LAS VEGAS
De una manera u otra, todo el mundo ha estado en las Vegas, pero cuesta oír a alguien decir algo sensato sobre porque ha estado en las Vegas. Es como si la voluntad de sentido que acompaña a las palabras tuviera dificultad para abrirse camino en esta ciudad construida en un lugar del desierto de Nevada. Y, sin embargo, ningún visitante puede decir que allí no hay falta de sentido, la prueba de ello es la cantidad de personas que día y noche pueblan sus calles y sus casinos, alrededor de los cuales se organiza toda la abigarrada vitalidad que atraviesa la ciudad. Las Vegas es el lugar sagrado de capitalismo popular. Así como Wall Street o Davos se los puede considerar como los lugares donde se citan diaria o anualmente la aristocracia del capitalismo, en Las Vegas se da cita el enjambre de consumidores de lo que aquella tiene a bien ofrecerles. Siguiendo la tradición bíblica la sacralidad de las Vegas tiene un origen desértico en cuanto al lugar físico donde se encuentra asentada, como ya he dicho está situada en medio del desierto de Nevada, y un gesto de impiedad en cuanto a su origen moral, pues según cuenta la leyenda fue el gánster Bugsy Siegel que huyendo de las luchas intestinas del hampa de Chicago y Nueva York, decidió iniciar una nueva vida en aquel lugar del estado de Nevada donde era imposible imaginársela, pero que acabó convirtiendo en un especie de tierra prometida. De esta manera una nueva subida de la fiebre del oro, tan propio de estas tierras del oeste americano, atrajo y se apoderó de los que siguieron a Siegel, que construyó como prueba de la fortaleza y bandera de sus creencias en el destino que tenía por delante el hotel casino Flamingo, convertido hoy en templo de referencia de todos los que han ido creciendo cerca de él a su imagen y semejanza con el paso de los años: Cesar, New York, Luxor, Paris, Venecia, Mandalay Bay, Bellagio, etc. Sin más demora, propongo a quienes dudan, o niegan directamente, cualquier atisbo de espiritualidad en la condición humana, que se den una vuelta por la ciudad de Las Vegas. Pues solo inmersos en aquel océano inmenso de materialismo hedonista se puede llegar a captar y entender la fuerza inmaterial o espiritual que subyace oculto debajo de semejante apoteosis de calor, luz y color. Nadie que no tenga un alma enfebrecida, y como un zepelín de grande, levanta y mantiene en plena forma aquella locura bajo una temperatura abrasadora día y noche. Las grandes epopeyas, que además de materiales son inútiles, no pueden ir separadas de parecidas toneladas de Fe inmaterial en su realización final. No se pueden entender únicamente como un psicologismo mecánico. Así las pirámides de Egipto, las catedrales medievales, las grandes obras de los ingenieros en su etapa más exaltada. Pero desde que los ingenieros entraron en su fase precavida, y tomaron el mando los neurólogos y pedagogos, todo ha adquirido un decadente tono material efímero desprovisto de cualquier tono de espiritualidad. Como si todo dependiera de los juegos de conexión de las neuronas de nuestros cerebros (algo que si lo piensas con atención forma parte más del mundo invisible e indeterminado que de lo visible y determinado) como pretenden hacernos creer los pocos que tiene acceso a mirar a través de las lentes de los microscopios actuales. En última instancia, la relación que podamos mantener con la ley que nos ofrecen neurólogos y pedagogos, después de cuantificar sus experimentos en el laboratorio, no es muy diferente que la que establecieron los judíos errantes con la ley que Moises les trajo al volver del monte Sinaí. Como no todos podemos ser expertos o profetas, únicamente nos podemos guiar por el efecto placebo que la Fe en sus palabras produzca en nuestro comportamiento, así por este orden. Las Vegas es la ciudad aparentemente inútil por antonomasia. Aunque no hay que olvidar que es precisamente la inutilidad de las obras humanas la que mayor dosis reclama, al mismo tiempo, de un sentido del orden y de la sensatez. Es por ello que las urbanizaciones donde se alojan las personas que proporcionan la ecuanimidad necesaria para que el relato de semejante despropósito siga encantando los sueños y anhelos de los visitantes, no dejan de crecer, comiéndole terreno al desierto, a las afueras de la ciudad. Las Vegas es un monumento al dios moderno: el dinero (con ese fondo gansteril y al mismo tiempo civilizador que paradójicamente siempre le acompaña). Pero a diferencia del aristocratismo elitista de Wall Street o Davos, las Vegas es una representación vulgar, no dicho en sentido peyorativo, del nuevo escenario donde ese Dios muestra sus facultades actorales, a saber, tratando de tu a tu al igualitarismo democrático de la época digital. En la Vegas todo el mundo puede perder un dólar jugando a las máquinas tragaperras o ganar cien dólares apostando a la ruleta o sentándose en cualquiera de las mesas de póker. Pero igualmente puede soñar estar en Paris, Roma, Vencía, Nueva York, etc, con sólo pisar el plató que a tal efecto han construido en su interior los mejores hoteles casino de la ciudad. Todo ello independiente del color de la cara, el sexo o la cuna de nacimiento. En las Vegas todo el mundo es una mercancía con alma, para entendernos. Dicho de otra manera, Las Vegas es una construcción moderna y, por tanto, llena de la materialidad técnica del espíritu humano de siempre (como todo lo que hace el ser humano). Así propongo que se reconozca y catalogue su presencia en aquel secarral del estado de Nevada (ahora que parece que tal espíritu lo quieren hacer desaparecer con formulitas neuronales y pedagógicas de consistencia cero en sus andamiajes) del mismo rango que las catedrales medievales o la presa Hoover cerca de las Vegas o, como no decirlo, que el Hombre Leon, la primera manifestación del espíritu humano, tallado sobre un colmillo de marfil hace 34000 años y descubierto hace treinta en el sur de Alemania. Si todavía hay alguien por ahí que no se lo cree, que pruebe a levantar el enorme peso de su cuerpo cada mañana, sin la ayuda de creer en algo o en alguien, por leve o desgastada que sea esa Fe.