Creo que cuando mi amigo escuchó a su hija tocar El Mesías de Händel en la parroquia de Alovera (Guadalajara), simultáneamente a mi audición de los villancicos en la catedral de Perpiñan, los dos escuchamos el eco remoto que nos llega de aquella manera antigua de sentir y ver el mundo. Los dos somos racionalistas, sí, pero de una manera previa a razonar, pongamos, anterior a la que instauró la guillotina basada en el Terror. Somos racionalistas supervivientes de ese Terror Razonador y Aniquilador cuyo punto de partida es hacer todo lo contrario de lo que existió antes, merecedor como único destino el del patíbulo. Somos racionalistas de una manera que nos permite intuir, solo intuir, que entre la música (valga también, y con sus lenguajes, para las otras expresiones creativas) que escuchamos y la bóveda celeste, bóvedas de la parroquia y la catedral mediante, hay algo. Algo que se mueve y se eleva hacia arriba buscando la verdad de lo que es mas grande que nosotros y de forma horizontal buscando la compasión compartida de nuestros iguales. Algo que no es la materia, y que tampoco es el vacío. Ni es algo, afortunadamente, investigable científicamente por el investigador de turno. Es algo que independientemente de nuestra alfabetización musical, nos hace elevarnos a la misma altura.Y, sin conocernos, saber que podemos seguir existiendo juntos.
jueves, 3 de enero de 2013
EL MESÍAS DE HÄNDEL
Los antiguos sabían poblar lo que hay entre el cielo y la tierra de ángeles, dioses menores, hadas, santos, gnomos, apariciones, visiones, etc..., en fin, con todo tipo de seres que les daba de sí su imaginación. Nuestros antepasados científicos sectarios decidieron que todo eso eran paparruchas, y que entre el cielo y la tierra solo había materia investigable por un tipo que se autonombró totalmente competente para ello. El todopoderoso investigador. Y donde el investigador no llegaba: vacío. Mal hecho. Muy mal hecho. Mal pensado. Muy mal pensado. A pesar de este inmenso error, cuya influencia nos somete todavía, me imagino que un antiguo no debió tener inconveniente en hablar de la música que oía. Porque para él las palabras eran sonido, y al revés. No conceptos, ni teorías demostrables. Al igual que las palabras tenían colores y los colores sonoridad. Los antiguos intuían sin aspavientos esa unidad esencial de la imaginación de los sentidos que, como un manto, lo cubría todo. No investigaban, separando el objeto del sujeto, como el investigador. El mundo era así, un todo inconmensurable e inabarcable. Y daban gracias a Dios por permitirle estar dentro de él. Y la señal inequívoca de esa gratitud era poner los cinco sentidos en su magna obra. Desde el artista más sublime de la corte real o imperial, hasta el labrador mas tosco y humilde de la aldea. Todos estaban, y así se sabían, bajo la influencia misteriosa de ese manto protector y unificador. Todos escuchaban la misma música celestial. Otra cosa fue lo que los capullos del Vaticano hicieron, en beneficio propio, con todo eso.
Creo que cuando mi amigo escuchó a su hija tocar El Mesías de Händel en la parroquia de Alovera (Guadalajara), simultáneamente a mi audición de los villancicos en la catedral de Perpiñan, los dos escuchamos el eco remoto que nos llega de aquella manera antigua de sentir y ver el mundo. Los dos somos racionalistas, sí, pero de una manera previa a razonar, pongamos, anterior a la que instauró la guillotina basada en el Terror. Somos racionalistas supervivientes de ese Terror Razonador y Aniquilador cuyo punto de partida es hacer todo lo contrario de lo que existió antes, merecedor como único destino el del patíbulo. Somos racionalistas de una manera que nos permite intuir, solo intuir, que entre la música (valga también, y con sus lenguajes, para las otras expresiones creativas) que escuchamos y la bóveda celeste, bóvedas de la parroquia y la catedral mediante, hay algo. Algo que se mueve y se eleva hacia arriba buscando la verdad de lo que es mas grande que nosotros y de forma horizontal buscando la compasión compartida de nuestros iguales. Algo que no es la materia, y que tampoco es el vacío. Ni es algo, afortunadamente, investigable científicamente por el investigador de turno. Es algo que independientemente de nuestra alfabetización musical, nos hace elevarnos a la misma altura.Y, sin conocernos, saber que podemos seguir existiendo juntos.
Creo que cuando mi amigo escuchó a su hija tocar El Mesías de Händel en la parroquia de Alovera (Guadalajara), simultáneamente a mi audición de los villancicos en la catedral de Perpiñan, los dos escuchamos el eco remoto que nos llega de aquella manera antigua de sentir y ver el mundo. Los dos somos racionalistas, sí, pero de una manera previa a razonar, pongamos, anterior a la que instauró la guillotina basada en el Terror. Somos racionalistas supervivientes de ese Terror Razonador y Aniquilador cuyo punto de partida es hacer todo lo contrario de lo que existió antes, merecedor como único destino el del patíbulo. Somos racionalistas de una manera que nos permite intuir, solo intuir, que entre la música (valga también, y con sus lenguajes, para las otras expresiones creativas) que escuchamos y la bóveda celeste, bóvedas de la parroquia y la catedral mediante, hay algo. Algo que se mueve y se eleva hacia arriba buscando la verdad de lo que es mas grande que nosotros y de forma horizontal buscando la compasión compartida de nuestros iguales. Algo que no es la materia, y que tampoco es el vacío. Ni es algo, afortunadamente, investigable científicamente por el investigador de turno. Es algo que independientemente de nuestra alfabetización musical, nos hace elevarnos a la misma altura.Y, sin conocernos, saber que podemos seguir existiendo juntos.