ELKE Y OTTO
Después de muchas vueltas pude dormir, como había sido mi deseo, en la pensión Elke de Rothenburg. La primera vez que pernocté allí, hace un par de años, tuve más suerte, pero en está ocasión estaba todo completo tal y como me mostró la pantalla del ordenador, pero como no me lo creí del todo, me acerqué a la puerta de la tienda Elke (pues tiene esta doble cara) y allí no había ningún cartel que lo confirmara. Es más, pensé que todo era una añagaza del dueño de Elke, que me costaba imaginármelo contratando un sitio web y además perdiendo el tiempo en su mantenimiento. Sencillamente el dueño de la tienda pensión Elke, llamémosle Otto, no pertenecía a este mundo de las redes sociales e internet. La primera vez que vi a Otto, hará dos años, me pareció un hombre entregado a la rutina de su tienda donde el cliente podía encontrar de todo. No me estoy refiriendo a las tiendas que hoy conocemos con el nombre genérico de “los chinos” o “un chino”, sino que la tienda de Otto me llevó más bien a los colmados de los pueblos del lejano oeste (nuevamente el cowboy de medio día), que también he visto tantas veces en la pantalla. Y al igual que aquellas, como no, la tienda de Otto ocultaba una parte de su negocio, la pensión para viajeros que tenía en la parte trasera de la tienda. Tal y como la descubrí en su día, y aunque nada más sea por esta ocasión, me parece más acertada la expresión viajero que turista, pues así fue cómo me sentí en el trato que tuve con Otto. Todavía recuerdo cuando entré en la tienda Elke y la primera imagen fue de total desbarajuste, organizado alrededor de un sin fin de cajas que tapaban cualquier posibilidad de ver lo que había detrás, incluso si había alguien que estuviera al cargo de semejante barullo almacenado. Tuve que insistir varias veces si había alguien por ahí, hasta que apareció un hombrecillo de estatura más bien baja, vestido a la usanza de los dependientes de los colmados antiguos, a saber, un mono azul de tirantes y un lápiz colocado en la oreja derecha. He de confesar que surgió como una aparición entre cartones y otros objetos que se encontraban entre medias, y cuando me preguntó, sin mirarme a la cara sino a lo que seguía haciendo o tocando mientras volvía a desparecer por donde había salido, que es lo que quería, me quedé mudo durante unos minutos no tanto porque no conseguía que me mirara a la cara al no dejar de moverse entrando y saliendo del laberinto en que consistía la tienda, como porque, de repente, pensé si no me habría equivocado y no era ahí ni Otto era la persona a la que me debía dirigir para conseguir una habitación donde pasar la noche. Al final, aprovechando una de las salidas de Otto del laberinto hacia donde me encontraba, le respondí que si le quedaban habitaciones libres. Sin demora alguna me contestó afirmativamente, pero volvió a meterse entre las cajas y se perdió en la parte de atrás de la tienda, o lo que así me pareció, de acuerdo al canon de este tipo de establecimientos, la trastienda. Aunque nada más decirme que si, pensé que Otto me había respondido a una pregunta que yo no había hecho o, tal vez, lo había hecho a alguien que se encontraba oculto en la trastienda, luego cuando volvió a salir un par de veces y me miró a la cara me di cuenta de que estábamos hablando de lo mismo: había habitaciones libres, todo consistía en saber esperar hasta que Otto acabara lo que estaba haciendo y pudiera atenderme. Con esta última frase tomé conciencia de que me había adaptado al trajín y orden de prioridades de Otto, y además noté que me sentí bien habiendo hecho esa metamorfosis, lo cual significaba que me había recuperado de la caída en el metro de Múnich y, lo más importante, había entrado, como se dice en argot ciclista, en la ruta y el ámbito del pedaleo. Todavía tuve que esperar unos minutos hasta que Otto inició los trámites de inscripción en la pensión que también regentaba, que como puede comprobar estaban perfectamente entrelazados los unos con los otros. Así fue que cuando tuvo que llevar unas cajas (siempre eran cajas con lo que Otto no dejaba de trajinar) a la parte contigua de la tienda, fue cuando me advirtió que había llegado el momento de registrarme como inquilino en una de las habitaciones que tenía libres, y cuando yo descubrí, al fin, donde se encontraba la cama donde iba a pasar la noche. Mientras seguía haciendo lo suyo me dio las hojas de inscripción, que también formaban parte, aunque no me lo pareciese de lo suyo, y ahora de lo mío. Luego cogió dos cajas pequeñas, que tenían toallas limpias, y me dijo que lo acompañara a la planta segunda donde se encontraban las habitaciones. Me acompañó hasta mi habitación, la numero 6, y al entrar me dio un par de toallas de las que llevaba en la caja. A continuación me indicó el lugar donde tenía que desayunar a la mañana siguiente y donde podía guardar la bicicleta, y con un tono más distendido, que yo lo interpreté como un descanso que se concedía en su trajinar constante, me preguntó si usaba bici eléctrica. Cuando le respondí que no, hizo un gesto de agradecimiento, el primero que me dedicaba verdaderamente como cliente con alma además de con tarjeta visa, y, riéndose buscando mi complicidad, me dijo que los jóvenes que recalan en la pensión cada vez usan más las bicicletas eléctricas. No se donde vamos a llegar, apuntó mientras volvió a bajar por las escaleras con un par de cestos de sábanas limpias, que había descubierto que en ese momento se encontraban en medio del pasillo.