Antes que con la inteligencia, todo tiene que ver con el coraje. Tanto la vida como los objetos que la representan mediante la acción creativa. Hay que tener coraje para vivir y para poner en marcha una acción que acabe significando algo. Por contra, la falta de coraje no tiene que ver con la escasez de vida, sino, directamente, con la muerte en vida. Este va a ser el problema de las nuevas generaciones que han de coger el relevo en los próximos años. Desconocedores de la existencia de la muerte y del sentimiento de culpa, pues así es como los han educado sus progenitores, no podrán afrontar ninguna empresa de importancia ya que no son responsables de sus vidas, al faltarles la poderosa perspectiva que otorga a las acciones más vitales la conciencia (inserta dentro de esa perspectiva) de la propia muerte. El último acto y el que proporciona la máxima significación a la vida.
En la práctica de la lectura es donde esto se ve de manera más palpable. Una actividad mental y emocional que no pone en peligro la integridad física, ni la del bolsillo, donde el coraje para arriesgar la imaginación que poseemos frente a lo que estamos leyendo debería ser algo habitual y al alcance de cualquier lector. Quiero decir que, sin obviar las posibles dificultades o el desapego inicial con el lenguaje, debería acabar prevaleciendo siempre nuestra incurable curiosidad. Sin embargo, lo que suele ocurrir es, lamentablemente, lo contrario. Lo que suele ocurrir es que la mayoría de los lectores se muestren indiferentes a todo ello porque se sienten inmortales. Quiero decir que siguen leyendo, o lo que hagan, con el único afán de sobreponerse, ellos lo llaman distraerse, supongo, al peso insoportable de su inmortalidad. Solo me queda recordarles, sin ánimo de molestarlos sino de estimularlos, lo que me decía mi madre cuando era pequeño: "un hombre que teme a las palabras de otro hombre es un hombre, pero si teme a su fusta es un caballo". Y efectivamente, nunca más acertado, un caballo no tiene conciencia de su mortalidad.