viernes, 4 de enero de 2013

CRÓNICAS RENANAS 8


COLONIA: EL GÓTICO Y LA LITERATURA

Y el agua. Me refiero al Agua de Colonia. Esa fragancia tan popular, que fue registrada con tal nombre como la primera marca del mundo. La idea fue de un tal Farinas allá por el siglo XVIII. Y claro está, el invento tuvo lugar en Colonia, ciudad del oeste de Alemania dividida en dos por el padre Rin que a estas alturas de su recorrido, y a punto de entrar en territorio holandés para desembocar en el Mar del Norte, es ya un honorable y maduro señor europeo que lleva en su caudal las aguas de un buen numero de otros ríos, los cuales habiendo nacido en otros países le cedieron a él que condujera su destino. Tiene el Agua de Colonia la virtud de lo primordial en estas lides de imaginar nuevos olores, con los que la burguesía emergente de entonces pretendía ambientar la superioridad de la nueva cosmovisión que alumbraban sus modos y maneras. Y he de reconocer que esa sencillez de la materia prima, hace palidecer las enrevesadas sofisticaciones con que se pretenden vender las innumerables fragancias que han ido apareciendo posteriormente.

Colonia, como las otras ciudades ribereñas del Rin, tiene su historia marcada por el efecto frontera. Geografía e historia aúnan sus relatos para dar a estas ciudades una impronta nueva, que ni es solo geográfica ni histórica. Fue frontera en tiempo de los romanos, y hasta la segunda guerra mundial, que casi acabó con ella, siempre estuvo en el medio de las diferentes corrientes de fuerza que en esta parte del continente luchaban por imponer su dominio en todos y cada uno de todos sus puntos cardinales. Pero quiero destacar, de forma paradójica y como algo impropio a un lugar fronterizo, la supervivencia de un monumento que convierte a la ciudad en el centro del mundo gótico. Me refiero, claro está, a su catedral. Que una catedral como la de Colonia haya soportado las embestidas de la furia e inquina de quienes han pasado a su vera a lo largo de tantos siglos, afianza mi opinión sobre el por qué han llegado estos estrambóticos monumentos hasta nuestros días: la fortaleza y el respeto incomprensibles que impone, hasta el avasallamiento de quien se pone delante o la observa desde el aire, su fastuosa inutilidad.

La literatura a que me refería en el título tiene un nombre propio: Heinrich Böll. Nacido en Colonia en 1917, Boll es una las voces que mejor hablaron de lo que hicieron los alemanes, y por extensión y responsabilidad el resto del continente, con lo que quedó en pie después de la segunda gran carnicería de 1945. Esta segunda carnicería tuvo un único beneficio, que unió, ante el estupor de tan semejante barbarie, los destinos de todos sus herederos. Por tanto, hablar de lo que ocurría en Alemania en los años de la postguerra era hablar, indirectamente, de Europa. Aupado en su insobornable fe cristiana, Boll levantó una obra en la que no tuvo reparos en criticar a los nuevos próceres que se estaban encargando de salir de aquel inconmensurable montón de escombros. No atacaba solo a los nuevos políticos, también a los nuevos periodistas, cómplices necesarios de las tropelías de aquellos (¿le suena?). Y, como no, a la jerarquía vaticana, siempre presente, debido a su condición de eterna, en el centro de las encrucijadas donde coincidían todas las alcantarillas de la nueva Alemania.