En
una carta fechada en 1843, el escritor francés Gustave Flaubert le proponía a
su hermana Carolina la siguiente cuestión: “Ya que estudias geometría y
trigonometría te voy a plantear un problema: un barco está en alta mar, salió
de Boston cargado de algodón, su capacidad es de doscientas toneladas, se
dirige hacia El Havre, el mástil mayor está roto, la toldilla está cubierta de
espuma, lleva doce pasajeros, el viento sopla nornoreste, el reloj marca las
tres y cuarto de la tarde, estamos en mayo...¿Qué edad tiene el capitán del
barco?”
La
anécdota ha conseguido soportar el desgaste del tiempo y, mediante el boca
oreja ha llegado hasta nosotros más luminosa y cargada de significación que
nunca. Yo la he escuchado en forma de chiste coloquial varias veces a lo largo
de mi vida. Pero ahora que la he escrito, después de volverla a escuchar en una
tertulia radiofónica, me parece que adquiere un vuelo nunca antes imaginado por
mí. Y la perspectiva que desde esa altura otorga sobre lo que miro es,
igualmente, inusitada. Así me di cuenta, ahí aupado, cual era el problema del
librero de mi barrio. Y, por ende, de tantos otros que la crisis los ha partido
en dos y no saben a donde ir. Con unas estanterías medio vacías, con un
ambiente mortuorio que invita más a irse de funeral que a leer, con unos
dependientes que han perdido la lozanía y el entusiasmo por su trabajo, el
librero estaba calculando, encerrado en su despacho a cal y canto desde hace más
de un mes, la edad del capitán.
Mientras
que el dinero - al que muchas personas que lo poseen en cantidad suficiente y
constancia indiscutible como para no tener preocupaciones urgentes, y que a
pesar de ello se encuentran deprimidas o
alicaídas o partidas en dos, siguen empeñadas en no otorgarle el estatuto de
inteligente que le corresponde - ha optado, tal vez por despecho, por darle la
espalda o ir contra los libros serios y exhautivos, el librero de mi barrio
opta por aislarse como un ermitaño para buscar soluciones anónimas o
geométricas, en fin, soluciones intransitivas, a los problemas que tiene en su
pequeña empresa, reduciéndolo todo, ahí metido en el guango de su despacho, a
un baile abstracto de números y ecuaciones. Hasta que consiga calcular, porque
en ella ve la salida a su inopinado descalabro, la edad exacta del capitán del
barco.