jueves, 19 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 9

ANSBACH 
El fuerte calor reinante en esta zona de Baviera fue el protagonista de la jornada que me llevó de Colmberg a Ansbach. Esta última, una pequeña ciudad de unos cuarenta mil habitantes, es la capital de la comarca conocida como Franconia Media. El elegir visitar Ansbach me suponía separarme del cauce del Altmühl, que como ya he dicho varias veces era la orientación principal que guiaba mi destino ciclista en este viaje. Esto en argot del gremio del pedaleo se conoce como hacer un bucle, o si la distancia a recorrer es larga irónicamente decimos hacer un buclecito. En esta ocasión la distancia en kilómetros desde Colmberg a la capital de la Franconia Media no era muy larga, aunque la decisión de abandonar el cauce del Altmühl si suponía entrar de lleno en la incertidumbre de la orografía y de la mente. Todo el mundo sabe que si se abandona el cauce de un río en dirección a su desembocadura, que siempre se enfila cuesta abajo, más pronto que tarde, el terreno comenzará a empinarse, o peor aún, a ondularse de forma arbitraria. Insisto en la orografía porque pedaleando es la hermana gemela de la psicología. Si la primera baja la segunda goza, si la primera se empina la segunda sufre. Fue por eso que inicié la jordana encomendándome a los señores del castillo de Colmberg, para que fueran propicios con mis buenas sensaciones sobre la bicicleta. He de reconocer que estas palabras cumplieron, en parte, la función terapéutica posterior al pequeño trauma que me supuso aquel dieciséis por ciento de desnivel en la carretera de salida de Rothenburg. Me interesa resaltar este aspecto no visible del uso de la bicicleta porque, como en los otros aspectos no visibles de la vida, tiene un papel importante e indeterminado sobre las formas y destinos que puede llegar a alcanzar ir subido sobre aquella. No se trata tanto de responder diciendo, o  diciéndome, que si utilizara el coche o el trasporte público ninguna de estas angustias harían acto de presencia, se trataría más bien de hacer visible el lado frágil de mi existencia humana. Pues no es lo mismo viajar o andar por la vida con este lado, digamos, acompañando de forma inseparable y visible, en nuestra agenda de cada día, a nuestro lado más fuerte, que hacerlo como si este último fuera algo irrefutable por ser tal y como aparenta ser ante los otros. El pedaleo me devuelve, mejor dicho, no deja que me olvide de esa doble condición de que estoy hecho. A mi me resulta desvelador que así sea. Y también me ayuda a comprender que la felicidad no es solo una forma de éxtasis complacientemente sostenible, como si fuera un parque natural protegido, sino una extraña combinación de subidas y bajadas, de curvas interminables y líneas rectas, de oscuras sombras boscosas y luces solares inclementes, como era el caso del día que estoy narrando. Al final todo sucedió, más o menso, como me lo imaginé. Al abandonar el cauce del Altmühl llegó la desorientación ante las diferentes posibilidades que se me ofrecían para llegar a Ansbach. Y junto a la desorientación llegó, como no, el desasosiego de la orografía, tan impredecible como desafiante, de una carretera que había abandonado la cuesta abajo. No se si fue el intento de pedalear por lo menos escarpado o sencillamente que perdí el norte del mapa y el de la cabeza, el caso fue que después de una rato subiendo y bajando supe que me había perdido. Tuvo que ser una señora de unos de estos pueblo pequeños, una forma de denominar a las granjas grandes de explotación agrícola y ganadera, la que me dijo exactamente donde me encontraba y cual era la ruta  más rápida y fácil de llegar a Anbasch. La B14, siga la B14 sin salirse de ella y lo llevará directamente a donde usted quiere ir, de las cuestas no se preocupe el recorrido es casi llano. Lo que la amable señora no pudo hacer desaparecer o disminuir fue el calor sofocante, que a esa hora de la tarde seguía cayendo de forma implacable sobre todo lo que se moviera. La ciudad de Ansbach tiene un centro histórico renovado, como muchas ciudades alemanas después de la Segunda Guerra Mundial, del que destaco como más significativo las dos Iglesias que, edificadas una enfrente a la otra, parecen mantener el antiguo conflicto religioso que ensangrentó a Europa allá por el siglo XVII. Con este último me refiero a la guerra de los treinta años, y las iglesias se llaman San Gumberto, de confesionalidad protestante, y San Juan de fidelidad católica o vaticana. Una vez que visité estas dos hermosas piezas arquitectónicas, puedo decir que es lo que nos une y lo que nos separa a los ciudadanos de Europa. Esto no es otra cosa, en ambos casos, que la pervivencia de la religión, trescientos años después, en forma de espejo, que es donde se ven reflejados los representantes y representados de la Europea actual, a pesar de que no dejen de alardear, los unos y los otros, de su laicismo rampante. Como soy del sur de Europa tomé partido gastronómico por lo católico y me senté a cenar en la terraza de un restaurante llamado Toscana. La pizza del mismo nombre estaba, lo puedo decir, gloriosa, y para que san Gumberto no se enfadara pedí una cerveza local de medio litro que me supo, también lo digo, celestial. Después de cenar volví a la plaza y me coloqué en medio, a una distancia equidistante de los dos templos. Por mucho que uno pueda o le apetezca  imaginar que las dos Iglesias siguen ahí porque quienes las mantienen se miran a cara de perro, la voluntad de unión de quienes las ponemos en contacto cada día, con nuestro ir y venir por esa plaza, es irrevocable.