LO EMOCIONAL
Al prestar atención a quienes coinciden conmigo coyunturalmente en este periplo del oeste americano, observó en ellos una emocionalidad sin nombre o un presente emocional perpetuo, sin antes ni después sin principio ni final, lo cual pienso que tiene que ver con el tedio o aburrimiento que acompaña a las clases medias de matriz occidental siempre que deciden airearlo fuera de su casa. La organización de un viaje (o la visita a un museo o la asistencia a cualquiera de los eventos que ofrecen las agendas de pueblos y ciudades) visto bajo este prisma, es la manera actual de luchar por la supervivencia, nunca por la cultura entendida como un logro de la humanidad supeditado a la atención y la concentración profunda.
La atención dispersa que prevalece y domina en los viajes actuales habla por sí sola del carácter gastronómico que se ha apoderado de quienes los organizan. Contra todo pronóstico - ¡cuántas veces lo hemos oído por boca de los predicadores de todo pelaje! -, cuando se pensaba que una vez que los seres humanos se liberaran de las cadenas que los ataban a la búsqueda de la satisfacción del hambre material, llegaría el momento de satisfacer el hambre espiritual. Lo que no podían suponer los predicadores de todo pelaje es que el hambre espiritual no es una función secretora del estómago lleno. Es decir, que el espíritu, sea lo que eso sea y se le nombre como se le nombre, no es una excrecencia mecánica del cerebro. Algo ha fallado en el entretanto para que las clases medias de matriz occidental, una vez que han conseguido no tener que preocuparse por llenar el estómago cada día, viajan (por seguir con la crónica del viaje del oeste americano) como si fueran a cazar bisontes para sobrevivir a la dureza del próximo invierno que les espera después de sus maravillosas vacaciones. Las cámaras sustituyen a los fusiles de repetición, los Chevrolet Jeep automáticos a los caballos y caravanas y, como no, los amables guías de carne y hueso más las ilustradas y coloristas guías de internet al hosco y tramposo Búffalo Wild. Pero lo que diferencia a aquellos pioneros de estos panza contentos es que los primeros pusieron el alma en llevar su cuerpo febril a su destino dorado, que es el mismo que hoy los segundos pisamos perfectamente digitalizado. Bien es verdad, todo hay que decirlo, con una absoluta despreocupación sobre los efectos de aquellas fiebres aunque tuvieran una parecida agitación que las de ahora pues, a diferencia de entonces, no generan nada nuevo, sencillamente reproducen y aceleran lo ya existente, es decir, las oleadas incesantes de turistas que acuden cada año al reclamo propagandístico de estos parajes y sus grandes abismos. Aquellos pioneros después de abrir caminos, subir montañas, bajar acantilados, cruzar ríos y desiertos, etc., llegado el caso, y en sintonía con saberse herederos de una tradición milenaria, también vendían su alma al diablo con tal de tener entre sus manos la mejor y más grande pepita de oro. Nosotros turistas, sin embargo, dejamos nuestra tarjeta, que es donde se aloja el alma moderna harta de estar deambulando sin alcanzar el sosiego que pide su naturaleza contemplativa y profunda, en manos de las compañías aéreas y los organizadores turísticos. Y lo hacemos sin darnos cuenta de que la contemplación que hacemos del Gran Cañón del Colorado no es solo la de un cuerpo a una cámara pegado, sino que forma parte de los logros culturales de la humanidad conseguidos a base de una atención profunda que, dentro de un nido de tiempo que nada tiene que ver con el que nos ha llevado hasta allí, pide (fíjate lo que pide) capacidad de aburrimiento frente a lo que es siempre aparentemente igual. Pide, como decía Walter Benjamin, aburrimiento profundo, hermano gemelo de la atención profunda, que no es otra cosa que “el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia”. O como también dice el pensador alemán, la forma de conseguir el punto álgido de la relajación espiritual. A la herencia épica de aquellos pioneros, pienso mientras contemplo el gran abismo del Colorado desde los diferentes miradores, se merece por nuestra parte una continuación poética, no exclusivamente gastronómica. No me cabe ninguna duda, quiero tener una última visión compasiva, que detrás de una cámara no solo hay un cuerpo con ojos y dedos, sino también aquello que traduce lo que capta el visor de aquella en una experiencia irrepetible. Por más que la estampa general es desesperantemente bovina, he de reconocer que si conseguí detectar, a fuerza de atención y contemplación profunda, destellos en los rostros de algunos de los visitantes de una emocionalidad con relieves, es decir, relevante, en contraste, y eso fue quizá lo más emocionante, con la misma indiferencia que los pliegues y colores del Gran Cañón del Colorado mostraron a los pioneros que pasaron por aquellos lugares preparando el futuro que hoy disfrutamos. Si el gran abismo y su indiferencia son los mismos da igual quien los mire, nuestra humanidad se mide justamente por lo contrario, es decir, no por una atención dispersa e histérica (léase indiferente) por intentar a toda costa de captarlos en nuestras cámaras, sino tratando de que nuestra presencia allí se convierta en nido de ese tiempo y sosiego del pájaro del sueño que mencionaba antes por boca de Walter Benjamin.