miércoles, 30 de enero de 2013

EL CINEASTA FEO, LA VIOLINISTA BUENA Y EL FILÓSOFO MALO


Habitan en la misma ciudad, dentro de un radio de acción de dos kilómetros. Esta es la crónica apresurada de la existencia de sus almas, antes de que cada una se enfrente a las fuerzas ocultas de su destino.

Tienen cuarenta, veinte y sesenta años. Y por este mismo orden se dedican a la imagen, la música y a las palabras. Los mismos elementos que imaginan el mundo. Y, también, los dos mitos que lo abarcan todo: el involutivo (venimos de los dioses y vamos a peor), el evolutivo (venimos del mono y vamos a mejor).  ¿Cómo no tenerlos en cuenta a la vista de estos tres personajes singulares? ¿Cómo seguir creyendo en el conocimiento objetivo de la realidad, si a medida que lo intentamos solo somos capaces de imaginarla. De nuevo el salvaje western nos proporciona un campo de acción inmejorable para trajinar y distorsionar todo eso.

El cineasta feo, experimentador con imágenes, ajeno a que son ellas las que acaban experimentando con él. En el límite de su experiencia experimentadora sabe que no le queda mucho tiempo por experimentar hacia adelante. Que la línea de su oeste se cierra sobre sí misma, que el tiempo será pronto otro y que ya no será el suyo. Ni cree en los dioses, ni en los monos. ¿Cómo podrá entender que solo puede aspirar a sobrevivir como un hombre sin atributos? Ha dejado de creer en la libertad de las praderas, y en la espiritualidad del indio.  Empieza a creer, tocándose el bolsillo, en la seguridad de las cercas y en quien pueda quedar dentro de ellas. Empieza a estar cansado, y sueña con un rancho y su ganado, y su huerto y su río. Y su mujer y sus hijos.

El filósofo malo será la verdadera víctima propiciatoria de la conquista del oeste. No tanto por causa de sus palabras como por pensar que ellas pueden controlar los vendavales de las praderas, que serán los que, al final, lo empujen a la pira del sacrificio, a la que acudirá despreocupado como un carnero. Señor y juez de la horca nunca creyó en los dioses, él es el dios supremo, y nunca le templó el pulso al tener que condenar a los hombres que no creían en el campo de acción de sus palabras. ¿Cómo hacerle entender que viene de los dioses, pero que es la muestra palpable de la degradación de su herencia? No dando crédito a lo que ocurre, acabará sus días hablando solo  como los monos, al lado del abismo de cualquier desfiladero.

La violinista buena cree firmemente en la libertad de las praderas y en el espíritu nómada e ilimitado del indio. En su música delgada de cuerda y en el viento de la de sus colegas. Frágil y estilizada, como su música, está dispuesta a patearse el continente siguiendo las indicaciones que produzcan sus sonidos, hasta alcanzar el beneplácito supremo de los dioses. Ofreciéndole, sin proponérselo, una posibilidad de redención al cineasta feo y al filósofo malo. ¿Como va a creer que viene del mono, ella que aspira a tocar la música celestial que sostiene y mueve la bóveda del mundo?

martes, 29 de enero de 2013

ASÍ DE SENCILLO

Cuando iba a pagar al frutero me di cuenta que no llevaba la cartera encima. Le dije que me guardara lo que había comprado que enseguida volvía. Como una flecha me puse a correr hacia la cafetería donde había desayunado, esperando que la cartera todavía continuase allí. No se a cuento de qué, junto a la angustia natural que aparece en estos casos - no tanto por el dinero, como por las incomodidades administrativas que supone dar de baja a las tarjetas de crédito y tener que volver a renovar los diferentes carnets de identificación - me vino a la cabeza lo que le había oído días atrás, en la misma cafetería, a un tipo de origen senegalés que se encontraba apoyado en la barra hablando con la camarera: "no he venido aquí a darme la vuelta y perder el tiempo cada vez que digan eh tu negro, o peor aún, eh tu puto negro o negro de mierda. He venido a trabajar. Así de sencillo". Entonces me paré en seco. Recuperé el resuello y llegué con paso normal a la cafetería. 

jueves, 24 de enero de 2013

PERDEDORES


La continuidad del tiempo se muestra como falsa y la sucesión unidimensional de los acontecimientos como irreal. Las personas ya no ocultamos nuestras contradicciones, ni nuestras cambiantes complicidades, ni nuestras confusas emociones. Nada ni nadie es de una pieza, ni se puede  observar con un solo golpe de ojo. Un mismo suceso, por tanto, puede ser contemplado bajo diversas luces y observado desde la perspectiva de distintos protagonistas. Estoy hablando del núcleo central del pensamiento moderno. Que es, también, la causa de la aflicción que pesa sobre muchas personas, que no teniendo que sufrir las penurias de no poder satisfacer sus inaplazables necesidades al poder disponer del dinero suficiente para ello, se sienten y viven como perdedores obsesivos. Yo los llamo los transparentes extraterrestres. Han conseguido lo que parecía imposible: hacer que los dioses no necesiten para nada a los seres humanos, por la sencilla razón de que los seres humanos son los dioses. Ajuste su objetivo y verá lo que le cuento.

“Soñamos como dioses y pensamos como pordioseros”, le espeté a bocajarro a uno de estos alienígenas que me quería demostrar científicamente, por supuesto, otra vez, de donde vienen las borrascas que nos asolan. “¿Cómo es tu aflicción?”, le volví a preguntar, ante su inopinado mutismo, ya que es un tipo que suele hablar por los codos en las reuniones con sus iguales. “No huyas,  por hoy no te emborraches, ni te vayas de juerga, ni hagas chistes, por unas horas deja de ser un cínico. Mírala a la cara y dime cual es su tono, qué rostro tiene, cómo te la imaginas. ¿Es ese el aire que respiras todos los días?”

El mutismo no lo abandonó, pero esta vez lo acompañó de un leve fruncimiento del labio superior. Fue todo lo que obtuve por respuesta, antes de que pagará las cervezas y se marchara sin despedirse.




martes, 22 de enero de 2013

LO SAGRADO FRENTE A LO PROFANO

Siempre que este viaje acelerado y confuso hacia ninguna parte que es la vida actual se come, más que un espacio, una forma de entender el tiempo, que nada tenía que ver con las exigencias de aquella, sencillamente estaba ahí y, como al bosque o a la playa se lo come una autopista o una urbanización innecesaria, se convierte en pasto de su voracidad insaciable, me viene a la mente el misterio de la permanencia de las catedrales, últimas construcciones que auspiciaron su arquitectura en una fe superior al propio oficio de quienes las levantaron. La librería de mi barrio no era solo un espacio para vender libros, era, sobre todo, un resquicio de tiempo sagrado que habitaba en alguno de esos libros que contra el viento y las mareas de las ansias editoriales, sobrevivían quietos, sin meterse con nadie, en sus estanterías.

¿Que es un espacio y un tiempo sagrado? Un lugar, un sitio, un texto donde las palabras que se usan, como un corazón solitario y silencioso, salen al mundo, siempre incomprensible, siempre inabarcable, en busca de otras palabras, igualmente solitarias y silenciosas, para entre todas otorgar sentido a su existencia. 

¿Que es un espacio y un tiempo profano? Todo los demás lugares, todas las demás palabras. Donde estas palabras ya tienen, como un funcionario, su plaza en propiedad en el mundo. Instaladas, muy bien instaladas, cada una en su trinchera, se dedican a disparar unas contra otras, salvo en los momentos de avituallamiento que los llaman, cínicamente, dialogo. Me refiero, para entendernos, a la incansable e inacabable lucha de las diferentes teorías por hacerse con la propiedad intelectual del mundo. 

No es la primera vez, ni será la ultima. Inexplicablemente el mundo moderno se abisma, zancadilleado por el sinfín de teorías que lo quieren conducir a la cima de la felicidad. Todas teorías profanas, incapaces de aguantar bajo el palio de ninguna fe suprema que no sea la suya propia, efímera, de quita y pon, aliento cabal de la falta de solidez de su existencia. Y si nada puede perdurar así, ese viaje a ninguna parte a que aludía al principio solo puede ser habitado y conducido por maniquíes al servicio de sus modas.

viernes, 18 de enero de 2013

DEMASIADAS COINCIDENCIAS


¿Será que el librero de mi barrio tiene miedo? o ¿será que se esconde porque da miedo, y no quiere que todavía le vean hasta que no se adapte el mismo a su nueva fisonomía? Hay un estereotipo creado alrededor de este gremio que nos hace pensar que son por naturaleza buenos. De hecho, el dependiente que me dijo que las cosas iban de mal en peor me contestó, cuando yo le pregunté en que estaba pensando, que no se enteraba de nada, que verlo era como si estuviera siempre en las nubes. ¿Y que está pergeñando allí arriba?, le volví a preguntar con sorna.

Cuesta saber que pasa por la cabeza de alguien que se encuentra metido de coz y hoz en medio de una vorágine que no se ha buscado. Y cuesta saberlo porque por ello no se convierte únicamente en víctima. El librero de mi barrio se ufana de que él ha venido al mundo para vender libros, que es, según me confesó un día, una de las maneras honorables de promocionar la lectura, que es una de las actividades que, dado su condición de solitaria y silenciosa, más confianza da a la hora de renovar nuestra fe en la capacidad emancipatoria del ser humano. Y todo eso. Demasiadas coincidencias y sincronicidades, pensé cuando le oí, aunque asentí con la cabeza para mostrarle mi total acuerdo con lo que acababa de decir. A lo mejor cometí un error, ahora que lo pienso. Cuesta oponerse a los mundos de ángulos equidistantes. Pareciera que uno fuera un ingrato con las obras bien hechas. 

Le tenía que haber advertido, entonces ya me había dado cuenta, que esa credulidad ciega en que se cumplan encadenadas todas esas coincidencias es un indicio de que lo que se acabará cumpliendo, de verdad, será lo peor. Lo que ocurre es que resignarse voluntariamente también me parece una peligrosa renuncia a las promesa que nos hace la razón. El dilema, antes que impulsarnos con brío a la búsqueda de una solución, nos desconcierta y nos confunde. Como si no fuéramos capaces de conciliar todas esas ensoñaciones, para echar fuera del ágora ciudadana la mugre y la roña de nuestras pasiones tribales.  

miércoles, 16 de enero de 2013

LA EDAD DEL CAPITÁN


En una carta fechada en 1843, el escritor francés Gustave Flaubert le proponía a su hermana Carolina la siguiente cuestión: “Ya que estudias geometría y trigonometría te voy a plantear un problema: un barco está en alta mar, salió de Boston cargado de algodón, su capacidad es de doscientas toneladas, se dirige hacia El Havre, el mástil mayor está roto, la toldilla está cubierta de espuma, lleva doce pasajeros, el viento sopla nornoreste, el reloj marca las tres y cuarto de la tarde, estamos en mayo...¿Qué edad tiene el capitán del barco?”

La anécdota ha conseguido soportar el desgaste del tiempo y, mediante el boca oreja ha llegado hasta nosotros más luminosa y cargada de significación que nunca. Yo la he escuchado en forma de chiste coloquial varias veces a lo largo de mi vida. Pero ahora que la he escrito, después de volverla a escuchar en una tertulia radiofónica, me parece que adquiere un vuelo nunca antes imaginado por mí. Y la perspectiva que desde esa altura otorga sobre lo que miro es, igualmente, inusitada. Así me di cuenta, ahí aupado, cual era el problema del librero de mi barrio. Y, por ende, de tantos otros que la crisis los ha partido en dos y no saben a donde ir. Con unas estanterías medio vacías, con un ambiente mortuorio que invita más a irse de funeral que a leer, con unos dependientes que han perdido la lozanía y el entusiasmo por su trabajo, el librero estaba calculando, encerrado en su despacho a cal y canto desde hace más de un mes, la edad del capitán.

Mientras que el dinero - al que muchas personas que lo poseen en cantidad suficiente y constancia indiscutible como para no tener preocupaciones urgentes, y que a pesar de ello se encuentran  deprimidas o alicaídas o partidas en dos, siguen empeñadas en no otorgarle el estatuto de inteligente que le corresponde - ha optado, tal vez por despecho, por darle la espalda o ir contra los libros serios y exhautivos, el librero de mi barrio opta por aislarse como un ermitaño para buscar soluciones anónimas o geométricas, en fin, soluciones intransitivas, a los problemas que tiene en su pequeña empresa, reduciéndolo todo, ahí metido en el guango de su despacho, a un baile abstracto de números y ecuaciones. Hasta que consiga calcular, porque en ella ve la salida a su inopinado descalabro, la edad exacta del capitán del barco.  

martes, 15 de enero de 2013

LA VOLUNTAD DE LOS EGOÍSMOS

Adam Smith lo dejó bastante claro hace ya más de doscientos treinta años en alguna de las páginas de su obra más importante, auténtica Biblia de referencia de la economía moderna, “la riqueza de las naciones”: el bienestar de los pueblos depende de la voluntad de unos cuantos egoísmos individuales. No hay más ciencia que esa detrás de todos las estadísticas, balances, primas de riesgo y demás jerga de índole económica y financiera. Ahora bien, el por qué y cuando esos egoísmos pueden coincidir o dejan de hacerlo, ya no es una cuestión económica, sino mas bien tiene que ver con el misterio de la condición humana, y cae, por tanto, dentro del campo de la poética que es la que se encarga de estos asuntos desde tiempos inmemoriales. 

Hoy me he encontrado con uno de los dependientes que trabajan en la librería de mi barrio y me ha dicho que están a punto de cerrar. Le he acompañado y al entrar donde trabaja he notado que algo había cambiado. Tanto en el contenido de las estanterías como el ánimo de quienes atendían. Lo emprendedor de antaño ha sido sustituido por lo funcionaril de hogaño. Una librería cierra por que no vende libros. Y si no vende es porque no hay lectores que compren. En una sociedad de la abundancia mal entendida y peor repartida, como la nuestra, es donde se nota, y hacia donde apunta con inusitada fuerza, la perspectiva que sugiere la frase de Smith. La gente no compra libros pero se gasta el dinero en gambas. En los bares es donde más y mejor se concentra el bienestar de los ciudadanos en la actualidad. La voluntad de los egoísmos millonarios de veintidós jóvenes dándole patadas a un vejigo, así lo decide cada semana. Poner el grito en el cielo por ello, es como quejarse porque haga frío en invierno o porque salga el sol por el este.

lunes, 14 de enero de 2013

LA FALTA DE CORAJE, ESO ES TODO

Antes que con la inteligencia, todo tiene que ver con el coraje. Tanto la vida como los objetos que la representan mediante la acción creativa. Hay que tener coraje para vivir y para poner en marcha una acción que acabe significando algo. Por contra, la falta de coraje no tiene que ver con la escasez de vida, sino, directamente, con la muerte en vida. Este va a ser el problema de las nuevas generaciones que han de coger el relevo en los próximos años. Desconocedores de la existencia de la muerte y del sentimiento de culpa, pues así es como los han educado sus progenitores, no podrán afrontar ninguna empresa de importancia ya que no son responsables de sus vidas, al faltarles la poderosa perspectiva que otorga a las acciones más vitales la conciencia (inserta dentro de esa perspectiva) de la propia muerte. El último acto y el que proporciona la máxima significación a la vida.

En la práctica de la lectura es donde esto se ve de manera más palpable. Una actividad mental y emocional que no pone en peligro la integridad física, ni la del bolsillo, donde el coraje para arriesgar la imaginación que poseemos frente a lo que estamos leyendo debería ser algo habitual y al alcance de cualquier lector. Quiero decir que, sin obviar las posibles dificultades o el desapego inicial con el lenguaje, debería acabar prevaleciendo siempre nuestra incurable curiosidad. Sin embargo, lo que suele ocurrir es, lamentablemente, lo contrario. Lo que suele ocurrir es que la mayoría de los lectores se muestren indiferentes a todo ello porque se sienten inmortales. Quiero decir que siguen leyendo, o lo que hagan, con el único afán de sobreponerse, ellos lo llaman distraerse, supongo, al peso insoportable de su inmortalidad.  Solo me queda recordarles, sin ánimo de molestarlos sino de estimularlos, lo que me decía mi madre cuando era pequeño: "un hombre que teme a las palabras de otro hombre es un hombre, pero si teme a su fusta es un caballo". Y efectivamente, nunca más acertado, un caballo no tiene conciencia de su mortalidad.

domingo, 13 de enero de 2013

SOBRE LA VERDAD DE LAS MENTIRAS

Como dice Mario Vargas. Al día de hoy sigue sin estar resuelto, y van ya para cuatrocientos años desde que planteó Cervantes este entuerto mediante la historia de su ingenioso hidalgo. ¿Quien es más verdadero, Don Quijote o Sancho? ¿Quien más real? 

El otro día lo puede volver a verificar en la tertulia mensual que mantengo desde hace diez años. Nos habíamos citado para comentar un escrito de cada cual sobre una experiencia personal. No sobre la biografía propia, que es algo más restrictivo. La experiencia personal tiene que ver tanto con lo que le ha pasado a uno como con lo que le ha podido pasar y no le ha pasado, con lo que ha hecho y con lo que ha deseado hacer pero no ha hecho, y, muy importante, con la experiencia de los que tenemos cerca y son de carne y hueso, así como los que tenemos cerca y son personajes construidos con las palabras y las imágenes. El texto tenía que ser corto, de una página como mucho. Cada uno de los asistentes hicimos los deberes y nos presentamos con el escrito de marras. A continuación pasamos a leer cada texto en silencio. Después llegaron los comentarios sobre la lectura que habíamos hecho. He de reconocer la calidad de los escritos. Se notaba la mano que había mecido y seleccionado los materiales que allí mostraban. Todos estaban transidos por una halo poético indiscutible. Lo que confirma mi convicción de que la escritura creativa no es un patrimonio exclusivo de los profesionales y de los expertos. Hasta aquí, digamos, las cosas fueron con normalidad. Pero hacia el final de la tertulia uno de los lectores, que había mostrado una gran satisfacción por lo que había leído, no pudo evitar preguntar a los que tenía enfrente sobre los hechos que inspiraban sus escritos. Y lo hizo de una manera, que reducía casi a la nada todo el entusiasmo que había mostrado hacía unos minutos por esos escritos. Pensé que no tenía suficiente con la verdad que allí aparecía con determinación indiscutible. Es más, pensé que, para que la lectura que acaba de realizar tuviera ante él sentido, necesitaba cotejar lo que había leído con los datos que le proporcionara la biografía del autor. Aunque estos fueran, como así ocurrió de hecho, fragmentados, deshilachados,  dichos sin gana, sin ritmo y sin tino, ni tono. ¿Donde hay mas verdad, en lo que has leído o en lo que te acaban de decir los autores de lo que has leído?, le pregunté al paparazzi.

viernes, 11 de enero de 2013

LO QUE HAY ES MIEDO DE MIRAR AL MIEDO A LA CARA


Da la impresión que sucede de forma repentina, como si antes toda la gente lo tuviese claro. El caso es que hay muchas personas que ven y sienten lo que los rodea como algo irreconocible. No ven casas, ni carreteras, ni peatones, ni días, ni noches, ni nada. Ven un mundo difuso que no es el suyo. Y dicen que es debido a la ausencia de valores, y todo eso. 

Un colega ha organizado un seminario permanente con diferentes ramas disciplinarias, en el que el eje troncal, la ideología me llegó a decir mientras me lo contaba, es recuperar los valores perdidos. Le dije que no acababa de entender que es lo que se había perdido y que es lo que se tenía que encontrar. Insistió en que valores como el respeto, el diálogo, la solidaridad, la autoestima, la tranquilidad, la creatividad, etc., y que era su pérdida lo que hacía irreconocible la sociedad donde vivíamos. Le contesté  que lo que le pasaba es que tenía miedo. Que esta realidad no había dejado de estar ahí, y que los seres humanos habían teniendo siempre dificultades para comunicarse, de hecho no lo han conseguido satisfactoriamente nunca. Y tal. Lo que pasa ahora es que no es tan densa la cortina que tapa esas limitaciones y carencias, que al aparecer detrás del velo translúcido de internet nos intimidan como nunca antes lo habían hecho. Esa tupida cortina de antes la tejían, al entrelazarse con determinación, esos valores graves que tanto echas de menos, y que con urgencia quieres volver a levantar mediante el seminario que tratas de organizar. Los valores, le dije, no son la verdad como afirmas, son la tapadera de la verdad, que debido a ese ocultamiento siempre se atisba detrás como una sombra. Se han acabado, por tanto, las teorías que inspiran y lustran esos valores que defiendes. Ya que no es posible llegar a una acuerdo definitivo sobre su aplicabilidad. ¿Quien se puede encargar hoy de ello? Cada uno tiene el miedo que se merece. La única solución es mirarlo a la cara. Y hacerle preguntas. Cuando antes entiendas esto antes la realidad volverá a lucir delante de ti con todos sus enigmáticos claroscuros. El único valor que existe es el de la libertad, que más que un valor es el instinto que tira de nosotros para no volver a caer de cuatro patas y subir a los árboles o corretear por las praderas.

jueves, 10 de enero de 2013

SER ALGUIEN HABLANDO ES LA SOLUCIÓN


"Nunca se convence a nadie de nada. Pero hay que seguir repitiendo, aunque siempre sea en vano. Sólo se puede convencer a quien es alguien. A quien es nadie o nada, no hay forma de persuadirlo de algo, pues lo único que opone, en vez de lo que tiene (nada), es resistencia".

He querido comenzar este escrito recordando las palabras de Rafael Sánchez Ferlosio, que da en la diana de lo que somos. Y que yo creo que, lejos de leerlas literalmente traduciéndolas así en un ataque o una falta de respeto, deberían sonar como una advertencia que nos acompañe en el camino que individualmente tenemos por adelante. Y la mejor garantía de nuestro compromiso conjunto como ciudadanos. Queremos llegar a ser alguien, porque somos conscientes de que no somos nadie.

No hace falta insistir a lo que me refiero con lo de ser alguien o ser nadie, tener algo o no tener nada que contar: todo tiene que ver con el trato que mantenemos con las palabras, allá donde nos encontremos. Al fin y al cabo, somos seres hablantes, y todas nuestras transacciones están mediatizadas por el uso social e individual que hagamos de aquellas. El cual hoy, digamos, es el conocido y afamado  “hablar por hablar", que de forma persistente está adherido a nuestras vidas como una lapa.

Antes de seguir, y para evitar suspicacias, diré lo que creo que significa ser nadie en el uso y trato con las palabras. Ser nadie, somos nadie, todos los seres hablantes la mayor parte del tiempo que hablamos. Usamos las palabras como usamos el tren, como una herramienta más. No lo usamos, para entendernos, como lo hace Anna Karenina, ni como los protagonistas de "Extraños en un tren", que hacen un uso bien diferente de ese medio de transporte. La diferencia entre ser alguien y ser nadie estriba en si lo que se tiene que contar es algo o es nada. Es decir, somos alguien porque queremos contar algo. No nos interesa hablar por hablar de todo, que es lo mismo que no contar nada. El camino más corto para llegar a ser nadie.

Durante un día cualquiera de mi vida cotidiana escucho de todo. Intercambio mis palabras con las de todo tipo de “usuarios del ferrocarril”. Pero existen momentos en los que, sin previo aviso, se produce el  milagro, y hay quien decide ser alguien: entonces “sube al tren” para contarme algo. Son los mejores momentos del día, los que mejor me han ayudado en mi determinación de ser alguien hablando. Y, como consecuencia, leyendo y escribiendo. 

Nuestro futuro como seres hablantes, como todo los futuros, no está escrito. Pero nosotros, los hablantes de a pie, a diferencia de los iluminados y charlatanes, si estamos hoy en condiciones de ir construyéndolo, con la mejor garantía de sentido y significación. Porque en el uso y trato con las palabras podemos decidir, sin ataduras, ser alguien. El AVE ya ha llegado a la frontera y nadie sabe como ha sido. Como no podía ser de otra manera. Pero lo que sí hay que saber es si, a pesar de su incidencia, usaremos el “tren de las palabras”,  sentándonos alrededor de una de sus mesas para contar algo. Y tratar de ser ese alguien que pronostico y deseo. Vaya el tren a la velocidad que vaya. 

martes, 8 de enero de 2013

CRÓNICAS RENANAS Y 9




DÜSSELDORF: DONDE ES FÁCIL SER TURISTA

Aquí dejaré estas crónicas. Ya que aquí dejé al padre Rin, en la última ciudad alemana importante antes de entrar en territorio holandés. En la preparación del viaje hubo dos razones que me animaron a llegar tan al norte. Una, visitar el barrio antiguo donde se encuentran unas cuantas muestras interesantes de la arquitectura contemporánea. Dos, probar su cerveza de fermentación alta denominada «Altbier» (cerveza vieja).

Antes quisiera explicar ese añadido que le he puesto al título. Cuando lo leí por primera vez en las diferentes páginas web que consulté para preparar el viaje, lo sentí como un golpe de efecto exagerado de quienes estaban detrás de la  promoción de la ciudad. Un golpe de audacia publicitario, siguiendo las pautas y cánones del sur. Me pregunté, ¿cómo se puede ser turista con facilidad sin la proximidad del mar ni el calor del sol? Más adelante leí que en Düsseldorf vive la mayor comunidad japonesa de la Unión Europea, por lo que se le conoce como la capital nipona a orillas del Rin. Fruto de esta impronta e inspiración cultural se puede visitar y disfrutar del mayor jardín japonés que existe, también, en la Unión Europea. Así empecé a entender mejor el eslogan publicitario, al asociarlo con esa presencia japonesa en la ciudad. No en balde los japos, con sus "invasiones" han hecho turísticos los lugares que visitan. Es más, y puestos a exagerar, un lugar no es verdaderamente turístico hasta que no recibe la visita continuada de grupos de ciudadanos japoneses. Ellos son, podríamos decir, los que poseen la denominación de origen de esta industria, sin la cual es imposible entender la movilidad contemporánea, con sus diferentes rutas trazadas a lo largo y ancho del planeta.

La palabra arquitectura me evoca, a su vez, cuatro palabras. Morada o almacenamiento. Arte o profesión. Debate heredado del siglo pasado, que aún perdura sin que se vean visos de llegar a un punto de acuerdo. Aunque, si se fija con atención, es de todo punto imposible que con esos cuatro conceptos se pueda ir de la mano a algún sitio habitable. Así que mucho me temo que cada miembro de la gran cofradía arquitectónica seguirá haciendo de su capa un sayo, ovillado con sus iguales en sus capillitas provinciales. El caso es que me atraía la visita al barrio antiguo de Dússeldorf, donde se congregaban un número importante de edificios que llevaban la firma de ilustres arquitectos actuales, no por motivos derivados de mis evocaciones, sino por una razón meramente turística, japonesa me atrevería a decir: verlos y fotografiarlos. Verlos de un lado y de otro, y hacer las fotos pertinentes que aquellas visiones me provocaran. Las fotos no las pude hacer porque la cámara se murió repentinamente. Lo cual, a la larga, redundó en mi concentración en la mirada y en la orientación del sentido, y me evitó el tan recurrente mirar por mirar. El conjunto, al fin y al cabo, me transmitió la sensación de un museo de mastodontes en los que predominaba la plasticidad externa del edificio sobre la habitabilidad interior. Y en los que un tipo de plasticidad (Frank Gehry) predominaba sobre las demás. A excepción hecha de una grúas portuarias herrumbrosas, que son una pieza más del museo actual, al tiempo que testimonio de la función instrumental que tuvieron en otro tiempo, cuando aquel recinto era un muelle de carga y descarga. Todo bañado con esa inutilidad tan propia de las grandes catedrales góticas.

La Altbier es la reina del tapeo del ciudad. Sí, tapeo. Este es otro de los elementos que hacen de Düsseldorf una ciudad de fácil turisteo. A partir de las seis de la tarde, sí a la seis, la gente deja de trabajar y ocupa las calles del centro de la ciudad y bebe Altbier, acompañada de sus tapas. Y ríe, ríe y charla mucho. De repente, me dio por pensar que me encontraba como en casa. Lo mediterráneo ocupaba el lugar de lo renano con la mayor naturalidad. Esto es Europa. O al menos la Europa que deseo imaginar.



lunes, 7 de enero de 2013

WUTHERING HEIGHTS, de Andrea Arnold 

PASIONES DE OTRO MUNDO

El atractivo que tiene una novela como "Cumbres borrascosas", de Emily Brönte, se debe a la persuasión y conmoción que irradia su intemporalidad. Publicada hace ya hace mas de 160 años sigue sucediendo todavía. No es de extrañar, por tanto, que siga teniendo nuevos lectores que se atrevan, incluso, a recrear con imágenes su propia lectura. Es el caso de la británica, Andrea Arnold. 

De lo que se trata, y en donde tiene que volcar todo su esfuerzo quien se atreva a llevar esta novela al cine, es volver una y otra vez sobre las misteriosas palabras, que como dos  candentes piropos se dedican los amantes en las postrimerías de la novela. "Tu reposo eterno será mi infierno mientras viva", dice Heathcliff. A lo que contesta Cathy, moribunda: "Enterrada bajo la tierra, no podré descansar nunca mientras sepa que tu sigues vivo aquí afuera". Se puede decir mas alto, pero no mas claro. No hace falta insistir que estamos en otro mundo, estamos asistiendo a algo inaudito: como se liberan y como se cuecen las pasiones en ese otro mundo que desconocemos. Aunque nos parezca increíble, no lo conocemos todo. No son las pasiones a las que estamos habituados, con su dosis de romanticismo y finales felices o trágicos, a conveniencia. No son las pasiones que gozamos y padecemos tipos como nosotros, acostumbrados a mirar el mundo poniendo el cronometro y la calculadora entre el objeto que miramos y nosotros mismos. En este mundo no suceden cosas así, ni así viven los seres humanos, ni son así la relación entre las unos y los otros. Ese es el mundo que habitó Emily Brönte, y donde desplegó su portentosa imaginación. Ese es el mundo que vale la pena tratar de recrear, humildemente, en la pantalla. Y digo humildemente, a sabiendas de que el fracaso está garantizado, dado la dificultad extrema, por no decir imposibilidad, de que el lenguaje cinematográfico puede hacerse cargo de esa misión poética con éxito. Pero no hay que desesperarse, los fracasos, si nos fijamos bien fuera de los focos y las exigencias de la mercadotecnia, son lo mas común en la experiencia creativas. Es lo que le es propio, diría yo. De lo que se trata, al intentarlo de nuevo, es de aprender a fracasar mejor, como decían, si mal no recuerdo, Beckett y Faulkner.

La versión que ha filmado Andrea Arnold sobre la novela de Emily Brönte es un fracaso generoso y, por ello, interesante. Con generoso, quiero decir, que no intenta hacer la obra definitiva. Ni con ademanes de grandeza, lo cual el espectador lo agradece. Con interesante me refiero que, con su puesta en escena, sugiere otras posibilidades, como si dijera "yo he llegado hasta aquí, que continúe otro". Y le deja las trazas a seguir en el medio de los páramos muy bien definidas, para que nuevos directores fracasen con éxito en su intento de volver a captar el espíritu de los eternos amantes, que siguen vagando sin consuelo entre sus caminos. Lo que sin duda ha conseguido, al dibujar con su cámara esas trazas, es recrear con acierto la atmósfera de los páramos donde los protagonistas vagan. Y de donde debería acabar brotando la pasión que los une y atormenta. Desde siempre. Siendo esta la única razón por la que los lectores y espectadores del siglo XXI les hacemos caso, les prestamos nuestro tiempo y atención. Siendo eso lo que realmente me importa, porque sigue vivo, del texto de Emily Brönte. 

En donde ha fracasado es en la manera de hacer vagar y hacer visible el sufrimiento que acarrea el peregrinaje trágico e irresoluble de su  pasión. Solo nombrable por las palabras misteriosas que se prodigan Heathcliff y Cathy. Yo pienso que los nuevos directores de cine que intenten abordar la puesta en escena de la obra de Brönte, deberían partir de los aciertos que tiene Arnold en el tratamiento de la Naturaleza, al convertirla en un protagonista más, pero hacer una libre interpretación del texto, de las palabras que pongan en boca de los protagonistas. Que aunque sean las mismas, consigan otorgar el sentido preciso de lo que significan al quedar fijadas en una pantalla, no en un libro. Si no es así volverán a filmar una nueva versión romántica a la vieja usanza. Que podrá tener muchos seguidores debido a la campaña de promoción que, si convine a los productores, se le haga. Pero eso tiene que ver con la coyuntura y oportunidad que beneficie a la buena salud del negocio. No es impensable, sin embargo, que sin perjuicio contra esos intereses económicos la nueva versión atienda, como ya he dicho, lo que la obra de Emily Brönte tiene de permanente. Y no es mal negocio, visto así y dado los tiempos por venir menos copiosos, aunar en una misma película coyuntura y eternidad, ya que, lo miremos como lo miremos, es de lo que están hechos nuestros sueños y nuestra imaginación. No solo para pasar un rato, que un rato lo pasa uno de forma mas barata en cualquier sitio y de cualquier manera, sino para poder sobrellevar lo que hagamos después, fuera de la pantalla. Sea con la coyuntura o con la imaginación, que para entonces ya deberían estar convenientemente trenzadas de forma ininterrumpida.

viernes, 4 de enero de 2013

CRÓNICAS RENANAS 8


COLONIA: EL GÓTICO Y LA LITERATURA

Y el agua. Me refiero al Agua de Colonia. Esa fragancia tan popular, que fue registrada con tal nombre como la primera marca del mundo. La idea fue de un tal Farinas allá por el siglo XVIII. Y claro está, el invento tuvo lugar en Colonia, ciudad del oeste de Alemania dividida en dos por el padre Rin que a estas alturas de su recorrido, y a punto de entrar en territorio holandés para desembocar en el Mar del Norte, es ya un honorable y maduro señor europeo que lleva en su caudal las aguas de un buen numero de otros ríos, los cuales habiendo nacido en otros países le cedieron a él que condujera su destino. Tiene el Agua de Colonia la virtud de lo primordial en estas lides de imaginar nuevos olores, con los que la burguesía emergente de entonces pretendía ambientar la superioridad de la nueva cosmovisión que alumbraban sus modos y maneras. Y he de reconocer que esa sencillez de la materia prima, hace palidecer las enrevesadas sofisticaciones con que se pretenden vender las innumerables fragancias que han ido apareciendo posteriormente.

Colonia, como las otras ciudades ribereñas del Rin, tiene su historia marcada por el efecto frontera. Geografía e historia aúnan sus relatos para dar a estas ciudades una impronta nueva, que ni es solo geográfica ni histórica. Fue frontera en tiempo de los romanos, y hasta la segunda guerra mundial, que casi acabó con ella, siempre estuvo en el medio de las diferentes corrientes de fuerza que en esta parte del continente luchaban por imponer su dominio en todos y cada uno de todos sus puntos cardinales. Pero quiero destacar, de forma paradójica y como algo impropio a un lugar fronterizo, la supervivencia de un monumento que convierte a la ciudad en el centro del mundo gótico. Me refiero, claro está, a su catedral. Que una catedral como la de Colonia haya soportado las embestidas de la furia e inquina de quienes han pasado a su vera a lo largo de tantos siglos, afianza mi opinión sobre el por qué han llegado estos estrambóticos monumentos hasta nuestros días: la fortaleza y el respeto incomprensibles que impone, hasta el avasallamiento de quien se pone delante o la observa desde el aire, su fastuosa inutilidad.

La literatura a que me refería en el título tiene un nombre propio: Heinrich Böll. Nacido en Colonia en 1917, Boll es una las voces que mejor hablaron de lo que hicieron los alemanes, y por extensión y responsabilidad el resto del continente, con lo que quedó en pie después de la segunda gran carnicería de 1945. Esta segunda carnicería tuvo un único beneficio, que unió, ante el estupor de tan semejante barbarie, los destinos de todos sus herederos. Por tanto, hablar de lo que ocurría en Alemania en los años de la postguerra era hablar, indirectamente, de Europa. Aupado en su insobornable fe cristiana, Boll levantó una obra en la que no tuvo reparos en criticar a los nuevos próceres que se estaban encargando de salir de aquel inconmensurable montón de escombros. No atacaba solo a los nuevos políticos, también a los nuevos periodistas, cómplices necesarios de las tropelías de aquellos (¿le suena?). Y, como no, a la jerarquía vaticana, siempre presente, debido a su condición de eterna, en el centro de las encrucijadas donde coincidían todas las alcantarillas de la nueva Alemania.

jueves, 3 de enero de 2013

EL MESÍAS DE HÄNDEL

Los antiguos sabían poblar lo que hay entre el cielo y la tierra de ángeles, dioses menores, hadas, santos, gnomos, apariciones, visiones, etc..., en fin, con todo tipo de seres que les daba de sí su imaginación. Nuestros antepasados científicos sectarios decidieron que todo eso eran paparruchas, y que entre el cielo y la tierra solo había materia investigable por un tipo que se autonombró totalmente competente para ello. El todopoderoso investigador.  Y donde el investigador no llegaba: vacío. Mal hecho. Muy mal hecho. Mal pensado. Muy mal pensado. A pesar de este inmenso error, cuya influencia nos somete todavía, me imagino que un antiguo no debió tener inconveniente en hablar de la música que oía. Porque para él las palabras eran sonido, y al revés. No conceptos, ni teorías demostrables. Al igual que las palabras tenían colores y los colores sonoridad. Los antiguos intuían sin aspavientos esa unidad esencial de la imaginación de los sentidos que, como un manto, lo cubría todo. No investigaban, separando el objeto del sujeto, como el investigador. El mundo era así, un todo inconmensurable e inabarcable. Y daban gracias a Dios por permitirle estar dentro de él. Y la señal inequívoca de esa gratitud era poner los cinco sentidos en su magna obra. Desde el artista más sublime de la corte real o imperial, hasta el labrador mas tosco y humilde de la aldea. Todos estaban, y así se sabían, bajo la influencia misteriosa de ese manto protector y unificador. Todos escuchaban la misma música celestial. Otra cosa fue lo que los capullos del Vaticano hicieron, en beneficio propio, con todo eso.

Creo que cuando mi amigo escuchó a su hija tocar El Mesías de Händel en la parroquia de Alovera (Guadalajara), simultáneamente a mi audición de los villancicos en la catedral de Perpiñan, los dos escuchamos el eco remoto que nos llega de aquella manera antigua de sentir y ver el mundo. Los dos somos racionalistas, sí, pero de una manera previa a razonar, pongamos, anterior a la que instauró la guillotina basada en el Terror. Somos racionalistas supervivientes de ese Terror Razonador y Aniquilador cuyo punto de partida es hacer todo lo contrario de lo que existió antes, merecedor como único destino el del patíbulo. Somos racionalistas de una manera que nos permite intuir, solo intuir, que entre la música (valga también, y con sus lenguajes, para las otras expresiones creativas) que escuchamos y la bóveda celeste, bóvedas de la parroquia y la catedral mediante, hay algo. Algo que se mueve y se eleva hacia arriba buscando la verdad de lo que es mas grande que nosotros y de forma horizontal buscando la compasión compartida de nuestros iguales.  Algo que no es la materia, y que tampoco es el vacío. Ni es algo, afortunadamente, investigable científicamente por el investigador de turno. Es algo que independientemente de nuestra alfabetización musical, nos hace elevarnos a la misma altura.Y, sin conocernos, saber que podemos seguir existiendo juntos.