aparece sin tapujos, y con todas su contradicciones a cuestas, en cuanto pone los pies en Los Angeles. Fuera de ese kilómetro 0 que es el centro original colonial y la catedral de Rafael Moneo, todo ordenado a la vieja usanza europea, la referencia de las autopistas para entrar en la ciudad, que mencionaba en el escrito de ayer, se traslada una vez dentro a la intrincada red de calles y avenidas que se extiende a lo largo y ancho de su enorme término municipal. Así como otras ciudades son conocidas por ser la meca de alguna de las industrias que han ido apareciendo desde la primera revolución industrial, automoción, electricidad, espacio, digital, Los Ángeles es conocida en todo el planeta por ser la ciudad que vio nacer la industria del cine: Hollywood. El cine es un invento europeo, los hermanos Lumiére mediante, pero su evolución hasta convertirse en un acontecimiento al alcance de cualquier espectador en cualquier rincón del mundo tiene su emblema indiscutible en ese cartel, Hollywood, cuya tipografía luce como el primer día en lo alto de la misma colina. Algo que no deja de sorprenderme si tengo en cuenta que alrededor de la industria del cine nace también la industria de la moda, de las tendencias cambiantes y, sobre todo, la industria de la prisa subida a esas plataformas de lanzamiento con una velocidad de crucero cada vez más elevada, creadas alrededor de la televisión  y de los dispositivos digitales de nuestro presente pantallista. Ponerme delante de ese añejo cartelón, hechas sus letras con el aliño indumentario de un carpintero de provincias, sin que a nadie de los estudios que han ido creciendo a sus pies, abajo de la colina, se le haya ocurrido escribirlo con la caligrafía propia de ese aceleramiento digital en el que vivimos, no deja de intrigarme cada vez que me topo con su estampa, lo cual es perfectamente factible desde muchos de los rincones de la ciudad por donde paseo. Así que tenemos una industria del celuloide multimillonaria en sus logros, que ha hecho realidad los sueños de millones de hombres y mujeres durante todo el siglo XX, y que se sigue promocionando urbi et orbi con un cartel de barraca para la feria de un pueblo. Sin ir más lejos, hago un paréntesis para destacar como contrapunto las obras de arte digitales que los magnates de las Vegas han mandado construir para renovar lo que es la marca del lugar: los neones que iluminan de día y, sobre todo, de noche sus calles y  hoteles-casinos. He de reconocer que superado el primer efecto sorpresa acabó por gustarme el cartelón de marras. Sabiendo la historia de lo que ha crecido debajo de la colina donde permanece instalado, me parece un ejercicio de la generosidad y austeridad que lucen los dioses del Olimpo moderno. Pues imagino que eso es lo que representa. Nada hace pensar que, viéndolo una vez y otra, bajo sus auspicios haya crecido la industria más rutilante que nunca antes imaginó la humanidad. Por lo demás, todo lo que ha hecho posible que tanto brillo anide durante algunas horas en mi corazón está, digámoslo así, medio oculto entre las calles de esta ciudad impar. Pues siendo la exhibición y el exhibicionismo las señas de identidad de esta industria y de este arte (así por este orden), sus mimbres materiales permanezcan ocultas a la mirada del turista accidental. Lo cual, bien mirado, es una manera pertinente de que pueda entender, al fin, las relaciones de parentesco paterno filial que existen entre lo que llamamos realidad y lo que pensamos que es la ficción. La persona y la máscara. Basta con ir al paseo de la fama o colarte en la rutina de alguno de los estudios, tipo Warner, o hacer un recorrido por Berbery Hills, para entender esto que digo. Desde la época helénica, nunca los dioses habían estado, a pesar de su discreción, tan cerca o al alcance de los humanos. El cristianismo estableció una distancia insalvable entre el único Dios y sus diversas criaturas, que determinó la mirada del orbe occidental durante milenios. Hoy esa mirada, que es la dominante entre los turistas accidentales que por Los Ángeles caminamos, se convierte en un estorbo, y puede inducir a equívocos. Es habitual escuchar entre esos turistas accidentales y occidentales, europeos mayormente, que Los Ángeles es una ciudad sin interés y, además, muy difícil de visitar debido a las distancias tan enormes que hay. Algo que, por mucho que le preste atención, no se que quiere decir, aunque se que quiere decir algo. ¿Cómo es posible que amantes de las series televisivas y del internet, no les guste la cuna de todo eso? Vuelvo de nuevo a la calamitosa pedagogía que se hace entre realidad y ficción, justo en el momento histórico actual cuando es más necesario que nunca hacerla. La visita a Los Ángeles así lo denuncia. O dicho de otra manera y por atenerme al pantallismo imperante, no es lo mismo deslizar los dedos por la pantalla (realidad) que meter sus huellas en lo que hay debajo (ficción). Como anécdotas significativas destacar mi visita a la casa donde vivió Joe Dimagio con la mujer de sus sueños, Marilyn Monroe, y la última cena, antes del regreso a Europa, en Santa Monica (otro hito del camino real) en el restaurante de Forrest Gump. De nuevo el cine. Es imposible abrir la boca y pronunciar la palabra significación, es decir, lo que atraviesa se dé cuenta o no al turista accidental, sin que aparezcan las imágenes de cine a darte la bienvenida, de esa manera en que no se sabe si Monroe es real y Gump ficción. O si la cosa es al revés. Con estas disquisiciones, que no acaban de resolverse nunca, uno va entrando poco apoco en el alma verdadera de Los Ángeles. 

martes, 25 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 17

LOS ÁNGELES 1
Si todo viaje, como el amor, es fundamentalmente un ejercicio de anticipación y recuerdo, es decir, un ejercicio de la imaginación a raudales, en el caso de la visita a la ciudad de Los Ángeles me cuesta mucho poner ese mecanismo inmaterial en marcha. Me cuesta anticiparme pues como bien dicen las guías que leí antes del viaje la característica principal de Los Ángeles es que no tiene puntos de referencia. No es, para entendernos, como cuando uno se acerca a Burgos o Narbona, que desde lejos ya observa la majestuosidad de sus respectivas catedrales. Y me cuesta recordar porque los únicos puntos de referencia que tiene son las autopistas. Después de abandonar San Francisco, la ciudad más europea de la costa oeste norteamericana, entro de nuevo, por decirlo así, en territorio comanche desconocido. Formando parte, como San Francisco, del camino real, la evolución de Los Ángeles ha sido completamente otra. Tampoco hace falta ser un experto en antropología urbana para deducir que ello se debe a la instalación a principios del siglo XX en su término municipal de la principal industria del cine: Hollywood. Todo en Los Ángeles gira y se ha desarrollado alrededor de esta sacrosanta palabra como un relato cinematográfico mas, cuyo sentido se encuentra vigilado como un faro por sus palabras encantadas: “hache, o, doble ele, y griega, doble uve, doble o y de”,  formando el cartel convenientemente situado en lo alto de una de las colinas que circundan a la ciudad. Uno de los lugares que, a pesar de que se divisa desde cualquier punto, el efecto loro de los turistas me alcanza y me comunica que he de ir a visitarlo lo más cerca posible. Como en Roma, Jerusalén, la Meca, el nuevo santuario de la sociedad moderna pide peregrinación. No vale con verlo, por ejemplo, desde lo alto del parque del Observatorio, tal vez la mejor vista,  y sentir al mismo tiempo la presencia (con foto incluida delante de su busto) de uno de los mitos de este nuevo Olimpo, James Dean, pues fue allí donde tiene lugar la última escena de Rebelde sin causa, la película que lo convirtió en un mito eterno. No basta con saber que esta ahí (eso ya lo sabe el loro del turista antes de salir de viaje), hay que subir hasta su área de influencia más próxima, donde no hay nada reseñable, donde nunca pasó nada, pero tengo el cartel casi al alcance de la mano. Así es la nueva fe de los que hemos sido  educados bajo la religión cinematográfica. Si he sabido seguir los indicadores de las autopistas para entrar y, una vez dentro, he subido al punto más próximo del cartel de Hollywood, ahora si, puedo asegurar que he llegado con pleno derecho de estancia a la ciudad de Los Angeles. Lo mejor entonces es comenzar por el principio, el núcleo antiguo de Nuestra Señora de Los Ángeles, antes de que todo fuera tan real como una película. Todavía conserva su traza colonial, a lo que ayuda que la mayoría de los peatones que me encuentro por la calle son de origen mejicano o suramericano, en un de cuyos restaurantes me siento a renovar las fuerzas perdidas por la adaptación. En el primer anillo de ampliación de la ciudad aparecen ya los edificios civiles del poder actual y la nueva catedral de Los Ángeles de la mano del arquitecto español Rafael Moneo. Wikipedia dice al respecto: 
“La Catedral reemplaza a una catedral anterior y de menor tamaño, la Catedral de Santa Vibiana, que fue dañada seriamente en el Terremoto de Northridge de 1994. Se estimó que las diversas reparaciones sobrepasarían los 180 millones de dólares. La diócesis concluyó que sería más apropiado construir una catedral nueva. El costo de una nueva catedral estimado por la Iglesia era de 150 millones, pero las contribuciones fueron más de lo que esperaban y todas las previsiones de la Iglesia se vieron sobrepasadas y el costo total fue 189.7 millones. Varios miembros de la religión católica no estuvieron de acuerdo con el nuevo diseño moderno para la catedral o en crear una iglesia nueva en total.
La catedral ocupa un área de 23.000 m² (5.6 acres) en la esquina de Temple y Grand Avenue en el Centro de Los Ángeles junto a la autopista 101. La dedicación tuvo lugar el 2 de septiembre de 2002. Juan Pablo II nombró al cardenal James Francis Stafford, presidente del Consejo Pontificio para los Laicos, enviado especial para la Dedicación de la nueva catedral. Fue diseñada por el arquitecto español Rafael Moneo. La Iglesia de doce pisos de altura puede acomodar a más de 3.000 peregrinos, tiene una plaza de 10,000 m² (2.5 acres), varios jardines y cascadas de agua. Posee también un Centro de Conferencias, una residencia para los obispos y una para el Cardenal Roger Mahony.” 

La pregunta que le hago al arquitecto que firma cualquiera de los edificios modernos de las grandes ciudades es siempre la misma: ¿por qué lo has construido así? Y aunque no lo tengo delante su respuesta es fácilmente adivinable, ¿por qué puedo y alguien me lo paga? Cuesta hacerles entender que la razón arquitectónica (como cualquier tipo de razón) tiene un límite, más allá del cual la habitabilidad de sus edificios y el paseo por las ciudades se resiente desde el punto de vista de la humanidad a que unos y otros tienen derecho a preservar y a renovar siempre que lo consideren necesario. La catedral de Los Ángeles tiene, sin embargo, un mandato diferente. Aunque el edificio de Moneo compite estéticamente con los edificios civiles adyacentes, la respuesta del arquitecto español no puede ser la misma que la de los arquitectos civiles. Moneo sólo podría contestar, la he construido así porque me pagan, y quienes pagan, obviamente, lo hacen en beneficio de la gracia de Dios. Sin embargo, se nota que Moneo ya no forma parte de la tradición de los arquitectos anónimos que construyeron las catedrales medievales. El dinero ha abierto una grieta irrestañable en las paredes de su catedral, que hace temblar la Fe en el precepto milenario de la gratitud divina. Dentro conservan la compostura, y el rito de la eucaristía se mantiene incólume de la mano de un pater que sigue fiel al significado del texto sagrado y a los signos exteriores que lo acompañan, aunque las columnatas y los vitrales que los observan, al oficiante y a los feligreses, ya no se acomodan a semejante liturgia. Apuntan descaradamente hacia otro lado que no está allí dentro en ese momento celestial. 

lunes, 24 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 16

SAN FRANCISCO 2
Es muy, muy difícil, disipar la ignorancia cuando se tienen una enorme arrogancia o vanidad, en fin, tal y como leía el otro día en un blog, acabaremos presumiendo de no tener estudios. Una frase que resplandece en medio de la habitual acritud, mezquindad, paranoia y negatividad de las redes sociales. Bien mirado este arranque intempestivo debería corresponder al final de lo que quiero decir es continuación, como su consecuencia inevitable. Lo he escrito así porque cada vez me parece más evidente que lo que vino después del año de las grandes catástrofes, 1945, no fue la paz, sino una celebración interminable entre los que tuvieron la suerte de seguir vivos, que es le propia al colosal funeral por los que tuvieron el infortunio de morir abrasados debido a las barbaridades que aquellas produjeron, tanto por un bando como por el otro de los que participaron en la contienda. Que todo ser vivo persevere en esa condición no quiere decir que ello mecánicamente pueda aplicarse a lo que diferencia al ser humano de cualquier otro ser vivo. El animal humano puede que si lo intente, pero el humano espiritual que existía antes de la contienda es más que probable que haya desparecido para siempre. Por tanto, después de una guerra entre seres animales humanos no viene la paz, que le es más propia al espíritu humano. Sino alguna mutación desconocida del animal humano producida los estropicios incontrolados de aquella. ¿Cómo podría acontecer semejante estado de ánimo pácifico? ¿Cómo puede llamarse paz a que callen los cañones y los bombarderos, incluso que se vaya reordenando la rapiña de manera más llevadera? El caso fue que los vencedores así lo decretaron y todo lo se produjera a partir de 1945 estaría bendecido con la vitola incuestionable de la alegría inducida de vivir. ¿No se parece mas a una variante, ahora si, del estado de coma  inducido? El movimiento beat, con Jack Kerouac y Neal Cassidy a la cabeza pilotando su novela “En la carretera”, tuvieron que hacer de tripas corazón y, siendo los herederos directos de la enorme tristeza que inundó el mundo después de la guerra, convertirse en los abanderados y predicadores de la nueva alegría inducida que todo kiske tenía que exhibir, sino quería arriesgarse a que lo llamaran un aguafiestas, en el mejor de los casos, o un proclive a la guerra, sino su financiador, en el peor. Una alegría inducida, o prefabricada, que ha llegado a su más alto grado de perfección con la instauración de las redes sociales en medio del aburrimiento global existencial, que es en lo que se ha convertido hoy aquella tristeza original de post guerra colada por el cedazo de los sucesivos testamentos hereditarios generacionales por los que ha tenido que pasar desde entonces, casi ochenta años ya. Vaya todo lo anterior para dejar constancia de lo que significa un paseo por, digámoslo así, lo que queda del San Francisco Beat y su continuador natural el San Francisco Hippy. El primer paseo me lleva, como no puede ser de otra manera de acuerdo con la guía que todo turista loro lleva en la mano, al barrio de North Beach. Valga decir que el efecto loro en el turismo de masas es otro de los logros de la alegría inducida de vivir de la que te he hablado antes, y verdadera alma del éxito indudable de las redes sociales. Por fin, después de dos siglos de individualismo romántico errático, todo el mundo ve y repite lo mismo, todo el mundo se intercambia las mismas fotos, quiero decir, todo el mundo vive en paz sin ningún tipo de agradecimiento y sin sensación de rebaño ni de estar encerrado en un aprisco, pues todo es debido a su particular y esforzado mérito. Amén, así sea. Como contrapunto díscolo o guerrero, el orgullo del viajero solitario, confundido entre tantos loros, permanece, aunque hoy ruge en silencio como si de un león se tratara en medio la selva urbana. North Beat es un barrio de inspiración italiana con calles que suben y bajan. En el cruce de Grant Street con Columbus Avenue se encuentra la librería City Lights Books, lugar de reunión de los miembros de la generación beat. Vamos, el centro del universo, fundado en 1953 por el poeta y librero Lawrence Ferlinghetti. Ni que decir tiene que ocho años después del final de las grandes catástrofes, para estos beats aquellas carnicerías eran ya una cosa del pasado irreversible en que vivieron sus padres, y ellos, totalmente ajenos a esa desoladora  herencia, estaban, o querían creerse que estaban, a otra cosa mariposa. Por ejemplo, el bar Vesubio, donde se reunían los beats después de pasar por la librería, y donde también se maceraba en alcohol el gran poeta inglés Dylan Thomas. Así que yo para no ser menos, me puse en plan turista loro y pedí una cerveza Budweiser. Aunque, como ya lo he mencionado, para saber de primera mano lo que fueron estos beats, lo mejor es leer con atencion su biblia, “En la carretera”, cuyo autor es uno de los más augustos, y a la vez critico, predicadores del asunto, Jack Kerouac. Lo que queda del espíritu hippy en San Francisco se encuentra entre las esquinas de las calles Haigdt y Ashbury. Aquí es donde el turista loro disfruta a su gusto. Pues barrio Haigdt-Ashbury está ocupado por tipos que con la cámara en la mano fotografían todo lo que a ellos les parece que responde a la etiqueta de lo mínimamente hippy. En los bajos de las casas pintadas con colores vivos, librerías alternativas, tiendas psicodélicas, restaurantes de comida macrobiótica, etc. Lejos ya de 1945, los hippys sé enfrentaron a su propia guerra generacional, la guerra del Vietnam. Se podría decir que fueron ellos los que inventaron el pacifismo, un concepto igualmente alejado del de La Paz (desde entonces convertida, más que nunca, en un ideal deseable pero fatalmente inalcanzable de forma planetaria, lo que significa, no nos engañemos, que la precaria “paz” de unos es la fuente del intenso dolor de los otros), convertido así en un comodín para enfrentarse sin despeinarse los pelos a cualquier roce inevitable de la convivencia cotidiana del animal humano. Hoy todo el mundo es pacifista, otro síntoma más de la alegría inducida del vivir digital. Queda claro que el pacifismo no aborda, por qué no es su intención, lo que es propio del espíritu humano en relación a lo es radicalmente diferente a él. El pacifismo es una reacción reactiva dentro de la lógica de las utilidades morales de las tribus humanas. Después de Vietnam varió la concepción del poder militar y la historia de las estrategias militares, sin duda. La titularidad de la industria armamentística, muy poco. El control sobre los canales de venta y suministro de esas armas, nada. Pero el destino de los que tienen que seguir dando la cara y, llegado el caso, la vida en el campo de batalla de los números conflictos bélicos, que no han dejado de proliferar sobre el planeta desde la época del pacifismo hippy, hoy como ayer, continúa  siendo un infierno.

viernes, 21 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 15

SAN FRANCISCO 1
En esta ocasión el tópico tiene una relación explícita e instantánea con lo que veo nada más llegar: San Francisco es una ciudad diferente a todo lo que llevo visto en este periplo por el lado occidental de los Estados Unidos de América. Juro que no me he puesto flores en la cabeza, ni me he encontrado gente particularmente encantadora, como nos dice Scott Mckenzie en su famosa canción, que si he vuelto a escuchar en un vídeo días antes de iniciar el viaje. La cosa es más elemental de lo que las exaltaciones románticas nos quieren hacer creer: San Francisco es diferente a todo lo que llevo visto hasta ese momento porque es la ciudad más europea, porque nada más poner los pies en sus calles me siento como si estuvieras en casa, lo cual no anula o hace desaparecer la otra muletilla que todo turista o viajero lleva siempre en las alforjas o las maletas: nada a largo plazo o no pasar demasiado tiempo en ese mismo lugar. San Francisco logra romper ese difícil equilibrio a favor de en casa como en ningún sitio. Me basta con descender la calle Lombart, la de las flores escalonadas a lo largo de su pronunciada pendiente, para darme cuenta de que los cinco días que he pensado estar en la ciudad van a ser insuficientes. San Francisco necesita como mínimo un mes para hacer nido, pues sin ese sitio como en ningún sitio es imposible degustar los diferentes sitios que se ofrecen al paseante. Fíjate que lo primero que he hecho ha sido cambiar el estatuto de mi presencia en la ciudad de la niebla vespertina sobre el famoso puente dorado, a saber, he dejado de ser un turista más para tratar de llegar a ser un paseante singular. Así que después de la pendiente de la calle Lombart, en la que tomé contacto físico con la característica más notoria de la orografía de San Francisco y de la que da cuenta en sus películas uno de los personajes más conocidos de la ciudad: el teniente de la policía local Frank Bullit, me dirigí al restaurante John’s Grill al que, según cuenta Dassiel Hamett en su novela, El halcón maltés, iba cada día el detective privado Sam Spade a comer sus apetitosas chuletillas de cordero. Seguramente hay otras maneras de enmarcar el sentido de mi estancia en esta ciudad, pero al hacerlo entre personajes de ficción vinculados los dos a eso tan ambiguo y escurridizo como es el cumplimiento de la ley, me parece que favorece la visita a otros lugares conocidos donde de verdad allí sucedieron hechos reales. Y es que San Francisco es una ciudad que bascula constantemente entre ficción y realidad, obligando al paseante a tratar de discernir en cada momento la influencia sobre su mirada de esa tensión que no cesa y que, al fin al cabo, acaba mezclándose sin saber donde comienza la una y donde va a la otra, o al revés. Fíjate, sino, en su origen, la misión de San Francisco, que da nombre a unos de sus barrios más emblemáticos. Hay que tener mucha fe, es decir, mucha imaginación para llegar hasta aquí hace trescientos años, siguiendo lo que luego se conoce como el Camino Real, para dar testimonio de la importancia de Cristo en el nuevo mundo. Hay que atreverse a perder la razón lógica y la de la gravedad, para filmar las delirantes persecuciones que nos ofrece Frank Bullit a bordo de su Ford mustang verde oscuro de 1968. Entre aquella que aún conserva su dignidad al lado de la petulancia de la nueva catedral, rodeada de las nuevas edificaciones del barrio, y la hermosura de este coche discurre el guion para entender el alma de la ciudad. Sin ambos dos es difícil entender, por ejemplo, el Barrio colindante a Misión, Castro, donde el afamado concejal gay, Harvey Milk, dejó escrito para siempre con su valor y coraje, los derechos legítimos de esta minoría sexual, que hoy se enseñorea orgullosa a lo largo y ancho del barrio. No es que me haya olvidado de lo que, según el canon turístico vigente, debería haber mencionado al principio de este escrito, como santo y seña de entrada y salida de la ciudad. Me estoy refiriendo, como no, al puente del Golden Gate. Lo que no me impide confesar, a pesar de lo dicho anteriormente, que fue mi primera visita, pues aunque no es la única vía de acceso, su prestigio internacional la convierte en inevitable. El puente del Golden Gate, no hace falta insistir en ello, es una pieza de ingeniería. Sigue cumpliendo el valor de uso que le asignaron sus diseñadores, ese que hace que los medios de transporte y las personas puedan pasar con absoluta seguridad de un lado a otro de la bahía. Esa apabullante utilidad le impide crecer hacia ese tipo de significación que lo aproxime a una obra de arte, como muchos quieren calificarlo. Significación la tiene, sin duda, pero dentro del paradigma que acoge a todo lo que es útil, el del progreso incesante del ser humano mediante la utilidad que proporcionan las obras que para tal fin construye desde la rueda y el fuego. Si haces un ejercicio de comparación entre el lugar donde apunta el significado de las catedrales góticas, o el de la torre Eiffel, o el del ford mustang de 68 del teniente Frank Bullit, y el del puente del Golden Gate, podrás comprender esto que digo. Me doy cuenta, sin embargo, qué la afluencia masiva de visitantes para fotografiar y cruzar el puente del Golden Gate no es debido a la utilidad que proporciona, sino a una transcendencia que a todos nos gustaría ser testigos de su despegue, pero que aquella utilidad se lo impide. Aunque si lo pienso con atención, a lo que de paso te invito, tener la experiencia de este límite de los ingenieros en el mismo lugar de los hechos, me parece otra forma de trascendencia nada desdeñable. Nos tenemos que conformar, por tanto, con contemplar la esbelta figura del puente dorado, que en realidad está pintado de purpurina rojiza, como telón de fondo, o marca estática, o signo sin significado, indistintos todos ellos respecto al acontecer significativo de las diferentes películas cuyo director así ha decidido utilizarlo.

jueves, 20 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 14

LO MORTAL
En una sociedad panvitalista como la que nos ha tocado vivir es bastante desconcertante que inviten al turista, quintaesencia coyuntural de ese panvitalismo aludido, a visitar un lugar denominado Valle de la Muerte. Uno desde la distancia y el confort donde vive se imagina lo peor. No porque se crea literalmente lo que anuncia el rótulo, sino porque el hecho mismo de anunciarlo irrumpe con desasosiego en esa idea de inmortalidad que intenta superponerse como sea sobre nuestras vidas. Si te fijas, y eso es lo más interesante, no hay eufemismo en el anuncio. Siendo como es la publicidad turística, con su halo positivista irrefutable siempre dispuesto a darse de bruces con la cara del lector que se acerca a su mensaje, a ningún creativo del gremio se le ocurrió poner una enmienda a la totalidad del anuncio, pongamos, Valle de las últimas voluntades o Valle de los Estados terminales o Valle de los espíritus ascendentes. Tampoco se les ocurrió a estas inteligencias peeclaras de las agencias publicitarias algo muy querido por la inmortalidad que profesamos los miembros de la clase media de estirpe occidental, a la sazón sus principales clientes, a saber, vincular la visita al mencionada Valle mortuorio con alguna de las traducciones del precepto horaciano, carpe diem, por ejemplo, ven al Valle de la muerte y aprovecha el día, o deja que el día de su fruto, o haz de esta visita la mejor cosecha del día. En fin, cualquier título o definición que elidiera la aparición explícita de la palabra Muerte, vinculada además a la palabra Valle, sinónimo de vergel, oasis, quiero decir, vida. Hasta ahora había un firme consenso sobre que lo propiamente inhóspito de la tierra se haya en los polos o en los desiertos, pero desde los relatos bíblicos los valles son los lugares donde siempre se asienta la vida en busca de su desarrollo: creced y multiplicaos. Incluso los predicadores del cambio climático continúan fieles a ese consenso a la hora de tratar de evaluar sus efectos dañinos. Nos anuncian apocalípticamente cómo se deshielan los polos y como el desierto avanza hacia los valles. De forma inopinada nada de esto preocupa a los organizadores del parque del Valle de la Muerte, tan cuidadosos, sin embargo, para que nadie se despiste y pase de largo. Para que nadie pierda el tiempo en digresiones, rodeos, complicaciones, para que se olviden de su eterno vacilar diario y el consiguiente eterno volver a comenzar. Que nadie se detenga a pensar si se puede vivir y durante cuanto tiempo, o no se puede vivir ni un segundo, bajo el palio de un termómetro que puede llegar a marcar más de 55 grados centígrados. Las advertencias en las guías no dejan de recomendar prudencia en la visita. No dicen que hay serios riesgos que el visitante no salga con vida, que menos si se le conmina que vaya al Valle de la Muerte, pero que si se le dice puede encontrase con sorpresas desagradables. Que se cubra bien la cabeza en los breves instantes que salga del coche para hacer la foto correspondiente, y que beba agua constantemente. La pregunta no se hace esperar, ¿qué se puede fotografiar en el Valle de la Muerte? ¿La muerte misma? ¿No dijo Epicuro que si tu éstas la muerte no está, y que si es la muerte la que está eres tú el que se ha ido para siempre? A lo que se debe referir la guía es a las fotografías de la mortalidad, que si acompaña a cada uno de los visitantes, lo acepten o no. Luego el lugar, pensé, lo deberían llamar el Valle de la Mortalidad (más propio de la geografía coremática), pero es casi seguro, en asuntos de psicología de cabecera los creativos son unos espabilados, que con ese nombre a nadie le movería la curiosidad. Y, sin embargo, el Vall de la Muerte esta lleno de seres inmortales que habían viajado hasta allí guiados por su instinto vitalista y saludable que los mantiene en pie cada día y los anima a hacer estos periplos norteamericanos. Luego la muerte, como el hambre, es un negocio, pero la mortalidad un estorbo. Sea pues. Con su cámara en bandolera, como ya preveía la guía no paran de hacer fotos a diestro y siniestro desde que he llegado. Paradójicamente, quienes a buen seguro deambulan por sus ciudades de origen dando tumbos, según el tono vital que los acompañe, se enfilan aquí hacia un horizonte de arena y calor infernal sin pensárselo un instante. No se sabe quien ha dibujado ese horizonte, ni que conversación se puede establecer una vez que allí se llega, lo único que observo es que la atracción es irresistible. Nadie retrocede. Me dejo llevar por el oleaje y de repente se me ocurre pensar que si los coches que hemos dejado en el aparcamiento desaparecieran, la muerte podría convertirse para muchos de los que confiados visitantes que caminan por aquel secarral sería un hecho inevitable. Pero los que caminan a mi lado observo que se siente inmortales, pues derrochan el extramado optimismo de su vitalidad, a sabiendas de que cuando vuelvan sobre sus pasos el coche los estará esperando. ¿Cómo se imaginarán un día logrado? Es una pregunta que me acompaña cada día en la ciudad donde vivo. Una de las posibles respuestas, fíjate, la tengo ahora delante de mis narices. Descender al punto más bajo de la tierra, más de cien metros bajo el nivel del mar, caminar y caminar, volver y volver, beber y beber, fotografiar y fotografiar, y coger de nuevo el coche que te llevará de nuevo al nivel del mar. Sin zig zag, sin fronteras que trazar, sin temblores ni temores. Con cerca de 50 grados centígrados sobre las espaldas ya nada duele y la sonrisa aflora tímidamente entre los labios. Un día logrado puede empezar a vislumbrase en la disolución de aquellas formas que caminan a mi lado. Me hubiera gustado razonar de otra manera, pero cómo hacerlo en un lugar desértico donde el único monumento (pensé en ese momento en las pirámides de Egipto) son unos urinarios para que la gente haga sus necesidades de forma controlada. ¿No te parece todo una ironía del propio razonamiento? Una ironía que no quiero llamarla, cielo santo, surrealismo. La visita al Valle de la Muerte se le puede calificar de cualquier cosa, menos surrealista.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

EMERGENCIAS NARRATIVAS

Bien mirado, y vuelto a mirar, el titulo del libro de Boris Vian, “la espuma de los días”, le viene que ni pintado al tipo de vida que llevamos quienes pertenecemos a la clase media actual, algunos de cuyos miembros son asistentes habituales de los clubs de lectura realmente existentes. O sea, muchos de los que vestimos y vamos a votar, después de habernos calzado, setenta años después de haber sido escrita. Y el contenido también se le acopla como un guante a la mano, a saber, un mundo que se hace cada vez más ininteligible por ausencia de miradas adultas que se encarguen de su comprensión, a cuyo lado en un mera relación de contigüedad, un puñado de personajes infantlizados hacen lo único que saben hacer, jugar hasta que se mueren sin abandonar su condición infantil y, por tanto, sin ser del todo conscientes de su mortalidad. Como hoy en nuestras vidas, en la novela de Vian nada se sabe respecto si el infantilismo de sus protagonistas es consecuencia de la brutal indiferencia o ausencia de los adultos en el mundo que tienen al lado. O la cosa pinta al revés. Lo que sí parece claro es que el lector se enfrenta a ese momento en que ya no hay vuelta atrás, pues todos los lazos entre el mundo y los habitantes que en él sobreviven están rotos, ergo, cada cual va a lo suyo hasta la consumación final. En ese sentido la novela funciona como un acta notarial levantada por alguien que, mira por donde, ha quedado a salvo de tal  Apocalipsis, bien porque es de otro planeta, o porque es un enchufado de Dios, bien porque la historia sólo funciona en su cabeza sin ninguna relación con algún tipo de realidad compartida con el lector. O sea, el narrador es alguien que tiene todavía capacidad de producir sentido, es decir, esperanza sobre semejante amontonamiento de escombros y sufrimiento, pero inexplicablemente mira para otro lado. Si no hay nada que hacer, no hay nada que hacer, nos viene a decir, incluso en ese horizonte de diálogo o conversación que tiene que haber entre narrador y lector. Sencillamente porque ese horizonte esperanzador no lo quiere para este relato. Y esto pasa, además de por lo dicho, porque el narrador solo se preocupa de levantar y cuidar la estructura del relato, dentro de su taller de literatura potencial, como acabaron llamando a sus experimentos estructurales los miembros del OULIPO (acrónimo de Ouvroir de littérature potentielle) al que perteneció Vian. Así una de las exigencias de toda innovación narrativa respecto al relato convencional, a saber, que el lector participe activamente mediante su lectura, no se puede llevar a cabo. Pues el lenguaje que utiliza no es portador de sentimientos reconocibles y compartibles, y tampoco se puede aprender del mundo donde habitamos mediante la lectura de la ficción estrambótica que construye. A no ser que se entienda que participar activamente sea aceptar que hay tantos libros como lectores, en lugar de tantas lecturas como lectores sobre un único libro. Ahora bien “la espuma de los días” tiene su utilidad como advertencia o aviso o profecía de lo que nos puede pasar, o ya nos está pasando en algunos ámbitos como la educación y la política, si seguimos surfeando por sus crestas. Que nos las corten y nos hundamos hasta el fondo. “La espuma de los días” es, por tanto, una obra experimental de laboratorio carente de significados, pero que se encuentra llena de signos al modo y manera de la espuma de nuestros días actuales. Y ahora si, a cada signo el lector le da el significado que le peta, pues no tiene sentimiento ni horizonte ético a qué atenerse. Llegados aquí, el chato vino o la birra funcionan como el signo de más consenso. Mi amigo D, muy afín a esta forma de escribir tan afrancesada como él mismo es, escribe juntando textos de signos diferentes y significados difusos, incluso en lenguas diferentes. Un día le pregunté si esa contigüidad era más que suficiente para que con esos fragmentos surgiera el diálogo entre ellos y con el lector. Me dijo que si. Como si juntando los trozos se pudiera volver a rehacer el todo perdido, sueño estéril de matriz física moderna en su búsqueda del origen del universo. De ahí viene la adición de nuestra clase media a los expertos, pues cree que la suma de sus especialidades nos acaba proporcionando la plenitud que añoramos. La pregunta que me hago es, ¿qué se rompe cuando aparentemente se rompe todo? ¿Solo lo visible y determinado, es decir, lo que corresponde al orden vigente? Y lo que es invisible e indeterminado, ¿también se ve afectado de forma irreversible por las bombas o por los efectos letales de nuestra codicia y nuestra desidia? “La espuma de los días” más bien parece responder que se rompe todo para siempre, entendiendo por Todo el curso natural de la Historia, fuera del cual no hay Nada. Sea o no acertada la profecía del relato de Vian, lo cierto es que setenta años después de que lo escribiera, más que entonces, en esas estamos.

martes, 18 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 13

LAS VEGAS
De una manera u otra, todo el mundo ha estado en las Vegas, pero cuesta oír a alguien decir algo sensato sobre porque ha estado en las Vegas. Es como si la voluntad de sentido que acompaña a las palabras tuviera dificultad para abrirse camino en esta ciudad construida en un lugar del desierto de Nevada. Y, sin embargo, ningún visitante puede decir que allí no hay falta de sentido, la prueba de ello es la cantidad de personas que día y noche pueblan sus calles y sus casinos, alrededor de los cuales se organiza toda la abigarrada vitalidad que atraviesa la ciudad. Las Vegas es el lugar sagrado de capitalismo popular. Así como Wall Street o Davos se los puede considerar como los lugares donde se citan diaria o anualmente la aristocracia del capitalismo, en Las Vegas se da cita el enjambre de consumidores de lo que aquella tiene a bien ofrecerles. Siguiendo la tradición bíblica la sacralidad de las Vegas tiene un origen desértico en cuanto al lugar físico donde se encuentra asentada, como ya he dicho está situada en medio del desierto de Nevada, y un gesto de impiedad en cuanto a su origen moral, pues según cuenta la leyenda fue el gánster Bugsy Siegel que huyendo de las luchas intestinas del hampa de Chicago y Nueva York, decidió iniciar una nueva vida en aquel lugar del estado de Nevada donde era imposible imaginársela, pero que acabó convirtiendo en un especie de tierra prometida.  De esta manera una nueva subida de la fiebre del oro, tan propio de estas tierras del oeste americano, atrajo y se apoderó de los que siguieron a Siegel, que construyó como prueba de la fortaleza y bandera de sus creencias en el destino que tenía por delante el hotel casino Flamingo, convertido hoy en templo de referencia de todos los que han ido creciendo cerca de él a su imagen y semejanza con el paso de los años: Cesar, New York, Luxor, Paris, Venecia, Mandalay Bay, Bellagio, etc. Sin más demora, propongo a quienes dudan, o niegan directamente, cualquier atisbo de espiritualidad en la condición humana, que se den una vuelta por la ciudad de Las Vegas. Pues solo inmersos en aquel océano inmenso de materialismo hedonista se puede llegar a captar y entender la fuerza inmaterial o espiritual que subyace oculto debajo de semejante apoteosis de calor, luz y color. Nadie que no tenga un alma enfebrecida, y como un zepelín de grande, levanta y mantiene en plena forma aquella locura bajo una temperatura abrasadora día y noche. Las grandes epopeyas, que además de materiales son inútiles, no pueden ir separadas de parecidas toneladas de Fe inmaterial en su realización final. No se pueden entender únicamente como un psicologismo mecánico. Así las pirámides de Egipto, las catedrales medievales, las grandes obras de los ingenieros en su etapa más exaltada. Pero desde que los ingenieros entraron en su fase precavida, y tomaron el mando los neurólogos y pedagogos, todo ha adquirido un decadente tono material efímero desprovisto de cualquier tono de espiritualidad.  Como si todo dependiera de los juegos de conexión de las neuronas de nuestros cerebros (algo que si lo piensas con atención forma parte más del mundo invisible e indeterminado que de lo visible y determinado) como pretenden hacernos creer los pocos que tiene acceso a mirar a través de las lentes de los microscopios actuales. En última instancia, la relación que podamos mantener con la ley que nos ofrecen neurólogos y pedagogos, después de cuantificar sus experimentos en el laboratorio, no es muy diferente que la que establecieron los judíos errantes con la ley que Moises les trajo al volver del monte Sinaí. Como no todos podemos ser expertos o profetas, únicamente nos podemos guiar por el efecto placebo que la Fe en sus palabras produzca en nuestro comportamiento, así por este orden. Las Vegas es la ciudad aparentemente inútil por antonomasia. Aunque no hay que olvidar que es precisamente la inutilidad de las obras humanas la que mayor dosis reclama, al mismo tiempo, de un sentido del orden y de la sensatez. Es por ello que las urbanizaciones donde se alojan las personas que proporcionan la ecuanimidad necesaria para que el relato de semejante despropósito siga encantando los sueños y anhelos de los visitantes, no dejan de crecer, comiéndole terreno al desierto, a las afueras de la ciudad. Las Vegas es un monumento al dios moderno: el dinero (con ese fondo gansteril y al mismo tiempo civilizador que paradójicamente siempre le acompaña). Pero a diferencia del aristocratismo elitista de Wall Street o Davos, las Vegas es una representación vulgar, no dicho en sentido peyorativo, del nuevo escenario donde ese Dios muestra sus facultades actorales, a saber, tratando de tu a tu al igualitarismo democrático de la época digital. En la Vegas todo el mundo puede perder un dólar jugando a las máquinas tragaperras o ganar cien dólares apostando a la ruleta o sentándose en cualquiera de las mesas de póker. Pero igualmente puede soñar estar en Paris, Roma, Vencía, Nueva York, etc, con sólo pisar el plató que a tal efecto han construido en su interior los mejores hoteles casino de la ciudad. Todo ello independiente del color de la cara, el sexo o la cuna de nacimiento. En las Vegas todo el mundo es una mercancía con alma, para entendernos. Dicho de otra manera, Las Vegas es una construcción moderna y, por tanto, llena de la materialidad técnica del espíritu humano de siempre (como todo lo que hace el ser humano). Así propongo que se reconozca y catalogue su presencia en aquel secarral del estado de Nevada (ahora que parece que tal espíritu lo quieren hacer desaparecer con formulitas neuronales y pedagógicas de consistencia cero en sus andamiajes) del mismo rango que las catedrales medievales o la presa Hoover cerca de las Vegas o, como no decirlo, que el Hombre Leon, la primera manifestación del espíritu humano, tallado sobre un colmillo de marfil hace 34000 años y descubierto hace treinta en el sur de Alemania. Si todavía hay alguien por ahí que no se lo cree, que pruebe a levantar el enorme peso de su cuerpo cada mañana, sin la ayuda de creer en algo o en alguien, por leve o desgastada que sea esa Fe.

lunes, 17 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 12

LO NATURAL 2
De nuevo la arbitrariedad de la naturaleza quiere que no haya continuidad en la visita a los parques naturales de este lado oeste de los Estados Unidos de América. Lo lógico, para entendernos con una lógica nada natural dicho sea de paso, habría sido que después del Gran Cañón del Colorado hubiese venido la grieta de Antelope Canyon y a continuación el parque de Bryce Canyon, pues el trabajo de la naturaleza en estos lugares es muy parecido al estar presidido por la erosión íntima de la tierra, provocada por la acción de los agentes meteorológicos durante millones de años. Mientras que en Monument Valley la erosión mencionada opera, por decirlo así, de una forma más épica, buscando dar forma al espacio exterior. Así pienso que lo entendió, como ya he dicho, John Ford al elegirlo como escenario protagonista de su trilogía de la caballería (Fort Apache, La legión invencible y Río grande). Me cuesta definir a estos dos espacios naturales, Antelope Canyon y Bryce Canyon, como íntimos o poéticos en medio del gentío con el que tengo que compartir la visita. Como ya ocurrió en el Gran Cañón del Colorado la atracción del abismo parece ser irresistible para el corazón humano. Una herencia de matriz romántica que todavía perdura en la mayoría de las conductas del turista actual, masificado e uniformado. ¿Por qué nos atraen más los espacios profundos que los espacios abiertos? No vi a nadie cabalgando en plan John Wayne y se me tengo que abrir paso a codazos pactados entre imitadores de espeleólogos. Sin embargo, ¿por qué, al mismo tiempo, nos gusta surfear más por la superficie de las diferentes pantallas que nos acompañan, que meternos hasta los tuétanos de lo que nos muestran después de hacer nuestros diferentes clics? Experimentado así, ¿puedes aceptar que lo profundo no tiene calado, mientras que el espacio abierto solo lo puedes atravesar si pones el alma en el empeño? Antelope Canyon es una grieta caprichosa de la naturaleza en medio de un espacio seco, desolado y abierto, formado por el cauce de una río sin caudal.  Ningún artista de los autodenominados vanguardistas puede seguir aspirando a la originalidad disruptiva después de atravesar los escasos dos kilómetros que tiene de longitud de aquella grieta prodigiosa. No es ningún disparate decir que el arte abstracto es anterior al figurativo, lo cual si lo piensas con detenimiento es lo que debería constar en los manuales de historia del arte para enseñar en las aulas. ¿Viene de ahí nuestra angustia moderna? Más allá del folclore turístico, con guía navajo incluido que te indica el lugar exacto para hacer la mejor foto, las formas y ondulaciones que esconde esta grieta en medio del desierto más absoluto, deberían servir para repensarnos si estamos viéndola porque hemos conseguido el más alto grado de humanidad o justamente estamos allí por todo lo contrario? Es decir, si a esos misterios de la naturaleza solo se pueden acceder cuando la tecnología ha conseguido deshumanizarnos lo suficiente como para que nuestra visita sea perfectamente intercambiable en el carrete de fotos de la cámara, que es donde en definitiva anida nuestra alma moderna, con Monument Valley o con el parque del Retiro. Hoy sabemos, no deberíamos ignorarlo en este tipo de viajes , que la capacidad angulatoria de los objetivos de las cámaras embellecen los lugares más inanes, con tal de hacerlos visitables por las olas masivas de turísticas anónimos. Lo que te quiero decir es que estos abismos interiores o grietas, a diferencia de los espacios abiertos o exteriores, son difíciles de asimilar por que no tienen relato evidente, o a mano, que los acoja. Nada más hace falta ver, una y otra vez, las películas de la trilogía de la caballería de John Ford, para entender en toda su intensidad y profundidad las grandes dimensiones (largo, ancho y alto) que dan forma al parque de Monument Valley. ¿Quien canta los abismos del río Colorado y de Bryce Canyon? ¿Quien se encarga de sacar a la luz lo que esconde la enigmática grieta de Antelope Canyon? Mientras me acerco a contemplar uno más de los episodios naturales del Río Colorado, este más clásico pero igualmente publicitado por los organizadores y visitado masivamente por los fieles turistas que andamos por allí, a saber, un enorme meandro en forma de herradura, Horseshoe Bend, me dio por pensar que esta ancestral lucha, unas veces amistosa y en los últimos siglos a cara de perro, que el ser humano viene manteniendo con la naturaleza que siempre lo rodea y siempre lo supera, incluso ahora en su versión prepotente de turista, está derivando hacia un pacto no escrito (no otra cosa sería el turismo de masas) mediante el que rebajando o dejando de lado  nuestras aspiraciones humanistas, es decir, el alarde y alcance de los horizontes que nuestra lucidez tecno moderna ha descubierto, podemos seguir disfrutando, aunque sea de una forma más o menos enlatada, de una naturaleza incansablemente hostil y misteriosa. Por qué bien mirado, ¿qué haríamos todos esos turistas si nos dejaran allí aislados en medio de esa naturaleza abismal y espaciosa, solo aparentemente domesticada, pero realmente inhumana? Nuevamente se me apareció nuestra fragilidad y finitud como única respuesta. Lo que es medida cabal de nuestra íntima esencia.

viernes, 14 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 11

LO CINEMATOGRÁFICO 
Mi relación con el western viene de lejos y en forma de resistencia contra la cultura que tomó el relevo a la que había imperado bajo la dominación franquista. Entre los predicadores de esta incipiente cultura, que aspiraba a ser democrática, no reconocían como tales formas que habían tenido su apogeo popular durante la época inmediatamente anterior. Así que el western, la copla, la zarzuela y el cine patrio que se hizo durante el cuarentañismo franquista quedaron catalogados como no recomendables dentro del índice de la nueva etapa cultural. Yo por mi parte me dejé llevar por la nueva corriente dominante y dejé de lado mi afición a lo que mi padre, en las tardes de domingo zamorano, me había iniciado y de lo que él era un gran entusiasta: ir a ver una peli de indios y vaqueros al cine Barrueco. Años más tarde, cuando la nueva etapa cultural había mostrado ya sus mimbres y sus costuras, y gracias a Clint Eastwood y su impagable película, “Sin perdón”, volví sobre mi pasado y me encontré felizmente, y de forma renovada, con mi querida afición infantil por el western. Lo cual me hizo comprender que el pasado es un concepto temporal, sin duda, pero adscrito únicamente al tiempo histórico o de Cronos o de Saturno, en fin, al tiempo que marca con su tic tac implacable nuestra condición de seres mortales. Pero el western, la copla, la zarzuela, las películas de Pepe Isbert y Tony Leblanc y, en fin, las obras artísticas en general no tienen pasado, suceden siempre en el tiempo eterno, que es la otra modalidad del tiempo que también nos constituye, aunque nunca lo tengamos en cuenta a la hora de ponernos delante de ellas, bien sea para leerlas, mirarlas, oírlas, etc. Un tiempo eterno, como no decirlo, que nos consuela de las desavenencias y dolores del tiempo mortal en el que habitualmente vivimos. El caso es que con esta música zumbándome en los oídos llego a última hora de la tarde del día previamente fijado al lugar sagrado del western, Monument Valley. Algo así, para entendernos, como el Mar Egeo fue para la mitología griega, o el Mar Rojo para la egipcia. Pues el western, leí ya sin complejos lo que dijo Andre Bazin sobre el asunto: “el western es el encuentro de una mitología con un medio de expresión”. Allí mismo donde tengo los pies puestos en este momento. Y, como no, para que todo ello haya sido posible hace falta la existencia de un narrador inigualable, tipo Homero para hacernos una idea, que por estos pagos lo conocen con el nombre de John Ford, el señor como él mismo decía cuando le preguntaban por su secreto creativo: déjense de zarandajas, me llamo John Ford y hago wésterns. Pues eso, que me voy a visitar su despacho de rodaje y el de John Wayne, que la familia Goulding le cedió gustosamente para que llevara a cabo su monumental epopeya. Monument Valley atrae a tantos turistas, lo sepan o no sean aficionados al western o no, porque el cineasta de origen irlandés lo transformó de ser un fenómeno arbitrario de la naturaleza (como lo es el Gran Cañón del Colorado) en un personaje universal cumpliendo una misión y dando un sentido y cobijo al puñado de personajes que pueblan las películas que allí filmó. Monument Valley es el ejemplo para entender la armonía que debe existir entre naturaleza y cultura, de cuya renovación pertinente surge nuestra permanente humanidad. Todo allí invita a no distraerse con petulancias personales adquiridas previamente. Todo allí invita a la contemplación y a la reflexión profunda, de las que surgen de manera inevitable otras perspectivas inmateriales además de las que te ofrece la mera constatación de lo evidente que, como en el Gran Cañón del Colorado, no es otra cosa que la paciente labor erosionadora que ha logrado el paso de tiempo sobre aquella materia rojiza. Todo allí invita a meditar sobre la sociedad europea donde vivimos, pues formamos parte casi indistinguible del capitalismo norteamericano que se fundó en esas tierras rojizas, de la mano de sus conquistadores blancos en lucha desigual con los indios que la habitaron previamente. Las películas de John Ford, como lo son la Ilíada y la Odisea de Homero para entender parecidas confrontaciones en la Grecia antigua, son el mejor documento para acercarnos al misterio que subyace debajo de aquellas erosiones milenarias que dan el nombre a Monument Valley. También ayuda a ese recogimiento meditativo la presencia conmovedora de los ciudadanos navajo (censados en un número que supera los 200000 en la actualidad) en todos los servicios que ofrece la organización del parque a los visitantes. Sin tener que odiar a nadie, siguen siendo fieles a sus costumbres ancestrales en ósmosis acertada con el mundo tecnificado de hoy. La extrema diseminación de la nación navajo a lo largo y ancho del parque de Monument Valley choca con la idea previa que tengo de su espíritu tribal, o sea, todos juntos y apiñados como mejor manera defenderse. Ningún criterio urbanístico remotamente parecido a lo que inventaron los romanos aparece por estas tierras. Y, sin embargo, todo funciona. Y nosotros, pienso bajo la influencia de esa conmoción aludida, que somos individualistas romanizados pero vivimos como sardinas en lata. Algo hemos dejado en el camino desde entonces y todavía no sabemos qué es y adónde debemos acudir para recuperarlo, me viene a la cabeza tal duda mientras me apoyo en el cartel que anuncia, a las afueras de Monument Valley, que justo en ese punto el gran Forrest Gump decidió no seguir corriendo.

jueves, 13 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 10

LO EMOCIONAL
Al prestar atención a quienes coinciden conmigo coyunturalmente  en este periplo del oeste americano, observó en ellos una emocionalidad sin nombre o un presente emocional perpetuo, sin antes ni después sin principio ni final, lo cual pienso que tiene que ver con el tedio o aburrimiento que acompaña a las clases medias de matriz occidental siempre que deciden airearlo fuera de su casa. La organización de un viaje (o la visita a un museo o la asistencia a cualquiera de los eventos que ofrecen las agendas de pueblos y ciudades) visto bajo este prisma, es la manera actual de luchar por la supervivencia, nunca por la cultura entendida como un logro de la humanidad supeditado a la atención y la concentración profunda. 
La atención dispersa que prevalece y domina en los viajes actuales habla por sí sola del carácter gastronómico que se ha apoderado de quienes los organizan. Contra todo pronóstico - ¡cuántas veces lo hemos oído por boca de los predicadores de todo pelaje! -, cuando se pensaba que una vez que los seres humanos se liberaran de las cadenas que los ataban a la búsqueda de la satisfacción del hambre material, llegaría el momento de satisfacer el hambre espiritual. Lo que no podían suponer los predicadores de todo pelaje es que el hambre espiritual no es una función secretora del estómago lleno. Es decir, que el espíritu, sea lo que eso sea y se le nombre como se le nombre, no es una excrecencia mecánica del cerebro. Algo ha fallado en el entretanto para que las clases medias de matriz occidental, una vez que han conseguido no tener que preocuparse por llenar el estómago cada día, viajan (por seguir con la crónica del viaje del oeste americano) como si fueran a cazar bisontes para sobrevivir a la dureza del próximo invierno que les espera después de sus maravillosas vacaciones. Las cámaras sustituyen a los fusiles de repetición, los Chevrolet Jeep automáticos a los caballos y caravanas y, como no, los amables  guías de carne y hueso más las ilustradas y coloristas guías de internet al hosco y tramposo Búffalo Wild. Pero lo que diferencia a aquellos pioneros de estos panza contentos es que los primeros pusieron el alma en llevar su cuerpo febril a su destino dorado, que es el mismo que hoy los segundos pisamos perfectamente digitalizado. Bien es verdad, todo hay que decirlo, con una absoluta despreocupación sobre los efectos de aquellas fiebres aunque tuvieran una parecida agitación que las de ahora pues, a diferencia de entonces, no generan nada nuevo, sencillamente reproducen y aceleran lo ya existente, es decir, las oleadas incesantes de turistas que acuden cada año al reclamo propagandístico de estos parajes y sus grandes abismos. Aquellos pioneros después de abrir caminos, subir montañas, bajar acantilados, cruzar ríos y desiertos, etc., llegado el caso, y en sintonía con saberse herederos de una tradición milenaria, también vendían su alma al diablo con tal de tener entre sus manos la mejor y más grande pepita de oro. Nosotros turistas, sin embargo, dejamos nuestra tarjeta, que es donde se aloja el alma moderna harta de estar deambulando sin alcanzar el sosiego que pide su naturaleza contemplativa y profunda, en manos de las compañías aéreas y los organizadores turísticos. Y lo hacemos sin darnos cuenta de que la contemplación que hacemos del Gran Cañón del Colorado no es solo la de un cuerpo a una cámara pegado, sino que forma parte de los logros culturales de la humanidad conseguidos a base de una atención profunda que, dentro de un nido de tiempo que nada tiene que ver con el que nos ha llevado hasta allí, pide (fíjate lo que pide) capacidad de aburrimiento frente a lo que es siempre aparentemente igual. Pide, como decía Walter Benjamin, aburrimiento profundo, hermano gemelo de la atención profunda, que no es otra cosa que “el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia”. O como también dice el pensador alemán, la forma de conseguir el punto álgido de la relajación espiritual. A la herencia épica de aquellos pioneros, pienso mientras contemplo el gran abismo del Colorado desde los diferentes miradores, se merece por nuestra parte una continuación poética, no exclusivamente gastronómica. No me cabe ninguna duda, quiero tener una última visión compasiva, que detrás de una cámara no solo hay un cuerpo con ojos y dedos, sino también aquello que traduce lo que capta el visor de aquella en una experiencia irrepetible. Por más que la estampa general es desesperantemente bovina, he de reconocer que si conseguí detectar, a fuerza de atención y contemplación profunda, destellos en los rostros de algunos de los visitantes de una emocionalidad con relieves, es decir, relevante, en contraste, y eso fue quizá lo más emocionante, con la misma indiferencia que los pliegues y colores del Gran Cañón del Colorado mostraron a los pioneros que pasaron por aquellos lugares preparando el futuro que hoy disfrutamos. Si el gran abismo y su indiferencia son los mismos da igual quien los mire, nuestra humanidad se mide justamente por lo contrario, es decir, no por una atención dispersa e histérica (léase indiferente) por intentar a toda costa de captarlos en nuestras cámaras, sino tratando de que nuestra presencia allí se convierta en nido de ese tiempo y sosiego del pájaro del sueño que mencionaba antes por boca de Walter Benjamin. 

miércoles, 12 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 9

LO NATURAL 1
La primera duda que me aparece delante de la grieta del gran cañón del Colorado es donde poner el peso narrativo de semejante imagen. Como puedes suponer tal imagen es un abigarrado conjunto hecho de cosas y personas “mirando por primera vez” el enorme abismo natural que se abre ante ellos. Tal vez esta estampa represente, como ninguna otra, la banalidad que acompaña, como distintivo o marca de clase, a los hombres y mujeres del actual grupo humano dominante en su ansia por comerse todo lo que se cruce en su camino. Ese afán gastronómico determina la visita a la gran grieta que el río Colorado ha ido horadando en el cauce por donde viene discurriendo su variable caudal a lo largo de siglos y siglos. Me resulta difícil imaginar, durante las horas solares, algún momento en el que poder contemplar solo la magnitud y magnificencia de esta obra de la naturaleza, o sea, de Dios, o sea, de lo que supera cualquier dimensión de lo que pueda dar de sí la mirada y conciencia de un ser humano ahí presente. Dicho de otra manera, no hay posibilidad alguna de sentir esa relación inversamente proporcional, que intuyo que existe, entre la obra del Gran cañón del Colorado y nuestra pequeñez y soledad en el universo infinito que nos rodea. Las cámaras fotográficas, una vez mas, se encargan de darle la vuelta a la tortilla, haciendo al Gran Cañón del Colorado algo enteramente  al servicio de las medidas que le opone el estómago insaciable del dispositivo que todo el mundo lleva colgado a sus espaldas. Un click basta para que aquella dimensión y magnificencia, inabarcable a los sentidos humanos, quede jibarizada en un encuadre y otro, y en todos los que hagan falta hasta que el hambre cese. Si el nomadismo nos dice que en todo viaje uno se convierte en otro, el sedentarismo defiende que en todo viaje uno se convierta aun más en sí mismo, engordado con lo que fundamentalmente la cámara de fotos ha guardado en su barriga. Ni que decir tiene que la mayoría de los que hemos pagado nuestro billete de entrada al parque del Gran cañón del Colorado somos hijos de Caín, es decir, somos sedentarios y, en buena medida, hijos también de ese primer crimen fratricida en nuestra relación con aquello otro y aquellos otros que nos encontremos en nuestro camino. He tenido que ponerme delante de la gran grieta para entender la continuidad de este mito ancestral en las idas y venidas de nuestros días. La organización de la visita al Parque esta hecha de espaldas o blindada respecto a la influencia de este pasado, que aún vive entre nosotros. Es decir, todo en el parque del Gran cañón  está preparado para que el visitante se crea que todo empieza por el hecho de que él ha llegado en ese momento. Buscan con determinación todas las onomatopeyas propias de esa manera de ponerse frente al mundo conocida como adanismo, con sus estrategias de supervivencia o de vida, sus decisiones, su moral o su ética e incluso su relato biográfico que cada cual hace de sí mismo unido, como la uña a la carne, a su tribu de pertenencia sita en el lugar de donde vienen y donde viven con comodidad su sedentarismo. Los miradores desde donde poder mirar el Gran Abismo están perfectamente señalizados en los planos que me entregan a la entrada del parque: Yaki Point, Mather Point, Yavapai Point, etc., son el nombre de algunos desde donde lo observo. Camino alrededor de doce o quince millas para ir de uno a otro, aunque también el recorrido de un mirador a otro se puede hacer utilizando un autobús que la organización pone a servicio de los visitantes pertenecientes al ala más radical del sedentarismo. La opción de verlo todo desde el aire mediante un vuelo de media hora en helicóptero, completa, junto con la excursión a pie o en burro al fondo del abismo hasta llegar hasta la orilla del río Colorado, la oferta que la organización del parque pone al alcance del visitante, pertenezca este al nomadismo o al sedentarismo, ya que hoy sabemos que son maneras de viajar que se dan mezcladas en la intención preliminar, o deseo de partir y salir de casa, del viajero o turista. Mi experiencia consiste no solo en mirar a los pliegues y los colores que sobre ellos la luz solar le saca al Gran Abismo, sino en observar a los que miran. Quizá se encuentre aquí lo más sustancioso de la experiencia, al dar por descartada esa mirada en solitario frente a aquella apoteosis de la naturaleza. Los que miran al Gran Abismo lo hacen siguiendo un conjunto de contradicciones que no les afectan, a saber, lo hacen como si fueran los primeros y fuera literalmente la primera vez que lo ven. El nerviosismo que muestran por hacer y hacerse las fotos los delatan. Están allí pero donde desean estar es en su lugar de origen como si estuviesen allí, y ese sueño hoy se lo hace hoy realidad la panza de la cámara llena de fotos. Visto así, los hijos de Caín conseguimos redimir la culpa que hemos heredado que, a mi modo de entender, es más dolorosa que la del pecado original de nuestros primeros padres, que lo fueron también de Caín y Abel, nuestros hermanos mayores.

viernes, 7 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 8

LO DISONANTE
El ritmo roto de la unidad existencial perdida y el intento infructuoso de recuperarla con el lenguaje, con cualquier lenguaje, nos pone delante de la disonancia dolorosa que dicen los poetas filósofos o filósofos poetas, que tanto da. Ahora bien, ¿cómo se puede soportar lo insoportable de tal pérdida, si todo intento por lograrlo se convierte es un fracaso? No entregándote al luto interminable por la pérdida, sino fracasando mejor en un nuevo intento por restañar la herida. ¿Es la fotografía el lenguaje idóneo  en ese intento de fracasar lo mejor posible? Debe de serlo a tenor de la ingente cantidad de fotos que se han hecho delante de mí y a mis espaldas en estos primeros compases que jalonan la Ruta 66 camino de nuestro destino. Lo que me lleva a preguntarme, ¿cuántas fotos se hacen en una jornada típica de este recorrido? Como viene a decir Susan Sontag en su libro titulado precisamente así, “Sobre la fotografía”, fotografiar algo, o mucho, o todo, pues  eso es lo que hacen quienes llevan una cámara por bandolera es experiencia capturada y “la cámara es el arma ideal de la conciencia en su afán adquisitivo”. Pero desde que escribió Sontang su libro se puede seguir diciendo que el sujeto en cuestión primero tiene la experiencia y luego hace la fotografía; o más bien, como en todo lo que nos envuelve, la impaciencia del corazón, que ya noveló Stephan Zweig, hace que la experiencia sea la fotografía misma, siendo el selfie el epítome cabal de este giro en la definición de realidad objetiva que tenemos delante y donde tiene lugar nuestra experiencia. Tal vez la mirada y la memoria tienen un vínculo mucho más profundo de lo que pensamos y el órgano, mejor dicho la prótesis o el aparato que los vincula se llama ahora cámara. ¿No vamos sustituyendo lo que perdemos o se nos avería en el cuerpo con prótesis en la boca o en las extremidades, no cambiamos de corazón o de hígado cuando hace falta? ¿por qué la cámara no iba a sustituir a la memoria de los ojos, que se atrofia con tantas imágenes que se l echan encima? Sea como fuere, Kingman (en el estado de Arizona) apareció como una ciudad fantasma después de una tormenta que le faltó un grado de la escala correspondiente para convertirse en tornado. Ahora que han pasado los días puedo corregir y calificarla como una verdadera ciudad del oeste americano, igual de genuina que mi entrada en ella al atardecer de aquel primer día de viaje, lo que me convirtió de inmediato en un genuino forastero con esa cara de no saber de donde vengo ni hacia donde voy, por mucho que vaya pertrechado de toda la impedimenta cartografía digital de última generación. Todo lo cual hacia qué apareciese nada más estrenada mi estancia en Kingman, como puedes deducir, la disonancia a la que me he referido al principio sino del todo dolorosa, si al menos con el dolor que provoca el desconcierto que me acompaña, ponga como ponga la cara de optimista profesional aprendida, cuando organizo y emprendo todo viaje que se me ocurra, todo desplazamiento hacia un lugar fuera del habitual. ¿Quiere eso decir que “en casa como en ningún sitio” acentúa su presencia y significado con la edad y con la distancia del desplazamiento? Después de dejar las maletas en el motel que había reservado con antelación, ¿a donde ir en una ciudad de 28000 habitantes aparentemente sin un alma? Los carteles de la Ruta 66, el depósito de agua de un tren que ya no pasa, grafittis de cuando aquella ruta mítica y aquel tren de Santa Fe otorgaban otro tipo de vida a la ciudad. Y la de ese momento en que yo la visito, ¿donde se encuentra? No puede ser que siga imaginando la vida emparentada al lado del jolgorio para intentar justificar allí mi presencia, para que no me entre la sensación de pérdida de tiempo, de fracaso. Cuando ya había perdido toda esperanza, de forma casual veo un cartel que indica bar y además está abierto, después de que haber visto otros con el mismo rótulo pero que estaban cerrados. Entró sin pensármelo dos veces y me embarga la sensación inmediata (me volverá a pasar mas adelante) de sentido, quiero decir de derrota provisional de la disonancia que ya me ocupaba peligrosamente. Unos músicos veteranos que se citan allí cada tarde para tocar sus instrumentos, como otros quedan para hablar de fútbol, o de coches, o de política, fíjate, ensayan sus melodías preferidas. Estaba asistiendo a una tertulia musical, nada más y nada menos. Allí en un pueblo, Kingman, donde me da la impresión de que nunca pasa nada. El bar esta lleno de parroquianos que no parecen que ocupen sus asientos como yo por puro azar, es decir, que todo el que quiere estar con alguien está allí dentro. ¿No se llama a eso hacer comunidad? No por sabida agradezco la experiencia como si fuera la primera vez, cuando la pongo ahora por escrito, pues me permite compararla con lo que vino después en la visita a los sucesivos parques que me esperaban tan rodeada de gente por todos los sitios y, por contra, sin un hueco donde poder estar a solas conmigo mismo, donde poder encontrar ese sentido provisional a esa descomunal disonancia. Nunca había asistido a una tertulia musical, así que pido un vino blanco y me dispongo a escuchar a los músicos, y a observar a los demás tertulianos, hasta que llegue la hora de cenar en el único restaurante que hay abierto en la ciudad.  

miércoles, 5 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 7

LO ESPECTRAL
Lo de ver la solución o alivio a las angustias existenciales personales mediante el hecho de lanzarse al camino o a la carretera, eso que en términos cervantinos sería coger carretera y manta, lo llevaba yo oculto entre algún pliegue de mis pertenencias y aperos del viaje californiano, pues intuyo que esa tradición de caminar hacia uno mismo transitando por los espacios abiertos no solo había producido libros y películas, sino que a buen seguro había dejado un buen numero de testimonios de esas andaduras que, al fin y a la postre, han acabado por modelar el carácter de los norteamericanos. Los primeros pioneros se lanzaron al camino atraídos febrilmente por el oro que algunos periodistas del Este situaban en sus reportajes a muchos kilómetros en la costa oeste. El narrador de “En el camino” reconoce que acaba de pasar una grave enfermedad (únicamente nos dice que se ha separado de forma tormentosa de su mujer) de la que no tiene intención de decir ni pio en ninguna de las páginas del libro que el lector tiene entre las manos, pero que lo ha dejado lo suficientemente pálido como para emular a los jinetes solitarios de hace un siglo y lanzarse a la carretera al volante de su coche y al lado del mejor compañero para hacer el camino, Dean Moriarty. En ambos casos la fiebre riega los caminos y aúna en un único propósito geografía e historia, que de otra manera, digamos en un estado mas saludable de rutina laboral y familiar, suelen ir cada una por su lado. Yo mismo he tenido que hacer un esfuerzo de imaginación continuo para sobreponerme al hecho de ir durante muchos kilómetros encerrado entre las cuatro paredes acondicionadas del coche que he utilizado para desplazarme de un lugar al otro. Una de las secuelas o efectos secundarios de los accesos febriles, como seguro bien sabes, son las alucinaciones y, por tanto, la proclividad a ver espectros a la vera del camino o detrás de puertas y ventanas. Mi preocupación era que ninguno de estos espectros, al fin y al cabo inmejorables representaciones de esa unión entre geografía e historia que produce la fiebre viajera hacia un destino del todo desconocido, quedara fuera de la influencia de mi mirada. Intuía que si les prestaba mi atención durante unos minutos, sería suficiente para abrir un agujero en las paredes acolchadas del coche en el que viajaba, y dejar que entraran. El pueblo minero de Calico había sido el primer espectro de este viaje. Utilizo el término espectral no para calificar despectivamente a estos testimonios que me encuentro en el camino de la Ruta 66, sino más bien para definir o acotar la relación que mantengo al contemplarlos. Yo no sé todo de ellos y ellos no saben nada de mi. Nos acabamos de conocer y sabemos las diferencias que nos separan y, a pesar del paso del tiempo, lo que permanece hace que yo los busque y que ellos se mantengan pacientemente ahí esperando mi visita. Con lo espectral me refiero a lo que no se ve pero está entre nosotros, por ejemplo, entre la escuela o el salón de Calico y yo cuando me coloco delante, o entre el pequeño puente que espera el agua que nunca pasa por debajo y yo que paso por arriba. Pienso que esa es la razón oculta de que el turista actual haga tantas fotos, sin saberlo o sabiéndolo, vete tu a saber, y tal vez sin conseguirlo siempre, quiere llevarse el alma de lo que mira, y conversar después en su casa donde habita cada día. Quizá sea un efecto del sedentarismo de nuestra forma de vida moderna, o también una forma de mostrar la nostalgia del nomadismo antiguo definitivamente perdido. Por tanto, lo espectral entendido así nos interpela a ambos, al cuerpo y al alma de ambos, al espectro y al turista, en oposición a lo actual, por utilizar una palabra que no me parece la más apropiado por su excesivo uso o manoseo, que solo me afecta a mí en tanto en cuanto me desplazo en el coche acolchado, saltando de espectro en espectro. De esta manera me topé con la vieja gasolinera de Hackberry y con la gran locomotora del ferrocarril ya  en Kingman, final de la primera etapa. Dos espectros clásicos de la mitología del oeste norteamericano. Alrededor de la gasolinera de Hackberry habían organizado un museo con todos los objetos que definieron su uso cuando daba servicio a los coches de principios del siglo XX, cuando todavía no era un espectro. La locomotora de 1939 está situada a la entrada de Kingman y es una obra de arte de la edad del hierro de la primera revolución industrial, la anterior a la segunda revolución del cristal y del acero. La pregunta es, ¿cuántos objetos o chismes de los que hoy son de uso y servicio actuales ganarán la medalla de espectros de aquí a veinte años? Calico, la gasolinera y la locomotora, pensé, puede que sean los últimos espectros porque son los que llevan incorporado, a pesar de su aparatosidad y gravedad material, el estigma de lo invisible, de lo que no se ve, en fin, el estigma espiritual de la época en la que fueron, digamos, inútilmente serviciales. Pues aquella época desapareció pero ellos permanecen, ahí, espectrales en su utilidad eterna.

martes, 4 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 6

LO HABITADO
Otra de las palabras que también dibujaron los preliminares del viaje, y en justa correspondencia con lo desértico, fue la ausencia de vida, al menos la vida a la que estoy acostumbrado, que hay en esas inmensas extensiones que íba a atravesar. Y a lo inhabitado, por decirlo así, yo siempre he asociado la amenaza de estar a la intemperie, lo cual debería ser, como la obscuridad, más bien un momento de máxima exaltación de la imaginación. Aunque bien mirado sea por ello por lo que, al mismo tiempo que se despliega la imaginación, se confabulan también todas las amenazas o perturbaciones que arrastra consigo. Así que, como ya dije en un escrito anterior, después del pueblo de Calico el desierto de Mohave fue lo que tuve que recorrer hasta llegar al destino de ese día, la ciudad de Kingman. Bien es verdad que al hacerlo sobre la traza de la Ruta 66 mi imaginación se sintió prontamente acompañada, digo más, cómodamente acompañada. A estas alturas de la humanidad, la Ruta 66 como el Camino De Santiago o la Ruta de la Plata, etc, más que trazas para abrirse en lo desconocido del espacio, son cintas de banda ancha donde convergen, a medida que el coche avanza, el tiempo y el lenguaje. Ya que, en definitiva, para decir algo sobre esa experiencia de ir viajando en un Chevrolet Jeep sobre el asfalto de la Ruta 66 no puedo menos de recordar a Jack Kerouac y su propia experiencia viajera sobre esa misma ruta en los años cuarenta dejada por escrito en su famoso libro “En el camino”, biblia de los movimiento beat y hippies que aparecieron y se desarrollaron en los años posteriores. De repente lo inhabitado del desierto queda ocupado por las palabras del narrador de “En el camino”. Ni que decir tiene, que no lo está literalmente como éste lo describe en su vivaz relato, aunque ese viaje hacia los sueños de infinito que vive en el corazón de todos los seres humanos, que es lo que mueve al narrador de “En el camino”, mueve también, aunque no seamos del todo o nada conscientes, a la mayoría de los turistas que hoy circulamos por la Ruta 66 siguiendo las recomendaciones que nos hacen las agencias de viajes y los foros de internet. Quizá los turistas de ahora no estemos poseídos por la fe de ruptura tajante con los valores de la tradición de Kerouac y sus cómplices, sencillamente porque en nuestro tiempo tradición y vanguardia conviven dentro de un conflicto democrático en que ya no es necesario pensar que una de las dos sobra. Sea por ello que la obsesión por hacer fotos de todo, a parte de su indudable motivo gastronómico llenándose el buche de la cámara bien lleno, tenga que ver con que en el fuero interno de cada turista fotógrafo vive aquella reconciliación que rubrica el clic de su cámara. Véase, sino, ese magnífico monumento de los años cincuenta, los mismos en que apareció editado “En el camino”, que es la cafetería restaurante conocida como “Peggy Sue”. Construida al lado de la Ruta 66, en un cruce con otra carretera secundaria, su fisonomía de un Juke Box enorme de aquellos años permanece intacta bajo el sol abrasador de hoy, que también es pariente del de entonces. Dentro, las camareras ataviadas con las cofias, los delantales y los calcetines blancos cortos, cuya imagen la televisión ayudó a propagar entre los que empezaban a familiarizarse con este nuevo miembro de las familias de clase media, llevan su trabajo con un frenesí idéntico a lo que hemos visto en la pantalla pequeña. Como yo esperaba con expectación, la razón de ese frenesí estaba motivada por una verdadera preocupación, santo y seña de la música interna del local, a saber, que ninguna taza grande de café de los clientes, que en ese momento estaban sentados o en la barra desayunado o ya comiendo pues todo parecía  mezclarse con el trajín que se vivía allí dentro, estuviera vacía. Ese dispendio cafetero, genuinamente americano, no se contradice con la manera tradicional y aristocrática de beber café, entre quienes somos europeos, en pequeñas dosis y servido en taza muy pequeña, el famoso café solo. Esta forma de habitar el desierto en un cruce de caminos abrasador, donde lo demás aparece todo aparentemente inhabitado en sus inmediaciones, proporciona al turista que está de paso y al cliente que va cada día la oportunidad de rubricar ese complicidad entre lo que permanece y lo que cambia. Peggy Sue me parece que es la instalación que representa eso, lo habitado en medio de la nada, de la manera más cabal.