¿Escapar del lugar tradicional de la ficción moderna (narración del XIX), significa escapar de la ficción? ¿Nos es posible escapar de la ficción mirando de cara a la vida, es decir a la muerte? Solo mediante una doble ficción, a saber, que la muerte es algo que solo le sucede a los otros, y si así yo me lo creo soy “inmortal.” En fin, repitámoslo una vez más con Vargas Llosa, la ficción es eso que nos falta para poder tener un trato necesario e inaplazable con lo infinito, lo perfecto o la inmortalidad. Pues de lo contrario es como estar muertos. El espíritu fundacional de la barraca del entretenimiento es la única respuesta que hemos inventado. Lo volví a ver el otro día en Perpiñan en la muestra fotografía anual. La foto de un niño de tres años literalmente agonizando por malnutrición en una ciudad de Siria ocupada por los malos, los yihadistas, y bombardeada por los buenos, una coalición de nativos y occidentales, digámoslos así. ¿Era real la foto? si, como si fotografías el momento biológico final de cualquiera que agoniza. No más real que la muerte de una gacela chica bajo las garras de un león, ni más real que la salida del sol cada mañana por el este, ni que después del invierno viene la primavera. La realidad de lo inevitable, de lo que es más grande que uno mismo, si alguien no come se muere, el más fuerte se jala al débil, el sol siempre sale por levante. Pero el ser de esa vida, ¿donde está? Lo dice Alexandre Kluge sin despeinarse: los humanos preferimos vivir a ser. Cualquier esperanza de que la cosa se invierta, es decir, que algún día el ser humano prefiera ser a vivir, es vana esperanza. En términos de representación lo que sigue animando a ese preferencia por el vivir es ese espíritu de barraca o de feria de las vanidades. Vivir, es decir, sobrevivir solo se puede hacer en la superficie. Solo bajan al fondo, solo se sumergen los elegidos, es decir, los que saben nadar a contracorriente. Cualquier esperanza de que sea al revés, es decir, que los vividores se sumergen y los que quieren saber surfeen, también es vana esperanza. Porque así como otra forma de pensar siempre es posible, es imposible que haya otra forma de vivir como humanos mortales. La imaginación hace posible lo primero pero la parca imposibilita lo segundo. El problema para los que quieren ser es el excesivo ruido, pero para los que solo quieren vivir es su voluntad irreductible de seguir produciéndolo. Para vivir no hace falta el arte, pero para ser si. ¿Que nos está ocurriendo? Nuestra antepasados que quería ser soñaron con que los que solo querían vivir estaban alienados por la religión, la pobreza, la ignorancia, etc., por lo que sí se desprendían de tal fardo todos podríamos ser en fraternal comunidad. Los que siguen queriendo ser, dicen, que si ayer aquellos eran un misterio en su mudez hoy son todos un horror que mejor que vuelvan a estar callados. ¿Qué es mejor para ser, tratar con el silencio autista de los ignorantes o con el ruido ególatra del me gusta y sus incasables apéndices ¿Quien es el que hace callar a los “vividores digitales actuales”? El ruido de los múltiples gallineros es un triunfo indiscutible de la democracia digital, pero también es su enfermedad de momento incurable. Pues no deja que vivir y ser compatibilicen su presencia en la existencia humana. El peligro es que así podemos morir del éxito de tanto querer vivir, porque, repitámoslo una vez más, para vivir no necesitamos el arte es decir, no necesitamos ser. Por tanto, si no hay antídoto, si no hay gravedad que nos sumerja hacia el fondo, si todo es ligerismo, vivir es dejarse llevar río abajo, surfeando a la deriva. Podríamos decir que el mal es al vivir como el bien es al ser, como defensa y medida preventiva. Pero quien le dice a la clase media occidental que la sordidez, la vulgaridad, las falsas apariencias del turbio mundo que han construido (hoy enfangado en su decadencia, su nostalgia, sus delirios y sus delitos de corrupción monetaria y de personas) ha acabado reducido a la mediocridad con toda la frustración indecente. Quien les hace ver las toneladas de maldad que produce ese refinado y confortable modo de vida, del que son los únicos responsables.