LO DISONANTE
El ritmo roto de la unidad existencial perdida y el intento infructuoso de recuperarla con el lenguaje, con cualquier lenguaje, nos pone delante de la disonancia dolorosa que dicen los poetas filósofos o filósofos poetas, que tanto da. Ahora bien, ¿cómo se puede soportar lo insoportable de tal pérdida, si todo intento por lograrlo se convierte es un fracaso? No entregándote al luto interminable por la pérdida, sino fracasando mejor en un nuevo intento por restañar la herida. ¿Es la fotografía el lenguaje idóneo en ese intento de fracasar lo mejor posible? Debe de serlo a tenor de la ingente cantidad de fotos que se han hecho delante de mí y a mis espaldas en estos primeros compases que jalonan la Ruta 66 camino de nuestro destino. Lo que me lleva a preguntarme, ¿cuántas fotos se hacen en una jornada típica de este recorrido? Como viene a decir Susan Sontag en su libro titulado precisamente así, “Sobre la fotografía”, fotografiar algo, o mucho, o todo, pues eso es lo que hacen quienes llevan una cámara por bandolera es experiencia capturada y “la cámara es el arma ideal de la conciencia en su afán adquisitivo”. Pero desde que escribió Sontang su libro se puede seguir diciendo que el sujeto en cuestión primero tiene la experiencia y luego hace la fotografía; o más bien, como en todo lo que nos envuelve, la impaciencia del corazón, que ya noveló Stephan Zweig, hace que la experiencia sea la fotografía misma, siendo el selfie el epítome cabal de este giro en la definición de realidad objetiva que tenemos delante y donde tiene lugar nuestra experiencia. Tal vez la mirada y la memoria tienen un vínculo mucho más profundo de lo que pensamos y el órgano, mejor dicho la prótesis o el aparato que los vincula se llama ahora cámara. ¿No vamos sustituyendo lo que perdemos o se nos avería en el cuerpo con prótesis en la boca o en las extremidades, no cambiamos de corazón o de hígado cuando hace falta? ¿por qué la cámara no iba a sustituir a la memoria de los ojos, que se atrofia con tantas imágenes que se l echan encima? Sea como fuere, Kingman (en el estado de Arizona) apareció como una ciudad fantasma después de una tormenta que le faltó un grado de la escala correspondiente para convertirse en tornado. Ahora que han pasado los días puedo corregir y calificarla como una verdadera ciudad del oeste americano, igual de genuina que mi entrada en ella al atardecer de aquel primer día de viaje, lo que me convirtió de inmediato en un genuino forastero con esa cara de no saber de donde vengo ni hacia donde voy, por mucho que vaya pertrechado de toda la impedimenta cartografía digital de última generación. Todo lo cual hacia qué apareciese nada más estrenada mi estancia en Kingman, como puedes deducir, la disonancia a la que me he referido al principio sino del todo dolorosa, si al menos con el dolor que provoca el desconcierto que me acompaña, ponga como ponga la cara de optimista profesional aprendida, cuando organizo y emprendo todo viaje que se me ocurra, todo desplazamiento hacia un lugar fuera del habitual. ¿Quiere eso decir que “en casa como en ningún sitio” acentúa su presencia y significado con la edad y con la distancia del desplazamiento? Después de dejar las maletas en el motel que había reservado con antelación, ¿a donde ir en una ciudad de 28000 habitantes aparentemente sin un alma? Los carteles de la Ruta 66, el depósito de agua de un tren que ya no pasa, grafittis de cuando aquella ruta mítica y aquel tren de Santa Fe otorgaban otro tipo de vida a la ciudad. Y la de ese momento en que yo la visito, ¿donde se encuentra? No puede ser que siga imaginando la vida emparentada al lado del jolgorio para intentar justificar allí mi presencia, para que no me entre la sensación de pérdida de tiempo, de fracaso. Cuando ya había perdido toda esperanza, de forma casual veo un cartel que indica bar y además está abierto, después de que haber visto otros con el mismo rótulo pero que estaban cerrados. Entró sin pensármelo dos veces y me embarga la sensación inmediata (me volverá a pasar mas adelante) de sentido, quiero decir de derrota provisional de la disonancia que ya me ocupaba peligrosamente. Unos músicos veteranos que se citan allí cada tarde para tocar sus instrumentos, como otros quedan para hablar de fútbol, o de coches, o de política, fíjate, ensayan sus melodías preferidas. Estaba asistiendo a una tertulia musical, nada más y nada menos. Allí en un pueblo, Kingman, donde me da la impresión de que nunca pasa nada. El bar esta lleno de parroquianos que no parecen que ocupen sus asientos como yo por puro azar, es decir, que todo el que quiere estar con alguien está allí dentro. ¿No se llama a eso hacer comunidad? No por sabida agradezco la experiencia como si fuera la primera vez, cuando la pongo ahora por escrito, pues me permite compararla con lo que vino después en la visita a los sucesivos parques que me esperaban tan rodeada de gente por todos los sitios y, por contra, sin un hueco donde poder estar a solas conmigo mismo, donde poder encontrar ese sentido provisional a esa descomunal disonancia. Nunca había asistido a una tertulia musical, así que pido un vino blanco y me dispongo a escuchar a los músicos, y a observar a los demás tertulianos, hasta que llegue la hora de cenar en el único restaurante que hay abierto en la ciudad.