miércoles, 19 de junio de 2013

EL MALESTAR Y SUS GRITOS

No es sólo porque sus señorías - debido a su cobardía, su pusilanimidad o su indecisión moral - hayan decidido que la felicidad deje de ser constitucional. Ni por estar cerca del dolor o de la amenaza de la muerte ajena. Literalmente no voy negar que no sea así, pues así reza en todos los comunicados. Pero el malestar que hay detrás de los permanentes gritos que se han instalado por aquí, al parecer para no marcharse, pienso que es debido a un miedo oculto y constante, un miedo ancestral, que lleva consigo el imaginarnos que la pobreza de antaño vuelva a imperar en nuestras vidas. Una forma de indignidad que, aunque no la hayamos vivido, nos resulta de todo punto insoportable. Prueba de ello es que algo que no está bajo nuestro control nos hace gritar de forma intermitente, sin ser capaces de cambiar de estrategia ante los pobres resultados obtenidos, al tiempo que nos vamos paralizando en cada grito. No somos descendientes directos de una guerra, sino de sus hambrunas. Y aunque las segundas son causa directa de la primera, el paso del tiempo no les afecta de igual manera. De hecho son absolutamente divergentes en su destino. O, como el envés de lo anterior, puede que el malestar y su grito se deban a un intuición difusa: estamos en el comienzo de una vida en un mundo nihilista y pujantemente tecnológico. Es decir, sin garantías.

Deduzco lo anterior de lo que voy dialogando con mi amigo, de viaje profesional por la India. Allí existe, como todo el mundo sabe, la mayor maquinaria de producir películas, Bollywood, de la mano de una de las mayores productoras de softwares informáticos. Todo ello, justo al lado de lo que más nosotros tememos. Sin embargo la vida no se vive con una fe y una esperanza suprema en algo que cierre el paso a la pobreza. La vida no se vive como un bien absoluto, sino como una posibilidad más. Y la pobreza es una de las formas que adquiere la vida. Eso es todo. No hay nada allí, digamos, que concierna al espíritu que no exista igualmente aquí. Otra cosa es que la atracción que muchos sienten hacia ese mundo, así como otros su rechazo mas contundente, se deba por un lado a nuestra mirada, estrábica desde hace trescientos años, y por otro al confort y la seguridad de las costumbres burguesas, que trajeron el agua, el jabón y la penicilina.

El otro día, en una óptica, vi como un cliente no pudo pagar de una vez la renovación de sus gafas. La dependienta le concedió un crédito al pie de mostrador, diciéndole que le pagara la mitad en ese momento y el resto en los dos meses siguientes. De repente, volvieron los plazos de mi niñez. Un ardid difuso y fronterizo que no distingue lo que no tienes de lo que necesitas. Mi madre - que todavía llevó, en cuanto a esos términos, una vida razonablemente humana, pero que le gustaba tenerlo todo como  los chorros del oro - me enseñó a mantener el ojo avizor, en el medio de esa raya endiablada.