APROBADO GENERAL
Al final de este periplo por Baviera he podido constatar cómo se arrinconan en pueblos y ciudades, hasta lograr hacerlos invisibles, los escenarios y actitudes complejos. Todo sobre el terreno, da igual el terreno que el turista pise y a la hora que lo haga, va alcanzando su nivel masivo de simplicidad. La meta es para las oficinas de turismo y los tours operators, como les gusta decir en los claustros de escuelas e institutos, en justa correspondencia, a cada más docentes, la meta es, digo, que todos los visitantes de pueblos y ciudades disfruten de un aprobado general, y que vuelvan a aprobar de forma masiva. Y que a nadie se le ocurre aspirar al sobresaliente individual. En cualquier caso, no quiero dejar de preguntarme, mientras me acerco a la estación de tren de Múnich, ¿se puede democratizar la excelencia, partiendo de la banalización de la democracia cultural y turística? Al día de hoy, cualquiera que sugiera, en las actividades políticas, sociales o familiares habituales, alguna dificultad o exija algo de concentración, reflexión y juicio, es “eliminado” sin piedad, bajo la amenaza de expulsión del grupo o clan al que pertenezca. Hemos entrado de lleno en una cultura militante de la simpleza en las artes, en las letras, en la política, en la economía, y en general en las actividades que antes traían una cierta complejidad. Es decir, en todo aquello donde pusieron los mejor de sus esperanza los padres fundadores de la democracia, hace más de doscientos años, al mirar con el compasivo paternalismo de la época la colosal potencia que albergaba, según creían ellos, el silencio de la inmensa mayoría (el pueblo decían) impuesto sobre sus almas por la ignorancia y el despotismo a que los sometían la minoría de siempre. Esa potencia ha estallado hoy de forma definitiva en una ilimitada constelación de actos, mohines y parabienes, que ha traído como consecuencia la sustitución de lo que antes era silencio y despotismo, por un ruido ensordecedor. A todo eso los expertos lo llaman, como ya he dicho, banalización de aquel gran sueño de los padres fundadores. Los más románticos lo llaman el absurdo de la vida. Sin embargo, estos últimos olvidan que el absurdo de la vida nace de consentir la aniquilación del esfuerzo frente a la complejidad, de la eliminación de esa mirada cara a cara a lo complejo y difícil, contraviniendo lo que dijeron los padres fundadores, o que nunca lo negaron si observamos sus actos, que solo merece la pena aquello que requiere esfuerzo y atención. La vida en sí no es absurda, es misteriosa. La complejidad nace de cómo aceptar ese misterio y seguir viviendo. El absurdo de la vida nace cuando le damos la espalda o cuando nos queremos apropiar de ella (el aprobado general), tal y como está ocurriendo de forma masiva en la actualidad. Nunca cuando nos adentramos en su misterio, sin otro fin que tratar de comprendernos ahí dentro, a sabiendas de que no lo conseguiremos del todo. El calificativo de absurda significa presuponer, en quien lo utiliza, que alguna vez la vida tuvo pleno sentido (y se perdió para siempre), o que puede tenerlo ( y que estamos a la espera). El relato de la absurdidad de la vida es el mismo del de la constante y enfermiza indecisión de los seres humanos al tener que elegir entre dos absolutos, a saber, si los mejores paraísos son los perdidos y no volverán nunca, o lo son los que nunca han existido pero no acaban de llegar todavía. El relato de la absurdidad de la vida tiene que ver con la mala lectura de las promesas que hicieron aquellos padres fundadores. Ellos fueron responsables de lo que imaginaron ante la colosal potencia que tenían ante ellos, nosotros lo somos del tsunami que los actos de aquella ha dado de si. No haría falta recordar que el acto es una parte de la potencia, no su despliegue total. Ni que porque nos pertenezca nuestra vida, nos pertenece también su sentido.