lunes, 30 de septiembre de 2019

FALSA SABIDURÍA

Positivamente el Coordinador se encuentra solo entre los lectores del club de lectura, hombres y mujeres de mente deformada por los hábitos viciosos de la falsa sabiduría. Son almas envenenadas por la brillante seducción de la doxa (en su doble significado de opinión y de gloria o fama), incapaces de instalarse en el recinto austero y solitario de la verdad que sostiene a la novela, desde el que el Narrador les habla, y en el que inútilmente (el Coordinador lo sabe muy bien) les invita a entrar. La falsa sabiduría de los lectores, que oponen con tenacidad tanto en el momento de la lectura individual primero y después en el momento de compartir esa experiencia con otros lectores, no es otra que la que les proporciona la práctica profesional, sobre todo en lectores que tienen profesiones de una cualificación media o alta, y la que se deriva de la práctica social y familiar, hoy muy activas ambas e influenciadas y avaladas por el uso constante de las redes sociales e internet entre sus miembros, en este sentido podía decirse que muchos lectores que acuden a los clubs de lectura nos son lectores literarios sino lectores algorítmicos, protegidos todos por lo que algunos expertos llaman el democratismo postmoderno pero que a mí me gusta denominar como el populismo educativo y cultural rampante. El sopor de las palabras de los lectores, a medida que transcurre la tertulia, no es otra cosa que un reflejo de la modorra espiritual de esa falsa sabiduría aludida que los acompaña en su vida. Ya Heráclito había hablado de la modorra de los que viven en su mundo particular (en la doxa) y de la vigilia de los que comulgan en el nus (órgano de la verdad).

viernes, 27 de septiembre de 2019

TODO ES FICCIÓN

¿Escapar del lugar tradicional de la ficción moderna (narración del XIX), significa escapar de la ficción? ¿Nos es posible escapar de la ficción mirando de cara a la vida, es decir a la muerte? Solo mediante una doble ficción, a saber, que la muerte es algo que solo le sucede a los otros, y si así yo me lo creo soy “inmortal.” En fin, repitámoslo una vez más con Vargas Llosa, la ficción es eso que nos falta para poder tener un trato necesario e inaplazable con lo infinito, lo perfecto o la inmortalidad. Pues de lo contrario es como estar muertos. El espíritu fundacional de la barraca del entretenimiento es la única respuesta que hemos inventado. Lo volví a ver el otro día en Perpiñan en la muestra fotografía anual. La foto de un niño de tres años literalmente agonizando por malnutrición en una ciudad de Siria ocupada por los malos, los yihadistas, y bombardeada por los buenos, una coalición de nativos y occidentales, digámoslos así. ¿Era real la foto? si, como si fotografías el momento biológico final de cualquiera que agoniza. No más real que la muerte de una gacela chica bajo las garras de un león, ni más real que la salida del sol cada mañana por el este, ni que después del invierno viene la primavera. La realidad de lo inevitable, de lo que es más grande que uno mismo, si alguien no come se muere, el más fuerte se jala al débil, el sol siempre sale por levante. Pero el ser de esa vida, ¿donde está? Lo dice Alexandre Kluge sin despeinarse: los humanos preferimos vivir a ser. Cualquier esperanza de que la cosa se invierta, es decir, que algún día el ser humano prefiera ser a vivir, es vana esperanza. En términos de representación lo que sigue animando a ese preferencia por el vivir es ese espíritu de barraca o de feria de las vanidades. Vivir, es decir, sobrevivir solo se puede hacer en la superficie. Solo bajan al fondo, solo se sumergen los elegidos, es decir, los que saben nadar a contracorriente. Cualquier esperanza de que sea al revés, es decir, que los vividores se sumergen y los que quieren saber surfeen, también es vana esperanza. Porque así como otra forma de pensar siempre es posible, es imposible que haya otra forma de vivir como humanos mortales. La imaginación hace posible lo primero pero la parca imposibilita lo segundo. El problema para los que quieren ser es el excesivo ruido, pero para los que solo quieren vivir es su voluntad irreductible de seguir produciéndolo. Para vivir no hace falta el arte, pero para ser si. ¿Que nos está ocurriendo? Nuestra antepasados que quería ser soñaron con que los que solo querían vivir estaban alienados por la religión, la pobreza, la ignorancia, etc., por lo que sí se desprendían de tal fardo todos podríamos ser en fraternal comunidad. Los que siguen queriendo ser, dicen, que si ayer aquellos eran un misterio en su mudez hoy son todos un horror que mejor que vuelvan a estar callados. ¿Qué es mejor para ser, tratar con el silencio autista de los ignorantes o con el ruido ególatra del me gusta y sus incasables apéndices ¿Quien es el que hace callar a los “vividores digitales actuales”? El ruido de los múltiples gallineros es un triunfo indiscutible de la democracia digital, pero también es su enfermedad de momento incurable. Pues no deja que vivir y ser compatibilicen su presencia en la existencia humana. El peligro es que así podemos morir del éxito de tanto querer vivir, porque, repitámoslo una vez más, para vivir no necesitamos el arte es decir, no necesitamos ser. Por tanto, si no hay antídoto, si no hay gravedad que nos sumerja hacia el fondo, si todo es ligerismo, vivir es dejarse llevar río abajo, surfeando a la deriva. Podríamos decir que el mal es al vivir como el bien es al ser, como defensa y medida preventiva. Pero quien le dice a la clase media occidental que la sordidez, la vulgaridad, las falsas apariencias del turbio mundo que han construido (hoy enfangado en su decadencia, su nostalgia, sus delirios y sus delitos de corrupción monetaria y de personas) ha acabado reducido a la mediocridad con toda la frustración indecente. Quien les hace ver las toneladas de maldad que produce ese refinado y confortable modo de vida, del que son los únicos responsables.

jueves, 26 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 12

LA DESEMBOCADURA 
El encuentro de dos ríos es, a mi entender, un tiempo y un lugar fundacional de la naturaleza. En la conjunción de las aguas de ambos algo se acaba y algo se inicia asombrosamente reforzado. No siempre el encuentro tiene, digamos, el glamour que exige el dictado mediático. Pasa lo mismo que con las personas. El dictado del glamour mediático se apoya en una gramática de cuyos signos carecemos la mayoría de las personas y muchos de los fenómenos naturales. Desembocadura de las aguas de un río en otro hay tantas como afluentes y ríos. Pero solo algunas merecen la atención del dictado mediático turístico, con la intención de concentrar allí la mirada de los visitantes. Una de las que me ha causado más emoción ha sido la desembocadura del río Mosela en el Rin, en el centro de la ciudad alemana de Koblenza. Accedí al punto de encuentro en dos viajes diferentes, uno siguiendo el cauce del afluente y otro el del río principal. He de reconocer que la emoción fue diferente en cada caso. De pérdida al ver como las aguas del Mosela, a las que había acompañado durante todo el viaje desde su nacimiento en los vosgos franceses, se entregaban sumisamente en el cauce del Rin. De grandeza al comprobar cómo este último acogía a aquellas en su seno sin ningún tipo de aspaviento o sentimiento de extrañeza. Las aguas del Mosela son subsidiarias del Rin, me dije entonces, menos mal que la naturaleza se sigue manifestando así, dando ejemplo a los seres humanos que tanto nos cuesta hacer lo propio. No es que lo grande se como a lo pequeño, es que lo pequeño sabe desde su nacimiento que pertenece a algo más grande. Es por ello que me parece todo un acierto la manera como la industria turística alemana ha ordenado y narrado, en la ciudad de Koblenza, ese momento culminante y ejemplar de la naturaleza. La desembocadura del Altmühl en el Danubio en la ciudad de Kelheim es, digámoslo así, menos elegante, menos narrativa, para entendernos, más salvaje o humana. En primer lugar, las aguas del Altmühl que desembocan en el Danubio en Kelheim no son propiamente suyas. Como ya dije en la entrada anterior, la magna operación de ingeniería civil que, contra toda lógica natural y en contra del movimiento ecologista bávaro, llevó a cabo la construcción del canal Danubio-Meno-Rin, violó para siempre el natural encuentro que durante siglos llevaron a cabo las aguas del Altmühl con las del Danubio. Al visitante le cuesta, con la huella de los ingenieros ante su mirada, relacionarse, como lo hice en Koblenza, con ese principio de subsidiaridad que mencioné arriba, que antes que fuera el principio político fundamental de la construcción de la Unión Europea ha formado parte del comportamiento de la naturaleza sin alma desde siempre. Pero como todo el mundo intuye, los ingenieros (entendida esta expresión como el epítome de la mentalidad científico positivista dominante en las sociedades modernas) nunca han sido partícipes de aceptar aquel principio, pues para ellos la naturaleza solo está ahí para ser dominada y encauzada en beneficio propio, aunque en su código deontológico diga que todo sea dicho y hecho en benéfico del futuro de la humanidad. Lo cual, he de decir, no es del todo falso. Los diques del Danubio  son una buen prueba de ello, como lo son los puentes. Volver a pasear y pedalear por encima de ellos, me reconcilió en parte con la historia del canal Danubio-Meno-Rin. 

miércoles, 25 de septiembre de 2019

W. G. SEBALD

En lugar de pensar en un mundo visualmente homogéneo, continuó, amorfo e insensible (como en esa “naturaleza” o ese “espacio” de los geómetras, escindido de su devenir-sentido), en el cual la mirada del sujeto introduce perspectivas y descubre la belleza de los paisajes creando miradores, hemos de pensar más bien en un mundo objetivamente fragmentado en millones de perspectivas de las cuales la mirada humana es el producto antes que el productor. Los Anillos de Saturno, de W. G. Sebald, ha sido observada como un ejemplo paradigmático de narración capaz de extraer su energía de una condición fragmentaria y que logra huir del lugar destinado a la ficción. El escritor alemán, que residió en Inglaterra desde los 21 años, ha sido comparado reiteradamente con otros escritores europeos como Claudio Magris, Peter Handke y Enrique Vila-Matas. ¿Donde poner la confianza del escritor en la era de la sospecha? Dice la crítica, “El narrador fusiona con audacia la autobiografía, el ensayo, el reportaje periodístico, el artículo científico, la poesía y el relato breve. La historia nos hace cómplices de auténticas multiplicidades documentales donde los recuerdos y los datos son siempre acompañados de una cuota astuta de misterio.” Pero, ¿los espacios de que nos habla el narrador pertenecen todos a la historia y a las historias? ¿El sentimiento de abandono, que se repite en los lugares por donde el narrador camina y a donde el narrador llega y pernocta, es abandono también de la historia y las historias? ¿La ruinas o los residuos de esta historia son históricas o se incorporan al nuevo abrazo de la vida y la naturaleza? Todo trabaja con todo. Entre los seres vivos y las cosas hay relaciones de prodigio. Véase como ejemplo la relación con la liebre que el narrador se encuentra en el camino. “Me veo a mis mismo fundido en uno con ella.” (pg 260). Vestigios del pasado en las obviedades del presente y en los sueños de un futuro ya no utópico que remiten a la totalidad del mundo. ¿Es por lo cual que hay que volver al origen? ¿En que espacio de tiempo transcurren las afinidades electivas y las correspondencias? ¿Este libro trata de responder a esta pregunta mediante una forma de narrar tan fuera de la forma de narrar tradicional como extravagantes, extraordinarios y excéntricos resultan ser los personajes reales o históricos, vivos o muertos, que pasan por estas páginas? Convengamos que es es cierto, pero, ¿donde se aloja la continua perplejidad del lector? Un relato que avanza, como el mismo narrador dice, del mismo modo que “la quema incesante de todas las sustancias combustibles es la fuerza de propulsión  de nuestra propagación por la tierra”.(pg 190) Esta imagen conceptual le viene porque allí en el lugar donde se encuentra estalla un fuego y todo lo que remueve su mente acaba vertiéndose en una imagen visual de extraordinaria fuerza expresiva: “Y nunca olvidare como los enebros que se elevaban oscuros en el reflejo de La Luz, uno tras otro, apenas eran rozados por las primeras lenguas de fuego ardían en llamas de un golpe sordo, semejante a una explosión, como si fueran de yesca, y como inmediatamente después se hundían en una silenciosa desbandada de chispas”.(pg 191) Imagen conceptual, imagen visual; pero ¿siempre imagen literaria? El entrelazamiento de ambas en torno a esa necesidad de caminar y meditar de vital importancia para el autor, ¿dan como resultado este libro? Como a Saturno en los anillos, se nos adhiere todo lo que nos sucede en nuestro girar constante en el espacio y en el tiempo. ¿Es ahí donde el narrador de Sebald entiende la grandeza de las cosas simples y duraderas? Restos y recuerdos que giran formando esos aros que nos rodean y que nos hacen encarnar el milagro que veía Browne en los seres vivos, es decir, lo increíble que le parecía que los organismos pudieran mantenerse en pie un día. Si seguimos vivos un día más, si hemos llegado hasta aquí después de tantos días haciendo lo mismo, ¿es por qué somos virtuosos o por qué somos peores que los grandes hombres que hacen la historia? Muchos años después de Browne, Primo Levi dejó escrito que los mejores cayeron los primeros en los Lagers nazis, solo sobrevivieron los éticamente inferiores. ¿Voluntad de poder irreductible? (Pg 166) o ¿indestructibilidad dogmática de la naturaleza? (Pg 66)

martes, 24 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 11

LOS BURGOS Y EL CANAL
La palabra burgo (burg en alemán) viene a nombrar a lo que queda en pie, restauración mediante, de los primeros asentamientos que, más o menos, por la época de Carlomagno se construyeron a lo largo, y en la parte alta, del cauce del río Altmühl. Estos núcleos de población original dieron lugar, con el paso del tiempo, a pueblos o ciudades como Treulingen,  Pappenheim o Eichstat que hoy se encuentran situadas todas ellas a orillas del río. El otro aspecto que quiero destacar de esta tramo del río Altmühl es que es aquí donde, digámoslo así, el cauce del rio se endereza, o lo han enderezado, para incorporarse a la gran obra hidráulica que es el canal Danubio-Meno-Rin, todo lo cual provocó en su momento una gran algaravía ecologista para queblas autoridades del momento dejaran a la naturaleza en paz. Con anterioridad a este estiramiento el río era conocido por los grades meandros que había cavado en la naturaleza con el paso de los años, así como por ser la autopista fluvial de conducción de los productos que surgían de las diferentes explotaciones mineras que existieron a los largo del rio, siendo las principales  estaciones de este trasiego fluvial los burgos antes mencionados. Las temperaturas había bajado un poco, lo suficiente como para hacer más llevadero el pedaleo de la etapa del día que circulaba por estos pagos. Nada hace pensar al ciclista, sino se informa previamente y toma algunas decisiones sobre la marcha, que las cosas hubieran podido ser de otra manera antes del día que pasé por allí. Lo cual me lleva a pensar sobre que significa hoy lo que pueda quedar de lo que primero estuvo. Es evidente que sobre los meandros antiguos del Altmühl el ciclista no tiene oportunidad de apreciar lo que fueron, pues la ruta ciclista está diseñada ya sobre el enderezamiento del río. Lo único que me hizo saber del cambio que en esta zona se produjo fue el cartel anunciador, que me decía que a partir de ese momento pedaleaba al lado del canal Danubio-Meno-Rin. Ciertamente, de esto me di cuenta más tarde, el caudal del agua había aumentado considerablemente. Del caudal estrecho, como de un riachuelo de montaña, que mantuvo el Altmühl, sin variar a penas, desde los primeros kilómetros de su nacimiento en Ansbach, había pasado por obra de su fusión, digámoslo así en plan gastronómico, a convertirse en el gran canal interfluvial que tenia en sus orillas, a su paso, las poblaciones mencionadas al principio, manteniendo esta estampa hasta su desembocadura en el Danubio. Otra cosa fue mi relación con el pasado a través de los antiguos burgos medievales. El estar ubicados a veinte o treinta minutos cuesta arriba, y andando, de la orilla del canal, a cuya vera pasan los coches y los ciclistas, hace que su visita no sea algo inevitable, como lo es, pongamos, la visita al centro medieval de la mayoría de las ciudades, que se encuentra al mismo nivel que sus diferentes ampliaciones. La visita a los burgos que festonean el cauce del rio Altmühl, transformado en estas latitudes en canal, y que son el testimonio del mayor momento de esplendor de la zona hace trescientos o cuatrocientos años, es una visita forzada. Tuve que proponérmelo después de considerar el esfuerzo añadido, al del pedaleo, para subir y bajar a cada uno de los burgos, a lo que además tuve también que imaginar la solución logística de dejar la bicicleta guardada a buen recaudo, para no tener sorpresas indeseables. Los amables guardianes en cada caso fueron los dueños de los restaurantes que había en la carretera, justo al lado de la subida a los burgos. La restauración de estos antiguos lugares es impecable. No puedo dejar de reconocer que me resultó muy confortable pasear por las calles, visitar las antiguas dependencias y demás espacios y rincones propios de estas fortalezas medievales. Ahora bien, igualmente no puedo dejar de preguntarme, ¿quedan espacios que no pertenezca a la historia ni a las historias? ¿El sentimiento de abandono, en que estos lugares podían actualmente encontrarse, de no mediar una determinación cultural de restauración, sería lo propicio para responder a la anterior pregunta? ¿Por donde el viajero caminaría, y a donde llegara y pernoctara, quedaría afectado o bajo influencia de ese abandono de la historia y las historias? ¿La ruinas o los residuos de la historia son históricas o se incorporan al nuevo abrazo de la vida y la naturaleza? Aquellos burgos, a pesar de su esmerada reconstrucción, ¿son vestigios del pasado en las obviedades del presente del turista y en sus sueños de un futuro utópico (entendido como redentor de todas las injusticias cometidas después de la caída, antes de la cual toda iba bien), que remiten a la totalidad del mundo? ¿Es por lo cual que hay que volver al origen? Creo que ya lo he dicho, pero no me molesta repetirlo de nuevo, la pregunta volvió a la carga cuando después de bajar del último burgo, el de Eichstat, me dispuse a acabar mi jornada de pedaleo, ¿en que espacio de tiempo transcurren las afinidades electivas y las correspondencias?

viernes, 20 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 10

EL LIMES
Aunque suelo preparar los viajes en bici con una cierta meticulosidad respecto a la vigencia de la historia que permanece oculta bajo los últimos ropajes y vestimentas de la geografía por donde pedaleo, que las autoridades del momento hayan tenido a bien darle, me alegra mucho encontrarme de repente, y sin previo aviso de ningún tipo, con un testimonio importante de la historia que no sabia que estuviese allí por donde paso. Los limes o fronteras que separaban el Imperio Romano de los pueblos bárbaros, digámoslo así según la nomenclatura del propio Imperio, son parte de mis acompañantes históricos desde que hace años me dediqué a seguir el cauce del río Danubio, desde su nacimiento cerca o en los alrededores de la selva negra hasta la ciudad de Budapest, el resto del cauce, hasta su desembocadura en el Mar Negro, todavía es territorio comanche para los ciclistas. Según citan los documentos históricos que he consultado, el Danubio fue la frontera por este lado oriental del Imperio, como el Rin lo fue por la parte más occidental. A lo largo del cauce del Danubio y sus afluentes hay bastantes testimonios fronterizos, que dan fe de aquellas estructuras de protección frente al enemigo externo. En la mayoría de los casos no son nada más que un puñado de piedras, algunas originales otras puestas ahí para reproducir la imagen que tenía la muralla en aquellos remotos años; estos restos siempre aparecen junto a un cartel explicativo en el que se ve una reproducción del conjunto defensivo, a veces en forma de ciudad a veces como un puesto de vigilancia avanzado. Los campesinos medievales, al descubrirlos muchos años después en medio de sus tierras de labranza, dieron su autoría al diablo. Ahora se sabe, las investigaciones científicas mediante, que no fue el diablo, sino los emperadores romanos: Augusto, Vespasiano, Adriano, Marco Aurelio y Cómodo, quienes los mandaron construir para separar la idea universal de dominio que representaba el Imperio del mundo que representaban los barbaros, a quienes ya no quisieron asimilar pero que empezaron a temer. Fue poco después de abandonar el hotel de Gunzenhausen, un pequeño pueblo donde pernocté en la etapa que tuvo su inicio en Ansbach, cuando me fijé por casualidad en un cartel que decía sobriamente limes Romano, indicando con una flecha hacia un bosque cercano. Me bajé de la bici y pregunté al dueño del bar cercano, si lo que anunciaba el cartel era correcto y lo que indicaba la fecha un sitio concreto. Me respondió afirmativamente, y me sugirió que podía dejar la bici en el aparcamiento del bar y subir andando. Mientras escribo estas líneas pienso que la creencia de los campesinos medievales tuvo más influencia en mí, en ese momento, que todas las certezas científicas que se han vertido después sobre la arquitectura de la construcción fronteriza romana, pues lo que estas nunca podrán aclarar es la razón última de su trazado y levantamiento. Decir que con el limes aquellos poderosos emperadores quisieron separar la universalidad del poder del Imperio Romano de la barbarie particular de cada una de las tribus que lo acosaban desde el otro lado de las murallas, es no decir nada, sobre todo si tenemos en cuenta que nosotros, los europeos de ahora, somos herederos directos de aquellos bárbaros no de los emperadores romanos. Por decirlo de otra manera, la universal gloriosa de estos nos ha llegado filtrada a través de la tosquedad particular de la barbarie de aquellos. No tenía duda que, a medida que me adentraba caminando en el bosque, está intuición se hacía más visible a cada paso. ¿En que medida el limes es un lugar fuera de la historia?, me pregunté nada más llegar al lugar que me había dicho el señor del bar, en el que un cartel anunciaba, con todo lujo de detalles, la antigua localización del limes mediante unas piedras o materiales que no disimulaban su vigente actualidad. Si una de las funciones de la historia concebida linealmente, como lo hace la ciencia dominante, es liberarnos del pasado como un pesado fardo para que podamos imaginar con más ligereza y libertad el futuro, entonces he de responder que el limes es un espacio fuera de la historia desde que los campesinos medievales creían que era una obra del diablo. Pues el diablo, como cualquier ser intermedio entre nuestra finitud y nuestro deseo insatisfecho de eternidad, no pertenece a la historia, que no es otra que nuestra propia historia como seres humanos. Visto así, me resulta más digerible que la grandiosidad del Imperio romano nos haya llegado casi intacta a través de la barbaridad de los pueblos germanos, que precisamente fueron los que acabaron con aquella, haciendo porosos e inútiles los sólidos limes de aquellos emperadores divinos. Espoleado por esas piedras actuales colocadas en medio del bosque, me acerqué, después de estar un rato reconciliándome con la sensación de extrañeza que me trasmitían, a la oficina de turismo con la intención de pedir información sobre el limes. Teniendo en cuenta la tecnología y eficacia alemana, como dudarlo ni un segundo, la funcionaria de la oficina de turismo me proporcionó una nutrida información sobre todas las rutas, que siguiendo el trazado de los antiguos limes romanos, el estado alemán tiene perfectamente señalizadas para recorrer tanto a pie como en bicicleta. Eso es la concreción práctica, pensé, de la fusión perfecta entre barbarie y civilización, que es la forma de manifestarse ante el mundo que tiene la cultura alemana.

jueves, 19 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 9

ANSBACH 
El fuerte calor reinante en esta zona de Baviera fue el protagonista de la jornada que me llevó de Colmberg a Ansbach. Esta última, una pequeña ciudad de unos cuarenta mil habitantes, es la capital de la comarca conocida como Franconia Media. El elegir visitar Ansbach me suponía separarme del cauce del Altmühl, que como ya he dicho varias veces era la orientación principal que guiaba mi destino ciclista en este viaje. Esto en argot del gremio del pedaleo se conoce como hacer un bucle, o si la distancia a recorrer es larga irónicamente decimos hacer un buclecito. En esta ocasión la distancia en kilómetros desde Colmberg a la capital de la Franconia Media no era muy larga, aunque la decisión de abandonar el cauce del Altmühl si suponía entrar de lleno en la incertidumbre de la orografía y de la mente. Todo el mundo sabe que si se abandona el cauce de un río en dirección a su desembocadura, que siempre se enfila cuesta abajo, más pronto que tarde, el terreno comenzará a empinarse, o peor aún, a ondularse de forma arbitraria. Insisto en la orografía porque pedaleando es la hermana gemela de la psicología. Si la primera baja la segunda goza, si la primera se empina la segunda sufre. Fue por eso que inicié la jordana encomendándome a los señores del castillo de Colmberg, para que fueran propicios con mis buenas sensaciones sobre la bicicleta. He de reconocer que estas palabras cumplieron, en parte, la función terapéutica posterior al pequeño trauma que me supuso aquel dieciséis por ciento de desnivel en la carretera de salida de Rothenburg. Me interesa resaltar este aspecto no visible del uso de la bicicleta porque, como en los otros aspectos no visibles de la vida, tiene un papel importante e indeterminado sobre las formas y destinos que puede llegar a alcanzar ir subido sobre aquella. No se trata tanto de responder diciendo, o  diciéndome, que si utilizara el coche o el trasporte público ninguna de estas angustias harían acto de presencia, se trataría más bien de hacer visible el lado frágil de mi existencia humana. Pues no es lo mismo viajar o andar por la vida con este lado, digamos, acompañando de forma inseparable y visible, en nuestra agenda de cada día, a nuestro lado más fuerte, que hacerlo como si este último fuera algo irrefutable por ser tal y como aparenta ser ante los otros. El pedaleo me devuelve, mejor dicho, no deja que me olvide de esa doble condición de que estoy hecho. A mi me resulta desvelador que así sea. Y también me ayuda a comprender que la felicidad no es solo una forma de éxtasis complacientemente sostenible, como si fuera un parque natural protegido, sino una extraña combinación de subidas y bajadas, de curvas interminables y líneas rectas, de oscuras sombras boscosas y luces solares inclementes, como era el caso del día que estoy narrando. Al final todo sucedió, más o menso, como me lo imaginé. Al abandonar el cauce del Altmühl llegó la desorientación ante las diferentes posibilidades que se me ofrecían para llegar a Ansbach. Y junto a la desorientación llegó, como no, el desasosiego de la orografía, tan impredecible como desafiante, de una carretera que había abandonado la cuesta abajo. No se si fue el intento de pedalear por lo menos escarpado o sencillamente que perdí el norte del mapa y el de la cabeza, el caso fue que después de una rato subiendo y bajando supe que me había perdido. Tuvo que ser una señora de unos de estos pueblo pequeños, una forma de denominar a las granjas grandes de explotación agrícola y ganadera, la que me dijo exactamente donde me encontraba y cual era la ruta  más rápida y fácil de llegar a Anbasch. La B14, siga la B14 sin salirse de ella y lo llevará directamente a donde usted quiere ir, de las cuestas no se preocupe el recorrido es casi llano. Lo que la amable señora no pudo hacer desaparecer o disminuir fue el calor sofocante, que a esa hora de la tarde seguía cayendo de forma implacable sobre todo lo que se moviera. La ciudad de Ansbach tiene un centro histórico renovado, como muchas ciudades alemanas después de la Segunda Guerra Mundial, del que destaco como más significativo las dos Iglesias que, edificadas una enfrente a la otra, parecen mantener el antiguo conflicto religioso que ensangrentó a Europa allá por el siglo XVII. Con este último me refiero a la guerra de los treinta años, y las iglesias se llaman San Gumberto, de confesionalidad protestante, y San Juan de fidelidad católica o vaticana. Una vez que visité estas dos hermosas piezas arquitectónicas, puedo decir que es lo que nos une y lo que nos separa a los ciudadanos de Europa. Esto no es otra cosa, en ambos casos, que la pervivencia de la religión, trescientos años después, en forma de espejo, que es donde se ven reflejados los representantes y representados de la Europea actual, a pesar de que no dejen de alardear, los unos y los otros, de su laicismo rampante. Como soy del sur de Europa tomé partido gastronómico por lo católico y me senté a cenar en la terraza de un restaurante llamado Toscana. La pizza del mismo nombre estaba, lo puedo decir, gloriosa, y para que san Gumberto no se enfadara pedí una cerveza local de medio litro que me supo, también lo digo, celestial. Después de cenar volví a la plaza y me coloqué en medio, a una distancia equidistante de los dos templos. Por mucho que uno pueda o le apetezca  imaginar que las dos Iglesias siguen ahí porque quienes las mantienen se miran a cara de perro, la voluntad de unión de quienes las ponemos en contacto cada día, con nuestro ir y venir por esa plaza, es irrevocable.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 8

DIGNIDAD
Cuando volví de dar la vuelta al castillo hotel de Colmberg me encontré de frente con un padre empujando a su pequeño vástago, que iba montado en bicicleta, para que pudiera superar el desnivel que existía entre la granja, donde al igual que yo se hospedaban, y el castillo hotel donde yo me encontraba. La tarde empezaba a declinar y fue entonces cuando me vino a la cabeza el ciclista de la mañana, que se había despedido diciéndome que iba a buscar a su hijo. Durante la comida le pregunté de donde venía, a lo que me contestó que venia desde Frankfurt de Meno. Teniendo en cuenta que la ciudad natal de Goethe, y antigua ciudad imperial, se encontraba a casi doscientos kilómetros de donde nosotros estábamos comiendo, pensé de inmediato que una fuerza de índole no sólo relacionada con el hecho de dar pedales llevaba a mi compañero de mesa eventual a encontrarse con su hijo en algún lugar más hacia el norte, donde al parecer estaba trabajando durante los meses de verano. Le pregunté porque hacia el trayecto en bicicleta, pudiendo utilizar el coche o el tren. Me respondió de una forma todo lo convincente que pudo : porque estaba de vacaciones. Yo en ese momento ya estaba dando pedales con mi imaginación en una dirección no diré que opuesta pero si distinta a mi ruta del Altmühl. Si me creí, por supuesto, que mi compañero eventual de mesa iba a ver a su hijo, ¿qué razones tenía yo para no creerle? Si me hubiera dicho que iba a ver a su mujer o a su madre, o a quien fuera, también me lo hubiera creído. Para mi la cuestión no era con quien había quedado mi eventual compañero de mesa y de la subida del dieciséis por ciento, sino que antes de encontrarse con quien fuere tenía la necesidad de desprenderse de algo que le estorbaba y que sentía como un fardo en su vida cotidiana. Me acordé, entonces, de que poco antes de emprender el viaje leí un artículo de Javier Gomá sobre la dignidad humana, donde hace referencia a su último libro que trata sobre ese asunto. La dignidad humana, dice Gomá, es un sentimiento del que tenemos conciencia hace poco tiempo. Pensé en la historia de las relaciones paterno filiales o familiares en general, en cuyos capítulos de hace cuarenta años hacía atrás no aparece la dignidad como un problema acuciante que demanda una rápida solución o respuesta. Mas bien, para ser más preciso, la dignidad no era considerada en aquellos años con el grado de conciencia que tenemos de ella hoy en día. Recordé también, mientras me acercaba al centro del pueblo de Colmberg, al que me dirigí desde el castillo hotel con la intención de tomar una cerveza antes de la hora de cenar en la granja donde me hospedaba, que mi acompañante de mesa y de subida del dieciséis por ciento mostraba al hablar una indignación que trataba de disimular, como suele suceder en estos casos, con gestos de alegre optimismo queriendo dar la imagen de que todo le iba bien. Y es que esa indignación, a la que también se refiere Gomá, es la inmediata manifestación actual de la violación, en alguna de sus diferentes variables, de la dignidad de las personas en sus ámbitos familiar, profesional o social. Deduje, por tanto, que la indignación era el fardo que torturaba a mi eventual amigo de Frankfurt de Meno, digámoslo así pues mientras lo recordaba le empezaba a coger afecto, y que el viaje en bicicleta para ver a su hijo era la mejor manera que encontró para desprenderse de aquel antes de su encuentro con éste. Entre estos vaivenes en mi cabeza llegué al centro de Colmberg y, para mi sorpresa, no logré encontrar ningún bar abierto, lo cual me pareció extraño dado que el municipio según mis apuntes sobrepasaba los veinte mili habitantes. Decidí que lo mejor era volver sobre mis pasos y subir a la granja, donde iba a pernoctar y cenar, para calmar allí mi sed en una tarde de riguroso y anómalo verano bávaro. El atentado a la dignidad, que presuponía estaba debajo de la indignación de mi amigo de Frankfurt de Meno, imaginé que seguiría su itinerario paralelo a las pedaladas de aquel camino de donde estaba su hijo. En lo que a mi respecta se había alojado en mi memoria envuelto en un halo de incompletud y de irresolución del tema, pero también es cierto, pensé, que sin ese tema de la dignidad hubiera sido difícil que pudiera seguir recordándolo con el significado afectuoso que le voy dando a los breves momentos que pasamos juntos en la taberna, en la que aquella joven posadera nos sirvió amablemente el plato del día que llamaba knöchle.

martes, 17 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 7

COLMBERG
Dentro de la taberna nos recibió una posadera joven, que en el momento de nuestra entrada se encontraba atendiendo una cuadrilla de alegres cerveceros. Le preguntamos que tiene para comer y nos contestó amablemente que el plato del día. Me vino a la cabeza que así eran las antiguas tabernas y así deberíamos desacelerar nosotros los hábitos de supermercado que dominan los movimientos más nimios y rutinarios de nuestra existencia. Dentro de la taberna notamos con agrado que la temperatura era más fresca que en la calle, donde el calor era sofocante después de la subida del dieciséis por ciento que acababámos de superar. El plato del día, dijo la posadera, es una especialidad de la casa que se llama knöchle. Mi compañero ocasional miró el diccionario y me dijo al oído que la traducción de la palabra alemana era huesecillo. Pero no era hueso, parecía carne con gelatina, se hace con la parte del tobillo, nos dijo la posadera. Al salir de la taberna nos volvió a recibir el fuerte calor del mediodía. Nos despedimos diciéndonos cual era nuestro inmediato destino. Mi ocasional  compañero de subida y taberna se dirigía hacia donde se encontraba su hijo, más al norte de donde nos encontrábamos. Su hijo, al parecer estaba al frente de un campamento de verano y disponía de unos día libres para estar con su padre. Por mi parte, yo le dije que mi destino estaba escrito por el cauce del Río Altmühl hasta su desembocadura en el Danubio, en la ciudad de Kelheim. Luego siguiendo el cauce del río mestizo, tal y como califica Claudio Magris en su libro homónimo, quería llegar hasta Ratisbona, donde pondría fin a mi viaje en bicicleta. Nos deseamos mutuamente suerte y retomamos el ritmo del pedaleo, ahora circulando por una orografía más aceptable, casi plana. Cuando llegué a Colmberg eran poco más de las cinco de la tarde. El hotel que había reservado para dormir esa noche estaba en la parte alta de la ciudad, por lo que tuve una subida no prevista al final de la jornada. He de reconocer que este tipo de aperitivos orográficos no me sientan nada bien. El día había sido muy caluroso, lo cual añadía un desgaste añadido al propio del pedaleo. Como compensación a esta última subida el hotel era una antigua granja rehabilitada, que me facilitó el acceso de nostalgia campesina que sin saber muy bien por qué, yo nunca he trabajado en este gremio, siempre llevo escondido entre los pliegues de la memoria inducida. Así que, al fin y al cabo, todo bien. Una vez que ocupé mis aposentos me di una vuelta por las inmediaciones del castillo, que descubrí con sorpresa era un hotel de lujo. Digo sorpresa porque desde lejos, cuando me fui acercando al pueblo su apariencia era la de ser un castillo medieval. Nada desde esa distancia me hizo suponer, si no se ha leído nada al respecto como era mi caso, que fuera lo que descubrí que era.

sábado, 14 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 6

DIECISÉIS POR CIENTO
La primera jornada propiamente ciclista tenía como destino el pueblo de Colmberg, con una salida de Rothenburg verdaderamente empinada. La percepción que tenía de la cuesta únicamente se debía a la guía de todo el recorrido, que había comprado unos meses antes de iniciar el viaje. Es una guía de edición alemana y en ella señalan los tramos en subida con una flecha si el porcentaje de la pendiente es moderado, y con dos flechas si el porcentaje es exigente o muy exigente. Hasta aquí, y de forma simbólica, todo lo que sabía de la cuesta que me esperaba a los cuatro o cinco kilómetros de salir de la ciudad de Rothenburg. Pero el símbolo cumplió su función en la representación que me hice y me condicionó el estado de ánimo de las horas previas. Esto si viajo en coche o trasporte público, como puedes imaginar, no sucede nunca. No forma parte del conjunto de percepciones que te salen al camino. Si me dejaba guiar por otras experiencias ciclistas, dos fechas dibujadas sobre la línea de la guía vendría a ser un porcentaje de pendiente entre el 10% y el 14%. Dependiendo de mi estado de forma física y mental, esos porcentajes funcionan a su aire en mi cabeza y se convierten en diferentes formas de preocupación o angustia, si no los controlo con firmeza. En el caso que me ocupa he de confesar que no lo conseguí, mentalmente desbordado como estaba por el mal estado de forma física con que llegué al día de empezar la ruta organizada. Aunque este año no había hecho muchos kilómetros en los meses anteriores a la cita con el Altmühl, eso que en el argot se dice hacer culo y espalda, debería saber, como todo ciclista sabe, que por el hecho de dar pedales la condición de peatón no desparece, la lleva uno consigo allá donde vaya. Eso quiere decir, sencillamente, que si las piernas no dan de si, lo que procede es echar cuerpo a tierra y a caminar. Aunque esta acción parezca no tener ninguna dificultad mecánica, sin embargo los porcentajes de pendiente descritos ya estaban haciendo su trabajo, desde la noche anterior, en el lado no inmaterial e invisible que me acompañaba en toda esta aventura ciclista, y que es la otra parte que me alienta junto a la meramente física a dar pedales. No como mera fusión, al estilo gastronómico u otras modas, sino como una extraña combustión que, al final, se traslada a las piernas y de las piernas, por decirlo así, al alma del ciclista. Los cinco kilómetros que me separaban de las primeras rampas de la cuesta de marras me vinieron bien para calentar las piernas, eso fui pensado, pero no tanto como para intentar sacar a mi ánimo de su aturdimiento. Pronto me di cuenta que lo de las dos flechas dibujadas sobre el mapa iba en serio, aquella carretera se empinaba de forma inclemente y las primeras tentaciones de poner pie a tierra no tardaron en dejarse notar a la altura de las sienes que es donde primero se manifiestan. De repente, al alzar la cabeza y volver la vista hacia atrás, descubrí la presencia de otro ciclista tratando de subir por la misma carretera, lo cual me hizo cobrar conciencia de mi terrible soledad, la soledad esa si no necesita de las inmensidades del océano o del desierto, más bien acontece cuando uno menos se lo espera, sencillamente porque la soledad es una cuestión de nuestros interiores nunca de la exterioridad del mundo. Así que decidí esperar a mi a acompañante inesperado, con la intención de que su cercana presencia me haría más llevadero el esfuerzo hasta el final de la subida, que de momento no se apercibía en las siguientes curvas. Esta clase de esperanzas inútiles me aparecen con bastante frecuencia en este tipo de recorridos ciclistas. Algún amigo me ha dicho con frecuencia que son como derivaciones expresivas de mi carácter optimista, aunque mi mujer me dice que son los desechos de mis propias derrotas, que ese carácter optimista se niega a reconocer que produce. Lo cierto fue que no habrían pasado ni dos minutos desde que observé que el otro ciclista me seguía cuando, al volver la vista hacia atrás, comprobé que ya se había bajado de la bicicleta. Fue más que suficiente para que de inmediato yo hiciera lo mismo. La esperanza se había esfumado con la misma celeridad que apareció, mostrando así la aridez de su inutilidad. Así que me puse a empujar la bici sin mirar lo que estaba haciendo el otro, que di por supuesto que estaba haciendo lo mismo que yo. Empujar la bici tenía algo de humillación, un sentimiento que corrió paralelo al de la esperanza inútil que me formé al ver al ciclista amigo, de donde deduje, mientras empujaba la bic, que tal vez mi mujer tenga razón en su insistente advertencia. Después de quince o veinte minutos llegué a donde se acababa la subida, y casi al mismo tiempo llegó mi ocasional compañero que, después de saludarme cordialmente, me pidió información del punto exacto de la ruta donde nos encontrábamos. Mientras buscaba la guía en las alforjas, mire el cartel que anunciaba la pendiente que acabamos de subir empujando la bici. El dieciséis por ciento. Le di la información y el, agradecido, me propuso comer juntos en una taberna que estaba enfrente de donde estábamos cambiando información e impresiones de la subida. Sin pensármelo dos veces le dije que si

jueves, 12 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 5

DARTAÑÀN 
El otro personaje que recibe al turista que visita Rothenburg es el alma de la noche, llamémosle Dartañan por el amor que le tengo al personaje de Alejandro Dumas. La profesión de guía turístico es la que está más sujeta a metamorfosis. Bien mirado tiene su explicación en la continua necesidad que tienen las autoridades municipales de ofrecer al visitante un ciudad nueva o distinta, a sabiendas, tanto por parte del guía como del turista, que la ciudad es siempre la misma, sobre todo la ciudad histórica o monumental, que es la que habitualmente muestran en las visitas organizadas para los turistas que se encuentren allí de paso. El caso fue que poco después de cenar en una terraza de la la plaza del ayuntamiento, y una vez que los músicos recogieron sus bártulos y desparecieron del escenario, se empezó a congregar, en las escalinatas que dan acceso a las dependencias municipales, un número cada vez más numeroso y variado de personas. Al darme cuenta de que el número de menores de edad era considerable, pensé que los que se iban congregando eran familias enteras de todo tipo y condición, dispuestas a asistir a algo que, fuera lo fuere, no podía ser algo que no estuviera clasificado, de acuerdo a la nomenclatura de la industria turística, como una actividad familiar o una actividad para toda la familia, según aparece en los catálogos que ofrecen en las oficinas de turismo. Hasta aquí no había nada que se saltara el guión propio de este tipo de actividades, exceptuando, claro está, que se estaba haciendo de noche lo cual no me encajaba con lo de familiar. Una actividad nocturna para toda la familia no dejaba de ser una novedad, digamos exótica, dentro de la oferta municipal de las autoridades municipales de Rothenburg o de cualquier otra ciudad. Así que en lugar de irme a la pensión Elke, me dispuse a averiguar lo que daba de sí aquella actividad familiar nocturna, insólita para mí a cualquiera de las otras luces. Decir cualquiera de las otras luces no significa que en el momento que estaban sucediendo los hechos yo pensara, dada la escasa visibilidad que se iba apoderando de la plaza, que pudiera pasar algo extraordinario. Yo estuve en todo momento atrapado por la idea de familia, que tanta chiquillería zascandileando de un lado a otro de la plaza no hacía otra cosa que confirmarme, y que los minutos que vendrían a continuación íbamos a estar así, en y entre familias. Lo que ocurre, también pensé, es que hoy las familias llevan a sus vástagos a cualquier sitio, venga o no a cuento su presencia, con menoscabo del disfrute de los otros asistentes que, digamos, en ese momento, al menos es ese momento, son hijos sin hijos. Un estatuto cada vez más demandado en el mundo de la restauración y de la hostelería, pero que en el de las visitas guiadas a las ciudades o a donde sea parece que, no solo no está considerado todavía, sino que tampoco se espera que pueda estarlo en un futuro inmediato. Muy al contrario, como ya he dicho en alguna que otra entrada, los guías turísticos se sienten orgullosos de cumplir con la corrección política de la simplificación extrema que domina en todos los ámbitos, y de adoptar, por tanto, el estilo y el lenguaje infantil en cuando ven solo un par de niños o niñas entre el numeroso grupo de asistentes adultos a la visita que tienen que conducir. De repente, cuando era ya noche negra y el número de gente se había convertido casi en multitud, apareció por un lateral de la plaza, con andar decidido hacia la escalinata del ayuntamiento, un tipo disfrazado o parecido en su vestimenta, eso fue lo primero que me vino a la cabeza nada más verlo pasar fugazmente delante de mi entre dos o tres cabezas que se interponían entre medias, a un espadanchín o mosquetero tipo Dartañán, como ya he dicho. Me complació esta primera imagen hasta el punto de que traté de buscar acomodo más cerca de donde el embozado se había colocado, con la intención de escuchar sus primeras palabras. Esta puesta en escena habría una perspectiva muy alagüeña en los pasos que a continuación íbamos a emprender todas las familias y yo, de la mano y de la voz de su principal protagonista que acaba de hacer acto de presencia. Sus primeras palabras me hicieron tomar conciencia que que aquello era, además de una vista turística nocturna y familiar por el centro histórico de Rotherburg, una perfomance, una interpretación al aire libre de aquella noche calurosa con algo mas que una mera intención turística. ¿El arte es lo que dice que es el artista? ¿El arte es lo que hay dentro de los museos? ¿El arte es lo que a uno, a cualquier uno, le estimula la emoción cuando se encuentra en la calle? Primero ante un concierto de cuerda, luego ante una perfomance de Dartañán guiando a un puñado de turistas familiares por las calles intactas del siglo XVII del centro histórico de Rothenburg? El arte es también, me dije, el arte no previsto ni por el artista ni por los organizadores del museo, sino el que surge, digamos, “silvestremente” desde el alma del turista, como a los artistas parietales les surgió pintar las pinturas rupestres en el fondo de las cuevas donde hoy las admiramos. Cuando Dartañan acabó su periplo por las calles del centro histórico de Rothenburg sus últimas palabras sonaron, me atrevería a decir que en los oídos de la mayoría de los asistentes vástagos incluidos, como un vestigio del pasado que llegaban para abrazar nuestro presente con una intención de totalidad. Esta vez no lo pude evitar, contra mi costumbre, inicié con determinación y fuerza el momento de los aplausos, pues no quise que fuera una mera formalidad a esas  horas de la noche. Poco después, un reloj en lo alto dio las doce para toda la ciudad y para todas las familias, incluso para sus vástagos y para mí mismo. 

martes, 10 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 4

ELKE Y OTTO
Después de muchas vueltas pude dormir, como había sido mi deseo, en la pensión Elke de Rothenburg. La primera vez que pernocté allí, hace un par de años, tuve más suerte, pero en está ocasión estaba todo completo tal y como me mostró la pantalla del ordenador, pero como no me lo creí del todo, me acerqué a la puerta de la tienda Elke (pues tiene esta doble cara) y allí no había ningún cartel que lo confirmara. Es más, pensé que todo era una añagaza del dueño de Elke, que me costaba imaginármelo contratando un sitio web y además perdiendo el tiempo en su mantenimiento. Sencillamente el dueño de la tienda pensión Elke, llamémosle Otto, no pertenecía a este mundo de las redes sociales e internet. La primera vez que vi a Otto, hará dos años, me pareció un hombre entregado a la rutina de su tienda donde el cliente podía encontrar de todo. No me estoy refiriendo a las tiendas que hoy conocemos con el nombre genérico de “los chinos” o “un chino”, sino que la tienda de Otto me llevó más bien a los colmados de los pueblos del lejano oeste (nuevamente el cowboy de medio día), que también he visto tantas veces en la pantalla. Y al igual que aquellas, como no, la tienda de Otto ocultaba una parte de su negocio, la pensión para viajeros que tenía en la parte trasera de la tienda. Tal y como la descubrí en su día, y aunque nada más sea por esta ocasión, me parece más acertada la expresión viajero que turista, pues así fue cómo me sentí en el trato que tuve con Otto. Todavía recuerdo cuando entré en la tienda Elke y la primera imagen fue de total desbarajuste, organizado alrededor de un sin fin de cajas que tapaban cualquier posibilidad de ver lo que había detrás, incluso si había alguien que estuviera al cargo de semejante barullo almacenado. Tuve que insistir varias veces si había alguien por ahí, hasta que apareció un hombrecillo de estatura más bien baja, vestido a la usanza de los dependientes de los colmados antiguos, a saber, un mono azul de tirantes y un lápiz colocado en la oreja derecha. He de confesar que surgió como una aparición entre cartones y otros objetos que se encontraban entre medias, y cuando me preguntó, sin mirarme a la cara sino a lo que seguía haciendo o tocando mientras volvía a desparecer por donde había salido, que es lo que quería, me quedé mudo durante unos minutos no tanto porque no conseguía que me mirara a la cara al no dejar de moverse entrando y saliendo del laberinto en que consistía la tienda, como porque, de repente, pensé si no me habría equivocado y no era ahí ni Otto era la persona a la que me debía dirigir para conseguir una habitación donde pasar la noche. Al final, aprovechando una de las salidas de Otto del laberinto hacia donde me encontraba, le respondí que si le quedaban habitaciones libres. Sin demora alguna me contestó afirmativamente, pero volvió a meterse entre las cajas y se perdió en la parte de atrás de la tienda, o lo que así me pareció, de acuerdo al canon de este tipo de establecimientos, la trastienda. Aunque nada más decirme que si, pensé que Otto me había respondido a una pregunta que yo no había hecho o, tal vez, lo había hecho a alguien que se encontraba oculto en la trastienda, luego cuando volvió a salir un par de veces y me miró a la cara me di cuenta de que estábamos hablando de lo mismo: había habitaciones libres, todo consistía en saber esperar hasta que Otto acabara lo que estaba haciendo y pudiera atenderme. Con esta última frase tomé conciencia de que me había adaptado al trajín y orden de prioridades de Otto, y además noté que me sentí bien habiendo hecho esa metamorfosis, lo cual significaba que me había recuperado de la caída en el metro de Múnich y, lo más importante, había entrado, como se dice en argot ciclista, en la ruta y el ámbito del pedaleo. Todavía tuve que esperar unos minutos hasta que Otto inició los trámites de inscripción en la pensión que también regentaba, que como puede comprobar estaban perfectamente entrelazados los unos con los otros. Así fue que cuando tuvo que llevar unas cajas (siempre eran cajas con lo que Otto no dejaba de trajinar) a la parte contigua de la tienda, fue cuando me advirtió que había llegado el momento de registrarme como inquilino en una de las habitaciones que tenía libres, y cuando yo descubrí, al fin, donde se encontraba la cama donde iba a pasar la noche. Mientras seguía haciendo lo suyo me dio las hojas de inscripción, que también formaban parte, aunque no me lo pareciese de lo suyo, y ahora de lo mío. Luego cogió dos cajas pequeñas, que tenían toallas limpias, y me dijo que lo acompañara a la planta segunda donde se encontraban las habitaciones. Me acompañó hasta mi habitación, la numero 6, y al entrar me dio un par de toallas de las que llevaba en la caja. A continuación me indicó el lugar donde tenía que desayunar a la mañana siguiente y donde podía guardar la bicicleta, y con un tono más distendido, que yo lo interpreté como un descanso que se concedía en su trajinar constante, me preguntó si usaba bici eléctrica. Cuando le respondí que no, hizo un gesto de agradecimiento, el primero que me dedicaba verdaderamente como cliente con alma además de con tarjeta visa, y, riéndose buscando mi complicidad, me dijo que los jóvenes que recalan en la pensión cada vez usan más las bicicletas eléctricas. No se donde vamos a llegar, apuntó mientras volvió a bajar por las escaleras con un par de cestos de sábanas limpias, que había descubierto que en ese momento se encontraban en medio del pasillo.

lunes, 9 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 3

ROTHENBURG
El viaje en tren hasta Rothenburg no estuvo exento de percances no probables en los planes del viaje, pero si  perfectamente posibles. Hay otro traslado, además del que hice en tren que me llevó hasta la ciudad de Rothenburg para iniciar allí mi condición de ciclista durante diez o quince días. Me refiero al traslado que debo hacer entre mi habitual condición de peatón y la de ciclista. Es este un movimiento que no se ve, pues queda oculto o subsumido en el apabullante traslado de lo que se ve que no es otro, como puedes suponer, que el del cuerpo mismo con toda su impedimenta de ciclista todavía sobre las espaldas del peatón. Lo más parecido que se me ocurre a esta imagen mía, arrastrando los aperos del ciclista por las calles de la ciudad de Munich hacia el destino inicial de mi pequeña aventura en la ciudad de Rothenburg, es la del clásico cowboy arrastrando los suyos, tantas veces filmado en las películas del oeste, una vez que se ha separado de su caballo, bien porque después de una larga jornada cabalgando les toca a ambos descansar, bien porque ha perdido a aquel en cualquiera de los lances a los que todo jinete solitario se tiene que enfrentar en su andadura hacia cualquier sitio, viniendo como viene de cualquier sitio, apareciendo por unos instantes ante la cámara, y por tanto ante al espectador, como el ser humano más seguro y más desvalido, al mismo tiempo, que yo haya visto y sentido nunca, pues entiendo que esa imagen es la quinta esencia de la soledad y la fragilidad  más acertadas del sin sentido insaciable de que esta hecha nuestra existencia humana. El caso fue que después de subir al metro de Múnich, como puedes comprobar lo más alejado del desierto del cowboy, sufrí una caída en el vagón al dar el tren un frenazo inesperado que me cogió con una mano agarrando las alforjas y la otra hablando por teléfono. Antes de que pudiera reaccionar al parón del tren, me di de bruces contra el suelo del vagón, al no poder mantener el equilibrio después de la frenada. El resultado, en una hora de bastante ajetreo de viajeros, fue que me vi sentado en un asiento que alguien me ofreció generosamente al mismo tiempo que sentía un leve mareo, algo parecido a un corte de digestión o similar. El cowboy ciclista de medio día había caído por un leve frenazo del tren y, prácticamente, sentado en un vagón, ya no era nadie. Menos mal que la amabilidad de los ciudadanos muniqueses no se hizo esperar, y pronto a mi alrededor empecé a escuchar palabras y mohines de atención y preocupación respecto a cual era verdaderamente mi estado físico después de la aparatosa caída. Ante tan espontánea benevolencia fui mostrando mi agradecimiento como pude envuelto en el malestar del mareo y de unas ganas de vomitar que, afortunadamente, fueron remitiendo a medida que pasaban los minutos. Al final, antes de llegar a la parada que me correspondía logré recuperarme casi del todo, teniendo tiempo todavía de mostrar, una vez más, mi agradecimiento a una muniquesa que seguía porfiando sobre si mi estado de salud era el correcto. Al parecer, luego me enteré que al perder mi equilibrio con el frenazo del tren, me abalancé sobre ella y casi le hago perder el suyo. El cowboy de medio día logró al final recoger sus monturas, que es lo que llevaba encima cuando sucedió el percance del metro, y me enfilé hacia el ferrocarril que me llevaría hasta  Rothenburg, donde el cowboy de medio día llegó sano y salvo a primera hora de la tarde. Vale decir, que el cowboy de medio día llegó herido al lugar del inicio de la aventura ciclista el día anterior a su inicio. Herido no tanto en su condición física que, salvo un leve dolor de cervicales, el resto del mecano biológico parecía estar en su sitio, sino más bien herido en el aspecto espiritual o mental, que para montar en bici requiere también un perfecto estado de revista, por decirlo así, al menos ante uno mismo. Los demás te pueden detectar las ojeras o el ritmo lento de tus pedaladas, pero la heridas de la intimidad siguen siendo algo de difícil expresividad en forma de relación causa y efecto. Ciertamente, con el paso de las horas comprobé que los efectos de la caída en el metro no tenían físicamente algo que los delatara, pero yo sentía que no tenía ganas a la mañana siguiente de subirme a la bici y ponerme a dar pedales. Probablemente esta sea la diferencia entre un cowboy de medio día y aquellos cowboy que se hicieron leyenda en las películas legendarias del oeste, tal y como las recuerdo desde que las vi por primera vez en mi infancia (y cuando las vuelvo a ver de nuevo), iniciándome en ellas gracias al entusiasmo que mi padre le puso al asunto, como ferviente y fiel espectador de este tipo de cine, que en aquella época irrumpió en las chatas y grises pantallas españolas con toda la fuerza poética de las imágenes incomparables de un territorio ni siquiera abarcable por el continuo cabalgar de unos jinetes y unos caballos incansables e inasequibles al desaliento. La herida espiritual del metro de Múnich, digámoslo así, se vio restañada mediante el efecto balsámico imprevisto que me produjo, en el momento de la cena en la plaza de Rothenburg, el concierto de un cuarteto de cuerda al aire libre. A parte del excelente sonido de su música, me ayudó a reconciliarme con el descalabro emocional del metro muniqués la transformación en algo distinto, que me di cuenta se producía en los  turistas que se acercaban a escucharla. En algo, digamos, que me hacia verlos como creadores provisionales y efímeros.

viernes, 6 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 2

EL TRASLADO
La otra parte de los prolegómenos, una vez conseguida la bici, era acercarme con ella al punto de partida. Normalmente no suele coincidir lo uno con lo otro. Entre el alquiler de la bici y la primera pedalada de la primera etapa media una distancia en la que hay que invertir el correspondiente tiempo para neutralizarla, para poner todos los dispositivos mecánicos a cero. Los otros dispositivos, los del alma, llevan funcionado desde hace un tiempo, digamos, intemporal. La forma más eficaz y más rápida de neutralizar estas distancias de las que hablo es mediante el uso del ferrocarril. El DB. Con esto quiero decir también que el ferrocarril es el gran aliado de la bicicleta en estos recorridos cicloturistas. Como lo puede ser, para entendernos, el helicóptero para los excursionistas en la montaña, aunque la relación entre ciclistas y excursionistas con las respectivas máquinas en un caso y en el otro no tengan nada que ver. La prueba de lo que digo está en que la bicicleta es tratada, a la hora de comprar los billetes en la estación de la DB como un viajero más. Un viajero sin alma, si se quiere, pero un viajero al fin y al cabo, que tiene derecho a un espacio en el vagón correspondiente de acuerdo al contrato que ha firmado el ciclista al pagar el billete doble, uno para él y otro para su bici. La importancia del cumplimento de este contrato produce, como efecto no deseado o molesto, los transbordos que hay que hacer en distancias medias o cortas. Si uno utilIza el ferrocarril sin el acompañamiento de su bicicleta puede viajar más en sintonía con la velocidad que imponen los tiempos actuales. Pero al llevar la bicicleta de acompañante uno vuelve a los tiempos anteriores, por decirlo así, a la velocidad de la luz a la que tendemos, cuando no estamos inmersos de lleno en ella en nuestros movimientos. Me costó entender este giro no como una involución, sino como un gesto para escapar de uno mismo metido dentro del laberinto de la historia, en cuyo último recoveco tecnológico ha nacido la nueva aceleración en la que nos encontramos. Las pregunta que me hice en su momento fueron, ¿por qué no todos los trenes llevan vagones adaptados para colocar las bicis? ¿Realmente los usuarios del ferrocarril que llevan una bici de acompañante participan, igualmente que los que no la llevan, de la misma aceleración en la forma de conducirse por su vida? Si es así, ¿por qué se dejan acompañar por un artefacto, digamos arcaico, que a esa velocidad se convierte de inmediato en un trasto inservible? ¿Está escrito en algún lado que desconozco, que el hecho de ir acompañado por una bici al subir a un tren te convierte de forma instantánea en un amante de la lentitud, lo cual te hace más comprensivo y tolerante al efecto de perder el tiempo? Al fin y al cabo eso fue lo que sucedió, al hacer uno, dos y hasta tres transbordos (según los horarios) en la distancia de poco menos de doscientos cincuenta kilómetros que separa entre sí a Múnich y Rothenburg de Tauer, ciudad esta última donde comenzaba el itinerario del río Altmühl hasta su desembocadura en el río Danubio en la ciudad de Kelheim. Efectivamente, no está escrito en ningún sitio, como he podido comprobar durante todos estos años. Pero también he experimentado que la escritura es un acto de la voluntad de poder que siempre va ligada a lo que se oculta antes que a lo que se hace explícito. La prueba de lo que digo la deduzco del hecho de que todos los ciclistas que suben al tren, además de ir acompañados de su bicicleta, no olvidan hacer lo propio con sus dispositivos digitales. Un de los símbolos de la lentitud y otro de la máxima velocidad dejándose conducir, los transbordos que sean menester, por un símbolo intermedio como es el tren. Al final me he decantado por situar a los transbordos como lugares intermedios, propios y necesarios en el deambular de nuestra vida. Ciertamente no está escrito en ningún lado, ni he notado que nadie tenga necesidad de hacerlo. Estos transbordos además de una práctica funcional de la organización de la red ferroviaria alemana, significan también una expresión cabal de lo que el ciclista y el peatón coyuntural (que mañana pueden invertir esa coyuntura siendo el ciclista peatón y el peatón ciclista), subidos los dos sobre un tren, significan respecto del afán de desplazamiento que acompaña siempre al ser humano. 

jueves, 5 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 1

LAS BICICLETAS
Aunque parezca una verdad de perogrullo el recorrido en bicicleta siguiendo el cauce del río Altmühl no comenzó, como pudieran suponer los profanos (aquellos que nunca han tendido esta experiencia, aunque lo puedan estar deseando), con la primera pedalada que inicia la primera etapa de aquel recorrido, según estipula la guía que a tal respecto me acmpañaba. Antes tuve que ponerme delante de la bicicleta que me había tocado en suerte, si, como es mi caso, he decido usar los servicios de alquiler de bicicletas en lugar de usar la mía propia. Este año el trámite del alquiler de la bicicleta lo hice en la central de alquiler de bicicletas de Munich, que fue donde pasé los días previos al recorrido ciclista como ya he comentado. Valga decir que estos establecimientos de alquiler son comunes en las grandes ciudades alemanas, que al ciclista que iba a deber ser durante los próximos diez o quince días le ofrecen todas garantías de que vaya a tener una fiel compañera. Quiero resaltar esta relación de fidelidad entre lo humano y la máquina, que me parece la más cabal en la larga historia de relación entre la tecnología y nuestra alma, muy humana, demasiado humana. Lo que siempre fija mi preocupación, cuando voy a recoger la bicicleta que meses antes he alquilado desde mi lugar de procedencia, es como será ella en su imagen de presentación a primera vista, como serán el sistema de cambios de velocidades y el sistema de frenado, en que tipo de sillín me tocará ir sentado durante casi la mitad del tiempo de los próximos diez o quince días, en fin, si se adaptarán mis alforjas al sistema de sujeción de las mismas en la bicicleta. Pero así como estas preocupaciones he logrado rebajarlas con la experiencia de los años, llegando a acuñar un dicho extendible a lo demás que viene a decir, si hay tecnología alemana el continente europeo respira, la preocupación por los pinchazos en ruta no deja de torturarme nunca, aunque la fase de más intensidad la padezco justo en los prolegómenos que estoy contando. Aunque en esto de los pinchazos la tecnología alemana ha dado una respuesta comvnecente, que hace que las ruedas sean prácticamente impinchables, digámoslo así, si sólo media el azar, aunque ya advierten los fabricantes que no se responsabilizan de las acciones conscientes vinculadas, sobre todo, a la mala fe de los usuarios. Un pinchazo en ruta es, para entendernos, a parte de las consabidas molestias, una quiebra temporal en la relación de fidelidad entre el ciclista y la bicicleta que he mencionado antes. Cuando se ha producido en otros itinerarios, no solo me ha fallado la máquina, sino que el sentimiento completo es que yo también le he fallado a ella. Hay que tener en cuenta que estos pequeños cataclismos no suceden en la mesa del despacho de mi casa, cuando, por ejemplo, se ha averiado el ordenador, o en la cocina cuando se roto el frigorífico, ni siquiera es comparable a cuando se ha roto el motor del coche. Un pinchazo o cualquier avería de la bicicleta deja al ciclista a la intemperie, más aún de lo que ya está cuando voy dando pedales de forma armónica. Un pinchazo cuando voy haciendo una ruta ciclista del tipo de la que iba a emprender, una vez que recogiera las bicis que había alquilado en Múnich es, aunque no en su forma aparente o visible, un cataclismo interior similar a la pérdida del hogar debido a una tempestad o un huracán imprevistos. La bici es ese hogar donde vivo un tercio del día y las ruedas, perfectamente infladas dando vueltas, son como las columnas que lo sujetan conmigo encima. La ruptura de este pequeño y hermoso, pero inestable, equilibrio me remite a las catástrofes naturales más destructoras. Es por ello en mi insistencia, a pesar de las garantías cada más exactas de la tecnología alemana en la industria ciclista, de pedir en el momento de recoger las bicicletas los clásicos parches y desmontables de cámaras, por si acaso. Como no podía ser de otra manera, mis preocupación a parte, la recogida de las bicicletas en Múnich estuvo a la altura del lema que he acuñado. Cuando llegué a la hora acordada, una bici en perfecto estado de revista me esperaba lista para ser mi compañera y yo su acompañante, o al revés, durante los próximos diez o quince días. Y como siempre, pues no acabo nunca de acostumbrarme, me sobrecogió la enorme cantidad de bicis que había en la central muniquesa perfectamente colocadas a la espera de próximos alquileres o de las reparaciones que necesitan después de haber sido utilizadas. Es una imagen inexistente en España, que no deja de sorprenderme y complacerme por mucho que cada año la vea de nuevo. Antes de abandonar el recinto, com no, le pregunté a uno de los  dependientes si las ruedas eran impinchables, me miró con desconfianza y de inmediato me puso amablemente sobre la mesa del mostrador una caja de parches y unos desmontables de cámaras. El mensaje me pareció claro, dentro de la filosofía de la tecnología alemana, alguien podía romper el pacto de fidelidad, que también había firmado de forma tácita e invisible en el contrato de alquiler de la bicicleta. Ese alguien no podía ser otro, pensé, que yo mismo, el único portador de la dosis necesaria de desconfianza para que aquella ruptura de produjese. Oído el dato. No se si todos estos prolegómenos, con su gran dosis de indeterminación acosando desde dentro de mi hacia afuera, me ayudan a entender un viaje de estas características, tal y como iba a emprenderlo en los próximos días. Sin embargo, lo que que no me cabe ninguna duda, después de estar haciéndolos hace ya casi cuarenta años, es que forman parte inseparable los unos de los otros.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

CRÓNICAS BÁVARAS 12

APROBADO GENERAL
Al final de este periplo por Baviera he podido constatar cómo se arrinconan en pueblos y ciudades, hasta lograr hacerlos invisibles, los escenarios y actitudes complejos. Todo sobre el terreno, da igual el terreno que el turista pise y a la hora que lo haga, va alcanzando su nivel masivo de simplicidad. La meta es para las oficinas de turismo y los tours operators, como les gusta decir en los claustros de escuelas e institutos, en justa correspondencia, a cada más docentes, la meta es, digo, que todos los visitantes de pueblos y ciudades disfruten de un aprobado general, y que vuelvan a aprobar de forma masiva. Y que a nadie se le ocurre aspirar al sobresaliente individual. En cualquier caso, no quiero dejar de preguntarme, mientras me acerco a la estación de tren de Múnich, ¿se puede democratizar la excelencia, partiendo de la banalización de la democracia cultural y turística? Al día de hoy, cualquiera que sugiera, en las actividades políticas, sociales o familiares habituales, alguna dificultad o exija algo de concentración, reflexión y juicio, es “eliminado” sin piedad, bajo la amenaza de expulsión del grupo o clan al que pertenezca. Hemos entrado de lleno en una cultura militante de la simpleza en las artes, en las letras, en la política, en la economía, y en general en las actividades que antes traían una cierta complejidad. Es decir, en todo aquello donde pusieron los mejor de sus esperanza los padres fundadores de la democracia, hace más de doscientos años, al mirar con el compasivo paternalismo de la época la colosal potencia que albergaba, según creían ellos, el silencio de la inmensa mayoría (el pueblo decían) impuesto sobre sus almas por la ignorancia y el despotismo a que los sometían la minoría de siempre. Esa potencia ha estallado hoy de forma definitiva en una ilimitada constelación de actos, mohines y parabienes, que ha traído como consecuencia la sustitución de lo que antes era silencio y despotismo, por un ruido ensordecedor. A todo eso los expertos lo llaman, como ya he dicho, banalización de aquel gran sueño de los padres fundadores. Los más románticos lo llaman el absurdo de la vida. Sin embargo, estos últimos olvidan que el absurdo de la vida nace de consentir la aniquilación del esfuerzo frente a la complejidad, de la eliminación de esa mirada cara a cara a lo complejo y difícil, contraviniendo lo que dijeron los padres fundadores, o que nunca lo negaron si observamos sus actos, que solo merece la pena aquello que requiere esfuerzo y atención. La vida en sí no es absurda, es misteriosa. La complejidad nace de cómo aceptar ese misterio y seguir viviendo. El absurdo de la vida nace cuando le damos la espalda o cuando nos queremos apropiar de ella (el aprobado general), tal y como está ocurriendo de forma masiva en la actualidad. Nunca cuando nos adentramos en su misterio, sin otro fin que tratar de comprendernos ahí dentro, a sabiendas de que no lo conseguiremos del todo. El calificativo de absurda significa presuponer, en quien lo utiliza, que alguna vez la vida tuvo pleno sentido (y se perdió para siempre), o que puede tenerlo ( y que estamos a la espera). El relato de la absurdidad de la vida es el mismo del de la constante y enfermiza indecisión de los seres humanos al tener que elegir entre dos absolutos, a saber, si los mejores paraísos son los perdidos y no volverán nunca, o lo son los que nunca han existido pero no acaban de llegar todavía. El relato de la absurdidad de la vida tiene que ver con la mala lectura de las promesas que hicieron aquellos padres fundadores. Ellos fueron responsables de lo que imaginaron ante la colosal potencia que tenían ante ellos, nosotros lo somos del tsunami que los actos de aquella ha dado de si. No haría falta recordar que el acto es una parte de la potencia, no su despliegue total. Ni que porque nos pertenezca nuestra vida, nos pertenece también su sentido.

martes, 3 de septiembre de 2019

CRÓNICAS BÁVARAS 11

MUNICH: Los Wittelsbach
La Casa de Wittelsbach es una casa real europea y una dinastía alemana originaria de Baviera, cuyas funciones fueron efectivas entre 1180 y 1918 pasando a partir de esta última fecha, junto con otras casas y dinastías, a constituir parte del exotismo, digámoslo así, de la Europea democrática actual. Los miembros de la familia Wittelsbach ocuparon todos los oficios propios de la aristocracia europea predemocrática durante ese largo periodo de tiempo, a saber, duques, condes, electores, reyes, príncipes, condes palatinos, margraves, arzobispos, emperadores. La cabeza de la familia, desde 1996, es Francisco , duque de Baviera. Si mal no recuerdo creo que fue Celes, el guía que nos acompañó en la visita que hicimos al centro histórico de Múnich (como ya he dicho en anteriores entradas), quien mencionó las peculiaridades de esta familia como parte determinante del carácter de Baviera, hoy Estado libre federado en la República Alemana. No solo, dijo Celes en un momento de su alocución, por el testimonio de sus propiedades de antaño que vertebran la oferta turística de la ciudad (la Residencia real, el embellecimiento de la zona del Propileo, el Castillo de las ninfas, entre las más importantes), sino por el significado que tienen este tipo de altas magistraturas en la Unión Europea actual. Como ya sabemos las casa reales y las dinastías representan en unos casos la más alta magistratura del estado correspondiente (me refiero, claro está, a los estados europeos cuya forma es la monarquía constitucional) y en otros (aquellos cuya forma de estado es la república) únicamente la legislación les permite utilizar el nombre de la casa real o de la dinastía como apellido de las personas que ellas pertenecen, tal es caso de Alemania. Alguien del grupo que acompañaba a Celes en la visita alzó la mano y dijo, aprovechando el requerimiento habitual del guía respecto si había alguna cuestión, que a su entender la casa  de los Wittelsbach debía su particular huella entre los bávaros de hoy a la manera tardía en que Alemania se incorporó a la vida pública o política, en contraposición con Francia, donde los vestigios de estas instituciones predemocráticas están muy ocultas tras el protagonismo absoluto del republicanismo revolucionario. Cabe pensar, le contestó Celes en total sintonía con lo que había dicho el señor turista opinante, que si la victoria de la Primera Guerra Mundial hubiera sido para la Alemania Guillermina, el protagonismo de los Wittelsbach hubiera tenido un peso muy destacado en la organización política tanto de Alemania como del continente europeo. Muchos historiadores piensan, continuó Celes, que la Primera Guerra Mundial no se tenía que haber producido, pues las estructuras que mantenían en pie a las casas reales y a las dinastías desde hacía tantos siglos, albergaban en su seno las potencias del cambio reformador necesario. Fueron las prisas que acompañan al progreso tecnológico lo que forzó, mediante un cambio de índole fisiológico, los instintos de quienes consideraban a aquellas estructuras algo que definitivamente pertenecía al pasado y que, por tanto, había que destruir. Efectivamente los Wittelsbach no gobiernan sobre el estado libre de Baviera, dijo Celes, pero su impronta sigue reinando sobre el carácter y la forma que tienen los bávaros de presentarse al mundo. El caso fue que a medida que la exaltación del aristocratismo de los Wittelsbach (del que no quiero olvidar la figura de mi querida Sissi) iba cogiendo cuerpo y presencia en el trabajo de Celes, aquella mañana muniquesa pasada por agua, me di cuenta que ello solo era hoy posible que surgiera desde dentro de la banalidad que inevitablemente acompaña al turismo democrático y de masas. Y tome conciencia, de una forma como nunca antes lo había hecho, que de eso estaba hecha la atmósfera de la que se respiraba, y que además no era posible imaginarlo ni respirarlo de otra manera. Es decir, un guía recordándonos no tanto el pasado histórico como su aspecto inalcanzable para los mortales de hoy en día. Aquel aristocratismo, al que todo turista bien nacido le gustaría volver en esos días de vacaciones, convive en el resto de los días de su presente con la inevitable banalidad que la democracia de masas lleva adherida como una lapa a su piedra. No se si el malestar reinante, pensé, tiene mucho que ver con estos aspectos inconfesables de los turistas, que en avalanchas sucesivas inundan las ciudades buscando la manera de ser un miembro de la familia de los Wittelsbach, pongamos por caso. No en balde, la sociedad norteamericana, epítome de la cultura occidental, sueña con comprar un título nobiliario cada vez que un presidente apropiado lo pone de moda en La Casa Blanca, John Kennedy y su Camelot, sin ir más lejos. 

lunes, 2 de septiembre de 2019

CRÓNICAS BÁVARAS 10

MUNICH: Odeonplatz, 
¿Un nolugar o el primer lugar? Es una pregunta que, más allá de los dictados turísticos me parece oportuno recordármela cada vez que la visito, y van ya cuatro veces. Voy primero a recordar lo que anuncia el libro turístico que es el que, como no puede ser de otra manera en estos tiempos de democratización de los viajes y los desplazamientos, todo visitante debe leer y cumplir al pie de la letra, no queriendo yo ser una excepción. Decir, por tanto, que esta plaza debe su nombre a la antigua sala de conciertos que había antes de su remodelación, que se imaginó, siguiendo las pautas del Propileo ya mencionado, como la parte final de la entrada triunfal de la ciudad bávara. Los edificios que hoy la jalonan son tres. Primero, el monumento más destacado de Odeonplatz es la Feldherrnhalle (Templo de los Generales, a veces también traducido como Salón del Mariscal), una logia situada en el extremo sur de Múnich, junto a la Ludwigstrasse. Fue mandada construir por Luis I de Baviera entre 1841 y 1844 a imagen y semejanza de la Loggia dei Lanzi, ubicada en la Plaza de la Señoría de Florencia. Es un monumento construido en honor, como indica su nombre, de los generales prusianos combatientes en las diferentes guerras en que participó el reino emergente (que acabaría siendo el pilar de la unificación alemana años más tarde) al que defendían y representaban. Segundo, la iglesia de los Teatinos con su imponente fachada de estilo rococó. Y tercero el Hofgarten, un jardín de estilo italiano remodelado sobre lo que quedó después de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Hasta aquí, de forma resumida, lo que dice el libro democrático para uso del turista democrático. No es que este libro no hable del hecho más importante que se dio en esta plaza la tarde del 9 de noviembre de 1923, el Puch de la cervecería, sino que el turista democrático es más proclive a relacionarse con el espacio que con el tiempo, que hay debajo de ese espacio, y solo ve lo que en ese momento sucede sobre Odeonplatz, en el momento que yo estuve la preparación de un acto reivindicativo a favor de la igualdad de género, algo por otra parte perfectamente previsible desde la necesidad y urgencia de la actualidad. El espacio, en este caso el espacio de la Odeonplatz, sólo podía absorber el tiempo presente. Y así lo hizo. No se trata de estar o no de acuerdo con el dictado de la actualidad pues sería, a mi modo de entender, como polemizar sobre las veleidades de la meteorología. Así que viendo el chaparrón que se nos vino encima a quienes estábamos en ese momento en la Odeonplatz, busqué refugio en la parte alta del Templo de los generales al lado de uno de los leones que montan guardia allí de forma permanente. Fue en ese momento cuando me vino a la memoria la figura de Heinrich Hoffman, fotógrafo profesional alemán, nacido en Múnich, y que ha pasado a la historia por ser el fotógrafo oficial del Furher y del régimen nacional socialista. Sus 500.000 fotos, que pretendían ser el testimonio gráfico del régimen de los mil años con su líder a la cabeza, así lo atestiguan. Pero a lo que me quiero referir, al lado como estaba protegiéndome de la lluvia de uno de los leones y bajo la influencia inestimable del templo sagrado de los generales, es a la foto que más o menos desde este mismo lugar hizo Hoffman a la muchedumbre que se agolpaba debajo para protestar por los efectos devastadores que tenía el tratado de Versalles, que puso fin a la Primera Guerra Mundial, sobre el futuro inmediato de Alemania. Hoy como ayer, la igualdad y la justicia de nuevo. La foto de marras cobró toda su importancia y significado, no en la actualidad del momento que bien pudo ocupar solo algún rincón de la prensa local, sino años más tarde, cuando Hoffman ya era miembro del Partido nacional y socialista y fotógrafo oficial del Furher, que al espigar sus tomas anteriores descubrió por casualidad que entre las muchas cabezas que se agolparon aquel día de la protesta contra el tratado de Versalles, bajo la tutela sagrada de los leones del templo de los generales, sobresalía una con bigotito. Efectivamente, el en ese momento todo poderoso Furher de Alemania, había participado en aquella manifestación en defensa de la patria humillada cuando era un don nadie o un excabo furriel si se quiere. Ni que decir tiene la importancia del punto de vista que yo ocupaba en el instante de esa actualidad, para traer el instante de aquel pasado remoto, haciendo que ocupara un hueco significativo, no en el libro del turista democrático (eso no lo hará nunca), sino en el que yo pueda fabricar como ocasional paseante de Odeonplatz. Y es que tener puestos los pies en el mismo lugar que aquel lejano día de 1919 los tuvo Hofmann, no rompe el curso de la Historia que lo tiene catalogado, al igual que todos los hechos y sus correspondientes fechas, como datos irreversibles del calendario, sino como un hito de ese deambular que, al margen de la Historia, es como se mueve el mundo. Para celebrarlo, al final del día me tomé una copa de riesling, sentado en una terraza que me permitía mirar de frente el Templo sagrado de los generales. No me costó imaginar como la imagen de aquella manifestación a la que asistió el excabo furriel, y que registró despreocupadamente Hoffman, atravesaba con naturalidad el tiempo del calendario y se posaba, como una más, delante de las que se iban congregando para asistir al acto reivindicativo que estaba a punto de comenzar. Hoy como ayer, pensé entonces, todo acto reivindicativo por un mundo mejor lleva aparejada su buena dosis de desencanto y nihilismo, que puede estallar o no, lo cual no depende de la buena voluntad que hoy como ayer destilan los que así se manifiestan en el momento presente. Dicho de otra manera, aquella foto de Hoffman tenía ante mi y mi copa de vino la fuerza suficiente para atravesar el desencanto del mundo actual, por encima de los escombros y cadáveres que desencadenó sin saberlo todavía, y que no dejan de ser nuestra herencia.