martes, 4 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 6

LO HABITADO
Otra de las palabras que también dibujaron los preliminares del viaje, y en justa correspondencia con lo desértico, fue la ausencia de vida, al menos la vida a la que estoy acostumbrado, que hay en esas inmensas extensiones que íba a atravesar. Y a lo inhabitado, por decirlo así, yo siempre he asociado la amenaza de estar a la intemperie, lo cual debería ser, como la obscuridad, más bien un momento de máxima exaltación de la imaginación. Aunque bien mirado sea por ello por lo que, al mismo tiempo que se despliega la imaginación, se confabulan también todas las amenazas o perturbaciones que arrastra consigo. Así que, como ya dije en un escrito anterior, después del pueblo de Calico el desierto de Mohave fue lo que tuve que recorrer hasta llegar al destino de ese día, la ciudad de Kingman. Bien es verdad que al hacerlo sobre la traza de la Ruta 66 mi imaginación se sintió prontamente acompañada, digo más, cómodamente acompañada. A estas alturas de la humanidad, la Ruta 66 como el Camino De Santiago o la Ruta de la Plata, etc, más que trazas para abrirse en lo desconocido del espacio, son cintas de banda ancha donde convergen, a medida que el coche avanza, el tiempo y el lenguaje. Ya que, en definitiva, para decir algo sobre esa experiencia de ir viajando en un Chevrolet Jeep sobre el asfalto de la Ruta 66 no puedo menos de recordar a Jack Kerouac y su propia experiencia viajera sobre esa misma ruta en los años cuarenta dejada por escrito en su famoso libro “En el camino”, biblia de los movimiento beat y hippies que aparecieron y se desarrollaron en los años posteriores. De repente lo inhabitado del desierto queda ocupado por las palabras del narrador de “En el camino”. Ni que decir tiene, que no lo está literalmente como éste lo describe en su vivaz relato, aunque ese viaje hacia los sueños de infinito que vive en el corazón de todos los seres humanos, que es lo que mueve al narrador de “En el camino”, mueve también, aunque no seamos del todo o nada conscientes, a la mayoría de los turistas que hoy circulamos por la Ruta 66 siguiendo las recomendaciones que nos hacen las agencias de viajes y los foros de internet. Quizá los turistas de ahora no estemos poseídos por la fe de ruptura tajante con los valores de la tradición de Kerouac y sus cómplices, sencillamente porque en nuestro tiempo tradición y vanguardia conviven dentro de un conflicto democrático en que ya no es necesario pensar que una de las dos sobra. Sea por ello que la obsesión por hacer fotos de todo, a parte de su indudable motivo gastronómico llenándose el buche de la cámara bien lleno, tenga que ver con que en el fuero interno de cada turista fotógrafo vive aquella reconciliación que rubrica el clic de su cámara. Véase, sino, ese magnífico monumento de los años cincuenta, los mismos en que apareció editado “En el camino”, que es la cafetería restaurante conocida como “Peggy Sue”. Construida al lado de la Ruta 66, en un cruce con otra carretera secundaria, su fisonomía de un Juke Box enorme de aquellos años permanece intacta bajo el sol abrasador de hoy, que también es pariente del de entonces. Dentro, las camareras ataviadas con las cofias, los delantales y los calcetines blancos cortos, cuya imagen la televisión ayudó a propagar entre los que empezaban a familiarizarse con este nuevo miembro de las familias de clase media, llevan su trabajo con un frenesí idéntico a lo que hemos visto en la pantalla pequeña. Como yo esperaba con expectación, la razón de ese frenesí estaba motivada por una verdadera preocupación, santo y seña de la música interna del local, a saber, que ninguna taza grande de café de los clientes, que en ese momento estaban sentados o en la barra desayunado o ya comiendo pues todo parecía  mezclarse con el trajín que se vivía allí dentro, estuviera vacía. Ese dispendio cafetero, genuinamente americano, no se contradice con la manera tradicional y aristocrática de beber café, entre quienes somos europeos, en pequeñas dosis y servido en taza muy pequeña, el famoso café solo. Esta forma de habitar el desierto en un cruce de caminos abrasador, donde lo demás aparece todo aparentemente inhabitado en sus inmediaciones, proporciona al turista que está de paso y al cliente que va cada día la oportunidad de rubricar ese complicidad entre lo que permanece y lo que cambia. Peggy Sue me parece que es la instalación que representa eso, lo habitado en medio de la nada, de la manera más cabal.