miércoles, 30 de diciembre de 2015

A LOS LECTORES QUE SE VAN A MORIR

¿Es una impertinencia ese destino que le recuerdo a los lectores? ¿Es necesario para evitar equívocos con los lectores que son inmortales? ¿Es útil para saber discernir desde donde hemos leído la novela? ¿Es un recordatorio de mal gusto, ya que, como todo el mundo sabe, cuando decimos que nos vamos a morir queremos decir exactamente eso? Merecemos existir, sí, pero ¿esa es la prueba irrefutable de que no deberíamos morir, como repite Ivan Ilich? ¿O es al revés? ¿La muerte es la confirmación definitiva del merecimiento de nuestra vida? ¿O abro con esa dedicatoria una línea de conocimiento y, por tanto, un camino en el que nos podemos encontrar todos los lectores de la novela de Lev Tolstoi? ¿Un camino en el que hay cosas que aprender? Por ejemplo, a quitarnos de encima el miedo y ahorrarnos dolor. Miedo y dolor que atenaza a Iván Ilich, a medida que pasan los dias. Antes que por la enfermedad por la perplejidad que le produce observar cómo y por qué le adviene la muerte. A él que había llevado una vida con todo su merecimiento firmemente demostrado. En fin, ¿un camino qué es una búsqueda?

El caso es que como todos los lectores de La muerte de Iván Ilich se habrán dado cuenta (tanto los que se van a morir como los que no), lo que nos quiere decir el narrador con su relato, es que no hace falta que nos abrace con sus garras un cáncer de estómago para que se nos presente la oportunidad de empezar a darnos cuenta de los descubrimientos que hace el protagonista principal de la novela. No hace falta, para entendernos, padecer cáncer o haberlo padecido y pertenecer a una Asociacion de Cancerosos Anónimos, para poder hablar de ese experiencia. Y sin embargo tengo serios temores, y temblores, de que podamos pensar así. Y el problema es que no tenemos un cáncer que poder inocularnos para que podamos compartir y comprometernos, con conocimiento de causa (¿?), con lo que dice y hace el señor Ivan Ilich. Lo tenemos que hacer, de eso se trata, sanos y en perfecto estado de nuestras facultades sensibles y racionales.

¿Cómo podemos compartir y comprometernos con lo que el narrador pone a nuestra disposición: la vida de Ivan Ilich en relación a su propia muerte, enfermedad mediante? ¿Cómo sin ser enfermos en estado terminal, siendo sólo lectores que se van a morir, que es lo que en realidad somos al decidir escucharle? Mediante el lenguaje. La capacidad de compartir y de comprometernos con el lenguaje que emplea el narrador, mediante el lenguaje que nosotros seamos capaces de imaginar al leer sus palabras, es la única garantía de que los seres construidos con esas palabras - el propio Narrador, Ilich y los demás personajes son solo eso -,  alcancen la existencia, es decir, la mirada de los seres de carne y hueso, o sea, de nosotros como lectores. La comunicación humana, y la narrativa como un modo de esa comunicación, no permite la existencia en sí, sino la existencia entre los otros. Esto es ser real.

Si, muy bien. Pero la pregunta sigue ahí¿cómo? Cambiando de conversación, cambiando nuestra forma de usar las palabras. Haciendo de ese uso una forma de conocimiento que nos sirva para aprender a morir, para saber discernir lo que podemos saber de aquello que no sabremos nunca. Dicho de otra manera, evitando que todo lo que hagamos, hablemos, leamos o escribamos sean acciones para poner nuestra vida a resguardo de la muerte. Como ha hecho Ivan Ilich. Éste lo intuye de forma discreta, pero memorable, - como hace a lo largo de toda la novela - en uno de esos momentos de lucidez en que va descubriendo que su vida solo ha sido como la ha disfrazado. Se da cuenta, entonces, de que ha sido un precepto que ha cumplido de manera irreductible. Peligrosa y fatalmente irreductible.

"Fyodor Petrovich preguntó a Ivan Ilich si había visto alguna vez a Sarah Bernhardt. Ivan Ilich no entendió al principio lo que se le peguntaba, pero luego contestó:
- No. ¿Usted la ha visto ya?
- Si, en Adrienne Lecouvreur.
        Praskovya Fyodorovna agregó que había estado especialmente bien es ese papel. La hija dijo que no. Inicióse una conversación acerca de la elegancia y el realismo del trabajo de la actriz  una conversación que es siempre la misma.
        En medio de la conversación Fyodor Petrovich miró a Ivan Ilich y quedó callado. Los otros le miraron a su vez y también guardaron silencio. Ivan Ilich miraba delante de sí con ojos brillantes, evidentemente indignado con los visitantes. Era preciso rectificar aquello, pero imposible hacerlo. Había que romper ese silencio de algún modo, pero nadie se atrevía a intentarlo. Les aterraba que de pronto se esfumase la mentira convencional y quedase claro lo que ocurría de verdad. Liza fue la primera en decidirse y rompió el silencio, pero al querer disimular lo que todos sentían se fue de la lengua.
- Pues bien, si vamos a ir ya es hora de que lo hagamos - dijo mirando su reloj , regalo de su padre, y con una tenue y significativa sonrisa al joven Fyodor Petrovich, acerca de algo que sólo ambos sabían, se levantó haciendo crujir la tela de su vestido.
       Todos se levantaron, se despidieron y se fueron.
       Cuando hubieron salido le pareció a Iván Ilich que se sentía mejor: ya que no había mentira porque se había ido con ellos, pero se quedaba el dolor y el mismo terror de siempre, ni mas ni menos penoso que antes. Todo era peor.
       Una vez más los minutos se sudecían uno tras otro, las horas una tras otra. Todo seguía lo mismo, todo sin cesar. Y lo más terrible de todo era el fin inevitable."

En una existencia llena solo de vida, nos viene a decir Ilich, narrador mediante, todo es siempre lo mismo, porque siempre se siente y se habla de la misma manera. Únicamente el concurso de la muerte nos permite observarla en toda su plenitud y significado. E imaginar las palabras que le convienen a las modificaciones de su textura y su relieve.

martes, 29 de diciembre de 2015

¿CÓMO SE HACE PRESENTE EL LECTOR ANTE “LA MUERTE DE IVAN ILICH?”

¿Qué sentido tiene leer hoy la novela de Lev Tolstoi? ¿Qué sentido tiene hoy fijarnos en la muerte, cuando la vida pide a gritos que alguien se encargue de ella, ya que cada vez resulta menos inteligible nuestro destino? En fin, ¿qué sentido tiene colar en la vida de un lector el libro del autor ruso, entre tantos libros dedicados a la autoayuda que proliferan y que estan reclamando su atención porponiéndole un fin a la existencia distinto del de la muerte? Sin embargo, aunque parezca una boutade no lo es: “La muerte de Ivan Ilich” es uno de los mejores libros de autoayuda que siempre tendremos a nuestra disposición mientras estemos vivos, si es que llegamos a saber qué significa eso. Veamos.

Primero la puesta en escena. Imaginemos que recibimos una invitación de una narrador no identificado para asistir al velatorio de cuerpo presente del ciudadano Ivan Ilich. Al lado de los familiares y amigos del finado, el narrador dice en su carta que nos reserva un sitio indeterminado desde el que poder escuchar la vida de quien acaba de morir, y que, una vez que nos coloquemos, se dispone a contarnos. El lugar es indeterminado – dice el narrador en la invitación - debido a la esencia misma de la propia ceremonia a la que nos invita. 

Frente a la muerte y el pensamiento que le acompaña sobre nuestra insignificancia - continua el narrador - normalmente el ser humano ha ocupado tres lugares desde donde relacionarse con semejante presencia. El primero y el más habitado es el de la indiferencia. Lo que significa mirar para otro lado y continuar viviendo como si fueran inmortales. Todo lo más, en algún momento de flaqueza o debilidad, firman un seguro de vida o de enfermedad, o algún plan de jubilación. Su lema favorito es: aquí no hemos venido para sufrir. El segundo – no dispongo de un censo fiable de sus inquilinos – es el que ocupan quienes no pudiendo distraer la idea de la muerte y de la insignificancia de la vida, tratan de superarla, como si fuera una enfermedad, con recetas de todo tipo. A este grupo pertenecen los que acuden a los libros de autoayuda antes mencionados. Siendo los profesionales de las ciencias empíricas y los divulgadores de las filosofías positivistas sus autores de culto. Sus lemas favoritos son diversos, aunque en todos se repiten las palabras “vida saludable”. El tercer lugar es el ocupan aquellos que se enfrentan a la muerte como lo que es, como el acontecimiento definitivo de la vida, sin aspavientos ni alharacas, tratando de penetrar en su misterio, sin dominarlo. Su lema favorito es poner toda la atención y concentración para contemplar el acto más prodigioso de nuestra existencia: la vida y la muerte mostrándose en su inseparable necesidad mutua. Este es el lugar en el que le recomiendo se sitúe – dice el narrador en su invitación -, ya que es desde donde se va a hacer presente como verdadero lector, y desde donde mejor va a escuchar, y entender, la historia que le quiero contar. Suyo afectuoso. El narrador de “La muerte de Ivan Ilich”.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

HAY COSAS QUE NO PUEDEN SER DICHAS, PERO SI ESCRITAS Y LEÍDAS. Y, POR TANTO, COMPARTIDAS.

De lo que se trata, al leer la novela “La muerte de Ivan Ilich”, es de enfocar el sentimiento innato que nos produce la brecha que se abre entre el mundo material donde vivimos, que es un orden de nuestra realidad, y la conciencia que de ello podamos tener, que representa otro. Es decir, de lo que se trata al leer es de enfocar el sentimiento que nos produce vernos viviendo, y hacia dónde. Y no confundirlo con el sentimiento que tira de la estrategia de defensa que organizamos en nuestra lucha por la vida, y que bien puede resumirse en el eslogan: la vida es para vivirla, dejémonos de monsergas.

A los lectores egregios que se sientan atraidos por esta tentación, no puedo llevarles la contraria. Ellos mismos, detrás de su eslogan, son el ejemplo viviente de lo que anuncia. Toda vida es vivida. Incluso la que es arrojada sin piedad al estercolero mas repugnante. Toda vida necesita eslóganes detrás de los que guarecerse de sus propios vicios y virtudes. Desde "el ora et labora" de los benedictinos, hasta el "hay que vivir peligrosamente", pasando por el de "paz y amor" del movimiento hippy. Aunque a mi el eslogan que mas pone es el de: "la vida es corta y llena de mierda como el palo de un gallinero". Pero a lo que nos convoca el narrador de “La muerte de Ivan Ilich” no es a hacer un intercambio de eslóganes psíquicos o sociológicos. A lo que nos convoca es a enfrentarnos a un dilema, que habita en la brecha a que me he referido antes. Hay cosas de nuestra vida (la muerte, por antonomasia, como su acontecimiento definitivo) que sabemos no pueden ser dichas, pero si escritas y leídas. Y, por tanto, compartidas. 

La negociación que el narrador establece con la muerte de Ilich, a diferencia de la ciencia médica que lucha por su superación, presenta la realidad de la vida en la novela como lo que no puede ser fuera de ella, como un prodigio de su plenitud. Poniéndose por encima, así, de la indiferencia de médicos, familiares y amigos - y de todos aquellos lectores - que optan por esa estrategia de defensa ante la toma de conciencia de nuestra insignificancia, y que el dolor y las palabras de Ivan Ilich no deja de mostrarnos. Indiferencia, que Ilich lo llama mentira - el tormento de esa red de mentiras que van tejiendo a su alrededor médicos, familiares y amigos -, y que consiste en distraerse pensando en otra cosa, y seguir viviendo como si fueramos inmortales o animales. En fin, la misma mentira con que reaccionamos ante estos asuntos la inmensa mayoría de las personas, detrás de nuestros eslóganes. Veamos un ejemplo en el siguiente párrafo, en el que Ilich visita a un médico.

- No. Tú exageras – decía Praskovya Fyodorovna.
- ¿Cómo que exagero? ¿Es que no ves que es un muerto? Mírale a los ojos... no hay luz en ellos. ¿Pero qué es lo que tiene?
- Nadie lo sabe. Nikolayev (que era otro médico) dijo algo, pero no sé lo que es. Y Leschetitski (otro galeno famoso) dijo lo contrario...
        Ivan Ilich se apartó de allí, fue a su habitación, se acostó y se puso a pensar: ‘El riñon, un riñón flotante’. Recordó todo lo que le habían dicho los médicos: cómo se desprende el riñón y se desplaza de un lado para otro. Y a fuerza de imaginación trató de apresar ese riñón, sujetarlo y dejarlo fijo en un sitio; ‘y es tan poco - se decía – lo que se necesita para ello. No. Iré una vez más a ver a Pyotr Ivanovich’ (éste era el amigo cuyo amigo era médico). Tiró de la campanilla, pidió el coche y se aprestó a salir.
- ¿A dónde vas Jean? – preguntó su mujer con expresión especialmente triste y acento insólitamente bondadoso.
        Ese acento insólitamente bondadoso le irritó. Él la miró sombriamente.
- Debo ir a ver a Pyotr Ivanovich.
        Fue a casa de Pyor Ivanovich y, acompañado de éste, fue a ver a su amigo el médico. Lo encontraron en casa e Ivan Ilich habló largamente con él.
        Repasando los detalles anatómicos y fisiológicos de lo que, en opinión del médico, ocurría en su cuerpo, Ivan Ilich lo comprendió todo.
        Había una cosa, una cosa pequeña, en el apéndice vermiforme. Todo eso podría remediarse. Estimulando la energía de un órgano y frenando la actividad de otro se produciría una basorción y todo quedaría resuelto.”

lunes, 21 de diciembre de 2015

LA MUERTE DE IVAN ILICH, novela de Lev Tolstoi

La lectura del primer capítulo de la novela “La muerte de Ivan Ilich”, de Lev Tolstoi,  me induce a pensar que lo que me va contar el narrador se resume en el refrán que dice: el muerto al hoyo y el vivo al bollo. O dicho de otra manera, la muerte es algo que siempre les ocurre a los otros. Y no hay nada más cierto en su literalidad, ya que cuando me ocurra a mí también será asunto de los otros como me ven muriendo. Ya que yo ya estaré bastante ocupado con morirme. Vista así, la muerte nunca es asunto que tenga que ver con la vida de uno. Pero igualmente, siendo honestos, le pasa a la felicidad, que al igual que la muerte, no tiene que ver con la vida, porque no acaba de llegar nunca o solo llega al final. Felicidad y muerte tienen un extraño paralelismo, ya que ocupan un tiempo y un espacio que que no es el de la vida. Entonces, ¿qué es la vida? ¿Lo que hacemos mientras esperamos que nos llegue la felicidad y la muerte? O sea, ¿engañar al fisco, como quiere hacer la viuda de Ilich, trajinar con las cartas, como hacen sus amigos y colegas de la Audiencia de Justicia? ¿Ir al bollo o al lío?

Es interesante leer y hablar sobre la muerte, porque es lo que le falta a la plenitud de la vida. Es por ello que la literatura, que no es la vida, es la única que se puede encargar de esta misión, que no puede ser otra cosa que una visión. No en balde los dos asuntos recurrentes que dan solidez y sentido a cualquier historia de ficción, desde la Biblia, son impropios de la vida: la muerte y la felicidad. Si nos fijamos, felicidad, muerte y literatura se encuentarn en el mismo espacio y tiempo. Se encuentran en un lugar y un tiempo indeterminados fuera de la vida. Y los hace coincidir, ante el lector, su experiencia con el lenguaje de la ficción. Un lenguaje que no traduce ninguna vivencia existencial, ni metafísica. Es esa vivencia. 

En fin, lo que quiero decir es que podemos continuar viviendo y, de paso, engañar al fisco. O irnos a jugar a las cartas con nuestros amigotes a la playa o a la montaña. O podemos tratar de entender este lío de la vida y continuar leyendo “La muerte de Ivan Ilich”. Hagamos lo que hagamos, nada ni nadie dejará de estar en su sitio. Los muertos en el hoyo y los vivos al bollo. Ciertamente. El único interés que tiene mirar al hoyo es que proporciona levadura, textura y una nueva perspectiva al bollo. Escuchar a los muertos, impide a los vivos ser eminentemente planos. Evitando, en consecuencia, el peligro de acabar siendo muertos en vida. 

domingo, 20 de diciembre de 2015

MISTERIOSAS, PERO NECESARIAS E INAPLAZABLES CONEXIONES

Fuertemente determinados por el principio de localidad, ya que es lo que condiciona todo nuestro día a día, tendemos a creer que nada puede ocurrir en otro lugar que no sea exactamente eso que ocurre donde habitamos. Fuera del lugar donde sobrevivimos no vale la pena viajar: no nos entendemos. No vale la pena iniciar ningún viaje que no sea el turístico. No vale la pena viajar como la forma suprema de prestar atención al otro. Y si no nos entendemos es inútil cualquier esfuerzo diseñado para tal fin. Diría mas, los esfuerzos, ahí dentro, solo se diseñan para acometer con eficacia el enfrentamiento perpetuo entre el lugar donde se alimenta el cuerpo y el lugar donde se alimenta el alma. Un enfrentamiento que nos mete, sin remedio, en un callejón sin salida. Un enfrentamiento que pueda que nos nutra el cuerpo, pero que inocula una anemia implacable y constante en el alma. Un enfrentamiento que nos hace abandonar para siempre el anhelo de una comunicación humana, digámoslo enfáticamente, sin fronteras, que no oculta la paradoja sobre la que se sustenta: su incomprensible inutilidad. Pero que, al mismo tiempo, nos advierte del peligro que nos amenaza si nos quedamos hablando entre nosotros mismos dentro de nuestro territorio. Es decir, si negamos con nuestro obstinado encierro el principio de transitividad, intrínseco a toda verdadera comunicación entre seres humanos: uno, que quiere ser alguien, pone algo que tiene a disposición de otro que aspira a lo mismo, a dejar de ser nadie en el lugar que habita, y llegar a ser alguien en ese lugar desconocido que se le propone. Una comunicación que solo es posible si los interlocutores ocupan, claro está, lugares diferentes. Una comunicación que nos salva del aislamiento y de la ruptura definitiva con el mundo. De eso se trata.

Narrador y lector. Muertos y vivos. Presente y futuro. Futuro y pasado. Tiempo histórico y tiempo poético. Memoria y olvido. Deseo y dolor. Lo que destruimos y lo que construimos encima. Pérdida y duelo-consuelo. Amigos de toda la vida y amigos literarios o del alma. En fin, entretenimiento y conocimiento. No intentar la comunicación, es decir, no transitar entre estos ámbitos porque creemos que es imposible, porque no aparece ante nuestros ojos - de forma explícita y con la luz a la que estamos acostumbrados - la fuerza o el hilo conductor que une lugares o sentimientos tan disímiles o tan lejanos de donde ponemos los pies cada día, es tan peligroso, repito, como creer exactamente lo contrario. A esta última fe, para entendernos, pertenecerían las personas que habitan el variado y colorido ámbito que conocemos genéricamente como Autoayuda. 

Llegados a este perturbador dilema puede ser conveniente que volvamos a oír el sentido que nos proporciona el aforismo borgiano: “nada se edifica sobre la piedra, todo se edifica sobre la arena, pero hay que edificar como si fuera piedra la arena”.

sábado, 19 de diciembre de 2015

LEER ES ENTRAR EN ESE OTRO MUNDO QUE SIGNIFICA "LA CRIPTA DE INVIERNO"

Pero no para quedarnos callados o para que nos dejen callados. No para contabilizar, medir, juzgar, sentenciar, acumular. No para darnos a la adicción de permanecer instalados e integrados en este mundo donde estamos y desde donde partimos. No para seguir con el cerebro convenientemente vacío (o ahíto de información, que viene a producir los mismos efectos de vaciedad ensordecedora) y el corazón hecho un nudo, bloqueado. Todos sabemos que únicamente así es como se puede sobrevivir instalado e integrado, en este mundo de nuestras alegrías y nuestros pecados. Pero no se puede leer.

Leer es entrar en ese otro mundo que significa "La cripta de invierno" no dispuestos a buscar. Ni con la intención, por tanto, de apropiarse de lo que se consiga. No. Leer es entrar en ese otro mundo de "la cripta de invierno" dispuestos a encontrar. ¿Qué? Las palabras nunca antes dichas, ni oídas. ¿A quien? A los personajes que son competentes para decirlas, porque pertenecen a ese mundo. Mejor dicho, porque él pertenece a ellos. A su forma de aparecer, a la entonación de su forma de hablar, y, sobre todo, a las sombras que acompañan a aquellas palabras nada más que son pronunciadas por estos personajes. Al inquietante silencio que acompaña a todo ello. Dispuestos a encontrar, y a relacionarnos, con el asombro y la perplejidad que nos producen su lectura. A encontrarnos, y a conocer, a ese Otro, que ya no es el Yo que entró en este mundo de demoliciones y pérdidas.

Leer así significa hablar, escribir. En fin, tomar la palabra. Como digo, no la palabra que contabiliza, ni la que mide, ni la que juzga, ni la que sentencia, ni la que acumula. Es decir, la palabra con la que el lector construye su cuerpo teórico o ideológico. No. Ha de ser la palabra que nos acucia el sentir antes de que ese cuerpo teórico o ideológico se apodere del acto de nuestra lectura. La palabra que luego nos impulse a ligar cosas perdidas. Como el niño que ligaba cosas con cuerdas porque su madre había desaparecido. La palabra que nos proporcione sentido. La palabra que nos hará competentes para enfrentarnos a sucesos fundamentales, cuando nos incorporemos al mundo donde sobrevivimos. Al dolor, a la pérdida, a la separación, en fin, a la muerte.

Las palabras de "la cripta de invierno" no se pueden ver, ni leer, desde la claridad gerencial de los expertos o desde el Dogma de la ideología.
Las palabras de "la cripta de invierno" se ven y se leen solo mediante distorsión. Hay que “mancharse las manos” al leer sus páginas. Y no salir aupados por encima del mundo, por haberlo interpretado: ¡qué listo soy!, se de que va esto. Ni soplando como pequeños dioses sobre él: ¡qué poder tengo!, todo ese mundo de Avery, Jean, Lucjan,...cabe en el Dogma de mi ideología. O aburridos hasta las trancas: ¡qué pestiño tan indigerible!

Al leer, así "manchados", "la cripta de invierno", saldremos más cargados de mundo que antes. Quiero decir: volveremos a nuestro mundo con ese mundo de Anne Michaels en las manos. Por eso necesitamos, conmovidos, compartir el hallazgo.

viernes, 18 de diciembre de 2015

LA DIFERENCIA QUE HAY ENTRE COMPARTIR LA EXPERIENCIA CON OTROS Y EXPERIMENTAR LA EXPERIENCIA POR OTROS

Siempre que nos enfrentamos a un relato, digamos, "raro", tengo la duda de a quien imputar la "rareza". Si lo hago al propio narrador del relato, es decir, a su manera de persuadir al lector, únicamente circunscrita dentro del ámbito de los experimentos con el lenguaje, y alejado, entonces, del interés y el aliento propio de la vida. O si la imputo al lector, que no acaba de decidirse a contrastar la rareza del relato con la rareza de su experiencia, valga decir, con el lado mas oscuro y desconocido, para el mismo lector, de su particular experiencia. Veamos.

¿De quien es mi experiencia? Dicho así lo primero que se me puede venir a la boca es que es mía, solo mía, y nada más que mía. Pero probablemente lo esté confundiendo con el lado pragmático y literal de mi biografía. Para entendernos, con los datos y sucesos de mi curriculum o historial, sea éste profesional, sentimental, deportivo, clínico, familiar, etc. Desde este punto de vista no discuto que Avery, Jean, Lucjan,... tienen una biografía distinta de la mía, y la una y las otras distintas a su vez de las biografías de cada uno de los otros lectores. Y todas ellas, entre sí, a su vez, intransitivas. Es decir, incomunicadas e incomunicables.

Ahora bien, si entiendo la pregunta como el impulso para salir de esa jaula o foto fija - en que se convierte mi biografía comprendida solo así -, y como el punto de arranque de mi aprendizaje fuera de ella, mi experiencia es básicamente delegada, es decir, la vivida por Avery, Jean, Lucjan,... Y la vivida por los otros lectores en el itinerario de su lectura. Mi aprendizaje consiste, sobre todo, en saber qué han aprendido Avery, Jean, Lucjan,... y los demás lectores. Experiencia delegada significa, por tanto, que soy, somos, fundamentalmente Avery, Jean, Lucjan,... y los otros lectores, con sus ideas, prejuicios, creencias, vida cotidiana. Y no cuesta nada deducir que lo que nos impresiona y percibimos lo hace también por relación con nuestro aprendizaje, que es experimentar lo de los otros. Me puede impresionar lo que le ha sucedido a alguien con más fuerza que si me hubiera sucedido a mi. Por tanto, forma parte de mi todo lo que experimento, toda mi experiencia asumida.

A la hora de hablar o escribir sobre "La cripta de invierno", ¿qué es absolutamente necesario para qué los otros lectores escuchen, y yo justifique, al tiempo, que ellos me escuchan?: que me sumerja en su experiencia. Ya que la propia experiencia, y la lectora con mayor exigencia y rigor, puede ser compartida con los otros pero no se puede experimentar por otros, pues su carácter, como decía, es lo propio de lo estrictamente biográfico y básicamente intransitivo. Probemos a compartir un dolor de muelas o de cabeza con el ser que uno más quiera, y observaremos que el otro (o la otra) se pone triste, o que se desespera, pero que no le duele en el mismo sitio y que a menudo ni siquiera le duele.

jueves, 17 de diciembre de 2015

BAJO LA INFLUENCIA DE LAS RUINAS

“Las ciudades como las personas nacen con un alma, el espíritu del lugar, que sigue haciéndose notar. Un mundo antiguo en busca de sentido en la nueva boca que lo dice o lo lee.” Pg. 206

Al acabar la lectura de “La cripta de invierno” tengo la sensación de haberme dado una vuelta, descubriéndolos de paso, por los bajos de eso que creía único y que pensaba lo conocía bien: la sala capitular donde vivo. La sala de todas las bendiciones. La sala donde yo soy Yo, el Príncipe Encumbrado. Agarrado como una lapa al dato y a la fe ciega en el hecho. La voz del narrador me habla, sin embargo, desde ese lugar subterráneo, misterioso, que me era del todo desconocido. Donde yo soy sólo alguien desposeido del valor exacto de toda cifra, destronado de la seguridad de toda creencia eterna.

“Todo lo que somos puede contenerse en una voz, pasando siempre al silencio. Y si no hay nadie para escucharla, las partes de nosotros que nacen sólo gracias a la escucha no llegan nunca a este mundo, ni siquiera en un sueño. La luz de la luna derramaba su aliento blanco sobre el Nilo. Afuera seguía cayendo la nieve.” Pag. 302

Un yo único, enaltecido, cerrado, que se sitúa sin permiso de nadie en el centro de un mundo que, a su vez, lo ignora, que se coloca fuera del propio yo, o a su alrededor, a modo de un objeto inane y hueco, listo para ser medido y contado como única posibilidad de trato. Negándole la inconmensurable perspectiva de su infinito misterio.

“Dejó el macuto en el suelo y se arrodilló en el barro. ¿Cómo pudo haber dejado de hablar en el preciso momento en que su hija más necesitaba escuchar su voz? Empezó a castigarse, pero luego se deshizo de ese recelo, pues había una paz verdadera en sentir que las rodillas de sus medias se empapaban de la tierra húmeda. Tantas veces había intentado imaginar a la persona que había creado el primer jardín: el primero en plantar flores por gusto, la primera vez que las flores se apartaron deliberadamente – con un muro o una acequia, o una valla – de la flora salvaje. Pero ahora sintió, con una sabiduría casi primaria, que el primer jardín tuvo que ser una tumba.” Pag. 311

Nos acordamos con facilidad de los sufrimientos. Pero con el mismo impulso nos olvidamos de sus significados emocionales. Su sentido. Mejor dicho, la forma que tenemos de volver a sentir ese sentido de lo que un día fue lacerante, pero que ya no volverá a ser. La novela de Anne Michaels va de esto. Y me a atrevería a decir - como dice Kafka en sus diarios sobre lo que escribe - que se debe leer con los ojos cerrados. Sus protagonistas no son otros que esos significados emocionales, festoneados por el recuerdo de los sufrimientos de la pérdida. De la demolición y de su correlato inevitable, la reconstrucción. Y no pretende con ello el narrador que el significado de esas emociones, al pie de lo reconstruido, hayan sucedido, sino que sea verdadero. Que además de otorgar sentido, si fuera pertinente, nos proporcionara el consuelo necesario frente a lo que ha desaparecido para siempre.

Lo que ha hecho Michaels al escribir su novela ha sido darle la vuelta, como si se tratara de un calcetín, a nuestra experiencia de la vida cotidiana. Que, si nos fijamos con atención, siempre festonea o ribetea sus indiscutibles y apabullantes datos junto a sus contundentes hechos, con las imágenes y el lenguaje de nuestros sueños o de nuestra imaginación. Un adorno que da cuenta de nuestra incompetencia frente a lo que no podemos calcular o hacer. Frente a lo que no podemos saber aquí y ahora. La pregunta, entonces, se hace inevitable: ¿hay otra manera de volver al pasado, la Madre de todas la Pérdidas o Demoliciones? ¿O creemos todavía que, como con el gran templo de Abu Simbel, podemos recuperar el pasado piedra a piedra, dato a dato, hecho a hecho, y ponernos delante de su nueva presencia como si nada hubiéramos perdido? ¿O de lo que se trata – sea dicho sin ánimo de ridiculizar, mas bien para ayudar a entendernos -, como en las aventuras de Indiana Jones en el templo maldito, es de encontrar el hueco donde encaje la piedra filosofal, para que, girándola sobre sí misma, todo vuelva a ser y a brillar como siempre, como nunca debería de dejar de hacerlo? Nos puede costar entrar en el mundo de Michaels, pero todos sabemos que la traza que nos indica Indiana Jones, o sus múltiples imitadores, no es el camino para entrar en el misterio de la vida. Aunque si nos sirva para descifrar, provisionalmente, el del juego del palacio donde habitamos.

“Igual que los pinos conservan la forma del viento... así las palabras guardan la forma del hombre. Georges Seferis.” Pag. 319

miércoles, 16 de diciembre de 2015

PREFIERO NO HACERLO

Me sigue pareciendo asombroso que continúes dedicando tu vida profesional a dar clases. Que continúes atrincherado en tu aula resistiendo los envistes que, a tu entender, te da la vida de fuera. Que no te des cuenta de lo que haces con la vida, en su forma más radicalmente renovada, cada mañana cuando entran tus alumnos y se sientan en sus sillas. Los debes de ver cómo caballos de Troya que entran con la intención de ocupar tu jaula dorada. ¿Qué sientes cuando eso ocurre? Tú, queriéndote proteger del mundo. Ellos, queriendo abrirse, imperiosa y tumultuosamente, al mismo mundo del que te proteges. ¿Cómo se aviene este primordial desencuentro, que dura ya toda la vida? ¿Cómo es posible que todavía entres en el aula cada mañana y no entre a tu lado el aura del ser pensante, el hálito del ser de razón y de palabra? ¿Cómo puedes salir por la tarde sabiendo que allí no ha pasado nada memorable, nada distinguible, entre todo lo otro indiferenciado, ante los ojos de tus alumnos. Unos seres que, igual que tú son seres de razón y de palabra, y que esperan de ti iniciar la andadura del su uso, que esperan de ti que fertilices esa andadura? ¿Cómo puedes salir del aula sin que no haya pasado nada, aunque tú creas que lo ha pasado todo, si ese todo lo mides por el esfuerzo y el entusiasmo que has puesto en ello? Lo peor de todo, y no seré yo quien lo niegue, es que eres un profesional abnegado. Lo digo con toda la sinceridad y honradez de que soy capaz. Puedes dedicarle muchas horas de tu tiempo libre a preparar las clases de tus alumnos, lo cual sería encomiable sino no nos fijamos en que no dedicadas ninguna a pensar en el por qué lo haces. "Prefiero no hacerlo". Siendo lo genuinamente constitutivo de tu ser de razón y de palabra, lo has descartado de tu vida profesional. Únicamente la acción por la acción parece satisfacerte. Como si con ella quisieras ahuyentar todas las condiciones de posibilidad imaginativas, que pudieran meter en el aula con su sencilla presencia los alumnos que en ella entren cada mañana. Como si el destino de tantas actividades tuviera como principal misión frenar en seco todo el apabullante despliegue de preguntas y contrapreguntas, que tienen en el disparadero de su imaginación los niños a poco que los interpelases. Teniendo en cuenta lo extremadamente dilatado de esta situación, que dura ya como he dicho toda la vida, ¿no crees que te comportas al entrar en el aula, ahora que eres mayor de edad, de igual manera que cuando entrabas con la minoría de edad recién enclaustrada?

LO LITERAL Y LO METAFÓRICO EN "LA CRIPTA DE INVIERNO"

Lo más conmovedor, quiero decir, lo que me incita moverme, a seguir el hálito de las palabras de “La cripta de invierno”, es el trenzado continuado que teje el narrador entre lo literal y lo metafórico. Sin que se noten las costuras. Sin que sea posible diferenciar de forma independiente lo uno de lo otro: ni una sola molécula se diferencia de un pensamiento, como dice él mismo. Todo es literal porque todo es metafórico. Y al revés.

A los lectores modernos, tan neutros, que hemos sido culturizados y alfabetizados bajo el imperativo de la demostración científica y el uso indiscriminado de la tecnología, puede que nos cueste leer así. Acostumbrados a las dualidades excluyentes y a tener una máquina a nuestro lado. A negar lo antiguo para que triunfe rápido lo nuevo, glorioso y en lo mas alto. A que la vida, y sus relatos, apunten con determinación hacia adelante, hasta que en el horizonte suceda lo que soñamos y que, claro está, nos merecemos. Acostumbrados a eso, digo, nos cuesta relacionarnos con lo que es uno y, aparentemente - solo aparentemente -, su contrario. Nos cuesta tratar con esas cosas o sentimientos que nunca suceden, pero que lo abrazan todo porque están ahí desde siempre.  

Siendo ingeniero uno de los protagonistas, su itinerario vital, aunque se inicia en Egipto, no es, para entendernos, el de Indiana Jones. Desde la primera línea el lenguaje de los ingenieros se funde, y se confunde, con el lenguaje de que está hecho el camino que emprende. A través del cual su constructor, el narrador, nos invita a acompañarlo. Lo coyuntural queda absorbido, así, por lo permanente. Cada demolición tiene el eco de su reconstrucción en algún rincón de las distintas etapas del camino. Y como le dice Lucjan a Jean: ese deseo intermitente determina su valor, ya que todo lo que existe lo hace gracias a la pérdida. 
¿Qué más podemos pedir, quienes hemos hecho del consumo diario una arma de destrucción masiva y de construcción de basureros inservibles?

“Generadores iluminaban el templo. Una escena de espantosa devastación. Cuerpos que yacían expuestos, miembros esparcidos formando ángulos horrendos. Todos los reyes decapitados, cada cuello privilegiado sesgado por pequeñas hachas de filo diamantino, torsos orgullosos desmenbrados por motosierras, perforadoras y cizallas. Anchas frentes de piedra sujetas por barras de acero y un mortero elaborado a partir de resina epoxi. Avery miraba a los hombres desaparecer hacia el interior del pliegue de una real oreja, o perder un zapato en una nariz soberana, o quedarse dormidos a la sombra de un mohín imperial.
Los obreros trabajaban ocho horas, dividiendo la jornada en tres turnos. Por la noche Avery se sentaba en la cubierta de la casa flotante y volvía a calcular cuánto crecía la tensión en la roca que iba quedando; reevaluaba lo acertado que había sido cada corte, las zonas de fragilidad y las nuevas fuerzas de presión que se creaban a medida que, tonelada a tonelada, el templo iba desapareciendo."

Pone broche el narrador a este inicio de su historia, unos párrafos después, con las palabras siguientes.

       “Solo su esposa lo comprendía: de alguna manera, bajo las perforadoras se iba escapando lo sagrado, bombeado por el continuo desagüe de aguas subterráneas, pronto aplastado por las gigantescas cúpulas de cemento; para cuando Abu Simbel fuera al fin erigido nuevamente ya no sería un templo.
         El río se movía, lento y vivo por la arena, una vena azul discurriendo por un pálido antebrazo, fluyendo de la muñeca al codo. La mesa de Avery estaba en cubierta; cuando trabajaba hasta tarde, Jean se despertaba e iba junto a él. Él se ponía en pie, y ella no le soltaba, colgada de su propio abrazo.
-       Calcúlame a mí – decía.”

martes, 15 de diciembre de 2015

LA CRIPTA DE INVIERNO, novela de Anne Michaels

“Nos convertimos en nosotros mismos cuando algo nos es concedido o cuando algo nos es arrebatado”.

Cuando cayó la novela “La cripta de invierno” en mis manos, esta fue la primera frase que leí. Está en lo más alto de la cotraportada del libro. Allí, sobre fondo negro, se me apareció majestuosa, inequívoca, misteriosa. Antes que invitarme a leer me pareció que me advertía de que tuviera cuidado de cómo iba a hacerlo, si es que al final me decidía a abrir el libro. 

Me quedé, sin embargo, dando vueltas al asunto. Imaginé esta posible escena: la frase es una argucia publicitaria de la editorial para que el lector se anime, sobre todo, a comprar la novela, mientras la hojea en la librería. Sin lugar a dudas esto podía ser así si me ceñía a la primera parte de la frase: “Nos convertimos en nosotros mismos cuando algo nos es concedido”. Pero al añadirle la segunda parte: “o cuando algo nos es arrebatado”, ya no me parecía que la intención de quien había decidido poner toda la frase en la contraportada de la novela, fuese exclusivamente comercial. A parte de la industria funeraria, en un mundo dominado por el psicologismo positivista mas obligatorio, nadie se atreve a hacer negocios con el sentimiento de la pérdida. Y menos equiparándolo con el sentimiento de la propiedad, ofreciendo con todo ello una visión ilusionante de la existencia.

¿Quien puede decir esta frase? ¿Para qué? ¿A quien va dirigida? Todavía sin abrir el libro, una sola frase había puesto delante de mí la tríada inmisericorde de preguntas con que todo lector debe hacerse acompañar en su lectura. Intuí que esa frase daba cuenta con rigor, al final, de las trescientas y pico páginas precedentes. Nacer o morir valen para lo mismo, para convertirnos en nosotros mismos. Nacemos para aprender a morir. Morimos para que los vivos mantengan en alto la memoria. La felicidad es poder ver juntos ese dolor y esa dicha. Es la visión necesaria de lo que nunca debemos separar. La misma que el ingeniero Avery heredó de su padre. Años después, lo recuerda así delante de su mujer, Jean: “No hay dos hechos lo bastante separados como para que no puedan unirse”.

Antes de leer las primeras palabras del primer capítulo de “La cripta de invierno”, oigamos estas otras - también deben ser del mismo narrador - que nos interpelan hoy, desde tiempos difusamente remotos, y que nos invitan a entrar en el mundo que protagonizan Avery y Jean. 

“Tal vez pintamos sobre nuestra propia piel, con ocre y carbón, mucho antes de pintar sobre piedra. Pero hace cuarenta mil años, en todo caso, dejamos huellas de manos pintadas en las paredes de las cuevas de Lascaux, de Ardennes, de Chauvet.
El pigmento negro utilizado para pintar los animales de Lascaux estaba compuesto de dióxido de manganeso y cuarzo molido, y casi la mitad de la mezcla era fosfato de calcio. Para hacer fosfato hay que calentar huesos a cuatrocientos grados centígrados, y luego molerlos.
Fabricábamos pintura con los huesos de los animales que pintábamos.
Ninguna imagen olvida ese origen.

El futuro proyecta su sombra sobre el pasado. Así, los primeros gestos lo contienen todo; son una especie de mapa. Los primeros días de una ocupación militar; la concepción de un hijo; semillas y tierra.
El dolor es la más pura destilación del deseo. Con la primera tumba, con esa primera siembra de un nombre en la tierra, se inventó la memoria.
Ninguna palabra olvida ese origen.”

lunes, 14 de diciembre de 2015

SOBRE SUCESOS DIARIOS Y ACONTECIMIENTOS LITERARIOS

"Llega un momento que
te das cuenta que todo es un sueño
y que sólo lo que se preserva
en la escritura
tiene alguna posibilidad de ser real"
(James Salter, escritor norteamericano) 

La rosa que nace en su rosal es sin por qué. El jardinero que la cuida es un suceso que lo percibimos en la conciencia general que compartimos. Un poema sobre esa rosa y su jardinero es un acontecimiento irrepetible, que se percibe únicamente desde el acceso a la conciencia poética. Igualmente las palabras que intercambiamos en la oficina cada día suceden. La lectura de un relato sobre lo que nos decimos en la oficina es un acontecimiento narrativo. Nuestra vida está llena de sucesos. La literatura (y el arte en general) es el acontecimiento que da cuenta de uno de esos sucesos, que por acontecer así, y no de otra manera, que por ser narrado con una voz y no con otra, convierte al suceso rutinario en algo significativo. Único e irrepetible. Es decir, en una estrategia de comunicación. Los sucesos se suceden, sin más, uno detrás de otro. A veces fluyen como el agua, otras se nos aparecen con la movilidad de una roca o el musgo. Son actos puros de fe y de fuerza, más la ayuda técnica correspondiente. El acontecimiento literario es un acto de sentido y conocimiento mediante el poder de la voluntad. De, al menos, dos voluntades: el que narra y el que lee. Y un salto hacia ese sentido y conocimiento.  Digo que debe ser un salto, porque no me refiero al reino del conocimiento exacto y concluyente pertenecientes a nuestra conciencia en general, ese espacio común donde normalmente habitamos junto a nuestras obviedades y claridades aparentes. Es un salto, el que debe dar el lector pensante, desde donde le suceden los sucesos precisos, el mismo lo es, hasta donde se encuentra el conocimiento y la conciencia del narrador, que se dan sólo en el tiempo poético. Un conocimiento y una conciencia que ya no son exactos, ni son generales. Ese encuentro, cuando se produce, es la forma que adquiere el acontecimiento literario. Talmente, un poema, un cuento, una novela,...

A pesar de todo lo que se dice y se escribe sobre interactuación en la literatura (y las demás artes), yo creo que todo sigue más o menos igual que antes de Nietzsche, que fue el que reformuló las interrogaciones del hombre moderno, induciéndolo a asimilar un estado nuevo: verse pensando, verse leyendo, verse mirando, verse escuchando. Lejos de todo eso el lector medio actual (por ceñirme a la literatura) sigue leyendo, para entendernos y en el mejor de los casos, como leían los burgueses honrados en la época de Balzac o Dickens. Seguimos leyendo con la misma fe o cinismo, según los casos, que ponemos en la vida. 

Al respecto de esta opaca fatalidad nuestra, que la extendemos sin reparo al resto de la naturaleza tratando de domesticarla al servicio de nuestros fatales intereses, os dejo lo que dice el filósofo Víctor Gómez Pin:
"Teniendo como particularidad de su especie esas facultades que son el lenguaje y la razón, el animal humano se realiza cuando las despliega y fertiliza, por ejemplo forjando metáforas o sintetizando fórmulas. Mas entonces ¿por qué una persona puede llegar a sentir que el pensar no va con ella, qué sólo en la inercia, las costumbres, los hábitos y los elementales placeres a ellos asociados tiene sentido su vida? ¿Hay en el individuo humano una debilidad intrínseca que le mueve a ceder, a renunciar al esfuerzo que el pensamiento exige, repudiando así su propia condición específica? La hipótesis es más bien que esta astenia, este polo negativo en cada uno de nosotros, tiene raíz, cuando menos parcial, en una estructura social de la que todos somos partícipes, en un dispositivo creado por el hombre pero convertido en una máquina de deshumanización, en un generador de circunstancias que conducen a una situación mutiladora."

Hace falta algo más que fe, buenos propósitos y grandes titulares en las tribunas mediáticas y los suplementos culturales. Hace falta una organización social que desacralice nuestras bajas pasiones y nuestros hábitos zafios, los mismos que evitan que adquiramos la consciencia de nuestra corresponsabilidad en lo que nos sucede, echando la culpa al chivo expiatorio de turno. Para todo ello, empezando sin demora desde la escuela, hace falta la adquisición y el cultivo (no confundir con las últimas habilidades técnicas) de una mirada propia, hoy ausente en los usos académicos y en las disciplinas convencionales. Y también, como no podía ser de otra manera, ausente de los círculos oficiales de corrección social y política, donde es imposible dar un salto sin que vayas a caer de pie, si tienes suerte y contactos, en el mismo sitio. La construcción de una mirada propia que se presenta como la condición inicial para afrontar no sólo las obras de creación particular, sino también la toma de decisiones, la orientación del esfuerzo laboral, la significación del esfuerzo cotidiano y el entendimiento de contradicciones y ambigüedades a que nos vemos sometidos en el día a día. 

Por lo mismo que no puede haber creación sin conocimiento, tampoco hay conocimiento sin creación. En la práctica diaria, cuando estos fundamentos han sido convenientemente desarrollados, no cabe distinción entre ellos. Lo que posibilita que la creación individual pueda acontecer en el sitio menos esperado, o cuando sea necesario socialmente, siempre y cuando haya voluntades dispuestas a transformar los sucesos que forman el flujo o la rocosidad de la vida en un acontecer único y significativo. Lo cual también acaba con la idea romántica del artista como un tipo excepcional, hecho de una pasta diferente al común de los mortales, y bendecido de forma permanente por la gracia divina de las musas. 

sábado, 12 de diciembre de 2015

A NUESTRAS ALMAS EN PENA

Toda obra de arte y, por ende, toda obra literaria se precipita sobre esa zona obscura de quien lee que se llama alma. Me costó lo suyo, como casi todo, entender esto. Por eso lo repito. Pero tenía una necesidad imperiosa para hacerlo. Una necesidad ligada a una convicción: en toda actividad lectora la principal protagonista es el alma del lector. Todo lo que aparece en el libro está a servicio de que el alma se movilice. Se "desembarace" del cuerpo y se ponga en marcha. ¿Qué es el alma? Ese lugar de sombra que proyecta todo cuerpo en cuanto lo toca la luminosidad de la razón demostrativa o empírica. El alma es lo que no conocemos y tal vez no conoceremos nunca de nosotros mismos y de los demás. ¿Y el cuerpo? El cuerpo es esa especie de robocob biológico y mental donde habita el sujeto claro y absoluto que, también, somos. Aunque nos parezca increíble, toda tertulia literaria es una comparecencia de "almas en pena" atrapadas en las jaulas de esos robocobs, esos sujetos absolutos, encumbrados, altivos, cerrados, que se sitúan a si mismos en el centro de un mundo que, a su vez, los ignora. Una tertulia literaria sirve para aprender a manejar mediante una lectura compartida - no se me ocurre otra manera de hacerlo con mejor potencia y perspectiva - esa colosal paradoja que nos constituye. Y que nos desgarra o nos paraliza por dentro.

Hace ya tiempo que dejé de preocuparme por saber si, por ejemplo, "El Quijote" está mejor escrita que "La Cripta de invierno" o "Punto omega", por poner tres novelas que he leído o releído últimamente. Y si las tres piezas literarias están por debajo, o encima, en el ranking literario que "La Sombra del Viento". O al revés. Lo que si sé es que las tres primeras, como decía Faulkner, son cerillas que al encenderlas con mi lectura, no me dejan ver mejor. Son cerillas que me dejan ver la obscuridad de forma diferente. Sin embargo, al leer "La Sombra del Viento" me di cuenta de que era una cerilla con la pólvora mojada. Y es que dentro de la obscuridad de mi propia alma, soy incapaz de establecer las jerarquías a que me empuja robocob, o el sujeto absoluto y luminoso, con la tabarra que me sigue dando desde afuera. Bastante tengo con ver la obscuridad de mi alma, momentáneamente, mientras leo.

Deje de preocuparme de esa dicotomía porque después de repetir la misma cantinela durante muchos años no sabía que significaba. Todo lo más un latiguillo, una eslogan, como ser feliz o no serlo, ser buenos o malos, ser muy inteligente porque estudié matemáticas, o ser del montón porque estudié letras. En fin. Lo puedo seguir repitiendo hasta la saciedad, si quieren, y para quedar bien con mis iguales en las reuniones sociales a las que asisto o pudiera asistir, pero, insisto, honestamente, no se lo que significan. Lo dejé porque soy un lector que ha comprendido que en las tertulias de las "almas en pena" lo que manda es la significación. Y que nos reunimos precisamente porque no acabamos de encontrarla en las palabras que leemos. Nos reunimos bajo el palio de esa honestidad e ignorancia fundamentales y fundacionales. También nos reunimos porque somos diferentes y no queremos quedar bien entre nosotros. Que, por cierto, tampoco sé lo que significa, mas allá que ser educados y respetuosos. Pero eso tiene que ver con la urbanidad de los cuerpos, nada con la significación que reclaman las almas. En las otras reuniones sociales o políticas a donde asiste robocob, o el sujeto absoluto que nos atenaza, lo que prima es la lucha de intereses. Para entendernos, lo que prima es la lucha para tratar de imponer un interés al del vecino. Las tablas, o buenas maneras, sólo dan cuenta de la extenuación o el cansancio de los contendientes.

Soy, por tanto, un simple lector que tiene amigos lectores. Soy un simple lector que puedo interpelar a mis amigos lectores, como hacía Sócrates, no diciendo lo que tienen que hacer o pensar, no dándoles recetas o soluciones, sino sugiriéndoles con mis preguntas que lo que hacen y piensan puede que no sea del todo acertado. Y viceversa. En fin, soy un simple lector que proyecto sobre mis amigos lectores lo que el texto me ha metido previamente en esa zona obscura que llamamos alma: la duda. La pertinaz duda que nunca deja en paz al alma. Y que debido a ello siempre está en pena. Su estado natural. Buscando a otras almas igualmente afectadas por la pérdida y el dolor. Mejor dicho, afectadas por la falta de significación del dolor y la pérdida. Que es lo que produce la pena, o la indiferencia, dos caras, al fin y al cabo, de la misma moneda. La falta de sentido.

jueves, 10 de diciembre de 2015

PRIMERO FE Y DESPUES CONOCIMIENTO

O solo conocimiento. Sin fe. Constantemente descreídos. Zurrando con la Razón Analítica a todo lo que se mueva. Urgentemente. Angustiosamente. Dice Kierkegaard que a diferencia de los animales, que duran, los seres humanos existimos. Es decir, tenemos conciencia del tiempo, de sus altibajos y del destino de nuestra existencia. Como ya saben, no hay más colosal tragedia que el existir humano. 

El ser humano no está en condiciones de aceptar semejante destino. Construyámosle un pesebre y una cuna donde pueda pasar los años de su vida, venía a decir Hegel, el gran constructor moderno de Sistemas. Construyamos, por tanto, todo tipo de sistemas: económicos, familiares, educativos, judiciales, políticos, religiosos, laborales, de entretenimiento, y, como no, sistemas de pensiones. En fin. Construyamos canjilones donde meter y donde hacer de la existencia humana un eterno saltimbanqui de uno a otro. Y apliquemos un método: la lógica dialéctica. Es decir, esa liguilla mediante la que los diferentes sistemas compitan entre ellos hasta obtener el Sistema Perfecto. Y Único. Y, por tanto, el Sistema Supremo. En esa competición pretendemos seguir estando. Pero la existencia es tozuda y no se deja domeñar fácilmente. Tira al misterio, se mete en líos: por qué le pasa lo que le pasa, y por qué esta hecha de lo que esta hecha: tiempo y conciencia. Debido a ello, el contraataque infantil a todos los sistemas acaba, tarde o temprano, fracasando, y hundiéndose, con sus laboratorios, expertos, técnicos, ejecutores y oportunistas dentro. Pero yo sigo viendo tipos que existen angustiosamente, sin muchas oportunidades, ni lugares donde poder conocer el verdadero estado de su existencia. La visión del arte y de la cultura también ha fracasado en esta misión, al convertirse ellos mismos en respectivos sistemas, con sus expertos, técnicos, ejecutores, intermediarios y charlatanes a sueldo para su mantenimiento.

¿Tenía razón Hegel respecto a nuestra incapacidad para enfrentarnos cara a cara a nuestro trágico destino? ¿O la tenía Kierkegaard al reclamar para el individuo la libertad y la única responsabilidad del conocimiento de la fe de su existencia, angustia inevitable mediante? Ciento cincuenta años de aquella visión del escritor danés el dilema continúa. Sin embargo, arrastra un interrogante, que es una herida abierta que nunca se cierra, por donde sangra y se fuga la fe inquebrantable de los sistémicos en el bienestar que sienten dentro de su sistema. Si no dudan, ¿cómo saben que han de cambiar de chaqueta, perdón de sistema, cuando en el que viven ya no pueden respirar, ya que cerrado sobre sí mismo los ahoga, antes de que los devore?. Pero si dudan, ¿cómo pueden seguir hacia adelante dentro de su sistema? ¿Lo habrán dudado todo? ¿Qué significa eso?, se pregunta el escritor danés ¿Dónde los coloca su duda? ¿O se han corrompido del todo a fuerza de estar ahí siempre metidos?, me pregunto yo. Porque dudar es abrirse a nuestra naturaleza inacabada e imperfecta, que es la propia de toda existencia humana. Es abrirse a esa forma radical de dolor y angustia. Significa reconocer que la vida es una maravilla tanto como una mierda. Y que lo maravilloso y lo nauseabundo se dan al mismo tiempo, y uno junto al otro. Pero significa, sobre todo, que a pesar de ese reconocimiento vale la pena seguir existiendo para alcanzar el conocimiento de por qué estamos aquí. De la fe en nuestra existencia.

En un sistema se dura, no se existe. Existir nos angustia, cierto. Pero durar dentro de un sistema nos ahoga y nos enajena. Tal vez la mediación de la ficción sea el camino intermedio. De la mano de un narrador imaginado podemos abandonar por unas horas el sistema que nos protege y nos anula, sin que nos lacere con tanta virulencia la angustia y el dolor de la existencia. 

miércoles, 9 de diciembre de 2015

EL SUEÑO DE LA ALDEA DING, novela de Yan Lianke

Contra lo público o contra lo privado, por la izquierda o por la derecha, en el centro o en la periferia, hacia adelante o hacia atrás, entre ricos o manirotos, mas cansados que aburridos, o al revés, camino del norte o del sur, trepando a lo alto o hundiéndome en lo mas hondo, con la piel banca o negra, en versión yanki o piel roja, nos matamos en la Luna o en Marte,  etc. etc. Esas peleas de gallos en un Ok corral ya inexistente, y que mi obcecada forma de pensar occidental sigue empeñada en hacerlos existir de manera fatalmente irreconciliables. ¡Qué desaparezcan los bancos y que deje de haber hambrientos! ¿Cómo puede ser que, mientras camino por la aldea Ding, todavía me venga este eructo? ¿Cómo es que todavía tenga dispuesta en el disparedero de la boca, para estos casos, alguna de estas palabras tapadera: incoherente, insolidario, injusto, ...? ¿No será que no acepto, como siempre me dijo mi madre, que la enfermedad y sus pústulas son los auténticos emisarios de la muerte? ¿Y que la felicidad es un salto desesperado, dentro de un presente absoluto, hacia un futuro inexistente? En fin, esos "cuentos chinos" que nos contamos los occidentales: tirando de la vida de espaldas a la muerte, podemos. De verdad, ¿nosotros siempre podemos? Estamos tan acostumbrados a aceptar que nuestra vida solo puede llegar a ser como la disfracemos, que llegado el caso podemos. Pero ¿qué? Cumpliendo ese fatal precepto, podemos cambiar de disfraz. Únicamente. Eso es lo que hacemos mientras decimos que vivimos.

Con estos mimbres hechos pensamiento horroroso, endurecido hasta que el cerebro se ha hecho cráneo, ¿cómo se puede leer este sueño de la aldea Ding? ¿Puedo ser tan descarado como para pensar que el abuelo Ding ignora la racionalidad científica y empírica de la ciudad o menosprecia su eficacia? ¿O es que más bien le otorga un valor básicamente instrumental, por debajo de otras formas de racionalidad que son las que mueven esta novela de tan difícil acceso emocional para un lector occidental como yo? Muy limitado en este tipo de sentimentalidad, me cuesta mucho hacerme un hueco en la mía. Y ahí radica, sin embargo, todo el esfuerzo que debo hacer con mi lectura. Hacerle un hueco en mi cerebro y mi corazón al abuelo Ding y su parentela.

¿Por qué he de hacerlo? Porque el abuelo no es del mundo donde existo, pero si noto que es la fuerza, el valor y el coraje que falta a ese mundo. ¿Ausencia de algo y alguien, que en otro tiempo estuvieron? ¿O cómo algo o alguien que no existieron nunca? No lo sé. Fui de los que ya vivieron la juventud con una falta de respeto a la voz de la experiencia paterna. Lo viejuno se llama hoy a esta  conducta, en su fase mas espantosamente totalitaria. También es cierto que la doctrina del Vaticano, o las diferentes iglesias laicas occidentales, no son la de Confucio. Pero si pienso, mientras voy leyendo, que a mi mundo le sobran expertos y técnicos, que rápidamente se habrían personado en el lugar de los hechos dando soluciones y recetas, detrás de sus mascarillas y delante de las cámaras de TV. La salud es lo natural. La enfermedad es un error absurdo de una vida torcida, que hay que erradicar. Sin la presencia de los expertos y técnicos, sin las autoridades sanitarias vendiendo salud, he tenido que luchar contra mi insistente pregunta: ¿por qué no llega nadie del Ministerio chino del ramo? Al final he acabado aceptando que narrativamente es conveniente que no estén, y, lo mejor, que no hace falta que vengan. La aldea Ding acaba rehaciéndose sin su presencia. Lo que nos cuenta el narrador - muerto por envenenamiento, y enterrado detrás de la pared de la habitación de su abuelo - desde ese lugar tan extraño es otra cosa, y esos burócratas despiadados iban a desviar mi atención lectora contra el Partido Comunista Chino o la cantinela de la Injusticia en el Mundo. 


Me intento adaptar con dificultad a lo que se me muestra sin ningún tipo de aspavientos: que la enfermedad es una de las formas posibles de la vida. Y que la muerte no es su relevo definitivo. ¿Es ese lugar, ignoto para mi, desde donde cuenta el narrador y que garantiza su autoridad? O dicho de otra manera, ¿la muerte otorga a su mirada toda la verosimilitud y fuerza, que se nota en como dibuja a los diferentes personajes que aún están vivos? Entonces, ¿a qué llamo vida, y a que llamo yo muerte? Según nuestra civilización, definitivamente sin garantías de nada, tampoco las hay de que haya vida después de la muerte. De acuerdo. Pero de igual modo, ¿hay garantías de que haya vida antes de la muerte? ¿Qué es eso del Vacío o la Nada? ¿Antes de morir o después de que se acabe la vida? Lo que hoy llamamos seres humanos vivos, ¿no habitan muchos de ellos dentro de un ataúd? Que la muerte acaba con las posibilidades de la vida, ¿es una convención mas en este mundo occidental sin garantías? Frente a este dilema, me cuesta mucho discernir de donde le viene al narrador la autoridad que tiene sobre lo que me cuenta. Pero siento que la tiene, aunque no me llegue con todo su poderío y firmeza. Pero la tensión que me produce tal carencia si me vale para descartar definitivamente de mi horizonte lector la presencia de los expertos y los técnicos, de los vendedores de salud. Ya es algo. Estoy frente a una voz fuera de la vida con autoridad para construir un espacio narrativo habitable dentro de la vida. Un espacio y una voz que me sugiere que una casa es ese lugar donde nos morimos todos los días, y que un ataúd es el lugar donde nos mudamos después de que hemos muerto el último día, ¿aunque no para siempre? Por tanto, una casa es semejante a un ataúd, al igual que su ornamentación interior. Un espacio y una voz que me habla del amor como el relevo del dolor. Y viceversa. Como la noche releva al día, y la primavera al invierno. Sin aspavientos publicitarios. Si no tengo garantías de que haya vida después de la muerte, ni vida antes de la muerte, ¿quien soy yo para sospechar de lo que me cuenta este narrador? Todas las garantías de que su voz tiene autoridad para contar las vidas que cuenta, frente a una actitud lectora como la mía, sin garantías de mi propia vida.

El caso es que después  de arrastrarme por la aldea Ding con mis opuestos irreconciliables a cuestas, con ese saber condicionado por su lenguaje y la forma de pensar occidental, que no me sirve para nada entre los Ding, se me echa encima, sin previo aviso, la escena del estacazo final que el abuelo le sacude a su hijo, dejándolo muerto en el acto encima de un charco de sangre. Una iluminación impremeditada sobre todo lo que había leído hasta ese momento. Un impulso que consigue, cuando ya había perdido toda esperanza, elevarme sobre el polvo reseco de la aldea, sobre sus vivos con sus póstulas y sobre sus muertos y sus ataúdes. Un estacazo que simboliza y resume el ámbito de lo que podemos experimentar de la vida si le quitamos de encima las toneladas de retórica que le hemos ido poniendo encima. Un estacazo que hace descansar al abuelo, y al lector aceptar al final su compañía.

sábado, 5 de diciembre de 2015

LA APARIENCIA BONITA

Con todo, lo peor de que la conciencia adulta consienta en ser engañada por la realidad, haciéndole creer que es también la verdad, es tener que aguantar durante toda la vida la apariencia bonita que hace una segunda piel en cada uno de nosotros, ocultando así semejante estafa. La irritabilidad que producen estas apariencias bonitas, construidas a fuerza de enajenar a su percha, tiene que ver con la tiranía de una técnica que acepta sin rubor la conciencia, con tal de no querer aceptar ese dolor que es mirar a la verdad de frente.

Nunca como ahora, creo yo, esta falta de honradez en que se convierte aquel consentimiento en la relación con lo creativo - sobre todo en lo referente a la creación audiovisual, más vulnerable que la creación verbal - ha afectado de forma tan directa y maliciosa a la narratividad en nuestras relaciones interpersonales, más sensibles a la imagen que a la palabra. La ausencia de problemas relevantes entre la clase media a la que pertenecemos y su entrega sin contención a la acumulación del poder que le proporciona el totalitarismo tecnológico, hacen imposible, de momento, la renovación de esa narratividad, es decir, la búsqueda de la verdad entre nosotros. Pues verdad y realidad se hacen una e indisoluble en la conciencia de este Homo Digital que todo lo puede y que se constituye como única realidad visible, bonita antes que verdadera. ¿Nostalgia? ¿Desesperación? ¿Quien recompondrá el orden natural del mundo que determina lo visible y lo que no podremos ver nunca, lo que entendemos y no entenderemos jamás. ¿Quien restaurará la narratividad que toda civilización necesita, para poder llevar con honor ese nombre, y que nace de esa brecha "sangrante" entre lo visible y lo invisible? En las condiciones ambientales de apariencia bonita generalizada en que vivimos es imposible saberlo. Lo que los romanos llamaban Pan y Circo ha existido siempre. Pero nunca como ahora lo visible ha sido igual a lo no visible. Y así como antaño a nadie se le hubiera ocurrido decir en voz alta que dios (lo invisible) no existía, hoy está bien visto que cualquiera pueda contratar a un técnico que le arregle el desajuste imaginativo que le impide hacer coincidir lo visible con lo invisible, que es lo que debe de ser. Hoy la conciencia se ha aliado con la técnica para hacer frente al engaño, que decía Goethe, a que la sometían la realidad y la verdad.


Y, sin embargo, no podemos decir, al contrario que aquellos feroces inquisidores de antaño, que quienes nos ofrecen su implacable y armónica apariencia, en todo momento y lugar, no sean gente bondadosa. Lo son. Nada en su forma de utilizar el lenguaje permite acusarles de la malignidad que acompaña a esa apariencia bonita. Ni puede hacerles ver el daño y el malestar que producen a su alrededor. El lenguaje para ellos es una herramienta más, como el coche o el ordenador, esa es toda su consistencia, y nadie acusa de maligno a quien usa "inocentemente" un chisme de esos. En fin, el lenguaje, no es para ellos eso que los hace tener la forma que aparentan, pero mediante el que, aunque no lo sepan, también pueden desocultar el qué y el por qué de esa apariencia. Lo cual hace que sea esa ignorancia narcisista la principal aportadora de malestar en nuestra sociedad del bienestar.

Pero tampoco podemos negar el derecho que todo ser humano tiene a no desvelar sus secretos y mantener a salvo su intimidad. Aunque la verdad no tenga nada que ver con eso. La verdad tiene que ver con lo que niega su apariencia bonita. Una apariencia que se hace roca cuando se acerca a su lado la voz de alguien que no conoce. Invocan entonces, los de la apariencia bonita, maneras de la buena educación o de la eficiente pedagogía para apartar de su lado ese estorbo. Pues todo lo que pueda salir de su boca está bendecido por un sano criterio y una voluntad intachable en su propósito, difícilmente denunciables. Sin embargo, la apariencia no tiene demasiado sentido cuando todo el mundo pretende que sea bonita. O lo que es lo mismo, teñida por la firme creencia de que siempre es posible volver a empezar. Es esa noria donde da vueltas el aburrimiento de los dioses, y de los seres humanos que aparentan obsesivamente ser inmortales.

La realidad es que somos nuestro deseo ilimitado e insatisfecho, pero la verdad es que su satisfacción exige riesgos que hacen temblar a nuestra apariencia bonita. Queremos más, sin poner en peligro donde ya estamos y todo lo que tenemos. La desproporción entre un hecho y sus consecuencias, como temía Kafka, se ha hecho en nuestros días inexperimentable. Y, por tanto, fatalmente inexplicable. No se si somos conscientes y responsables de lo que decimos, del uso que hacemos de nuestro lenguaje. Yo creo que nuestra apariencia bonita nos lo impide. Es una de las conductas que más irrita, por la injusticia que arrastra sin hacer mella en los interlocutores. Sin convocar de urgencia a los tribunales. Quienes son así, temerariamente injustos, no quieren ver que las historias y los personajes "feos" los ponen delante de todo lo que oculta su apariencia bonita. Que lo auténtico es contemplar al mismo tiempo la apariencia bonita y toda la "fealdad" que oculta. Y que eso solo lo puede hacer la ficción. Pero cuando la irritación un día se hace incontrolable, los injustos hablan de un cambio en la pedagogía o de que se han equivocado de sitio. Y de nada vale que se les diga que si no ha habido previamente un mínimo esfuerzo con el pensamiento, lo normal es que al hablar no salgan nada más que sandeces por la boca. Todo el mundo está amenazado por este peligro. Y de lo que son responsables quienes así se comportan es que un número indeterminado de esas sandeces callejeen como pordioseras sin rumbo ni destino por las ciudades, sin asidero significativo a que acogerse. Al final, lo de la injusticia queda para momentos de mejor ánimo moral, y la irritabilidad acaba callejeando también sin destino por las calles de la ciudad, produciendo con las sandeces la falta de vergüenza que hay en eso que llamamos contaminación verbal e icónica. Pero lo peor es arrastrar durante días el sentimiento de culpa y desamparo. No sé si por este orden. Culpa por pensar que intentar mostrar lo invisible a la apariencia decente y bonita, no deja de ser un asunto propio de villanos. Desamparo porque no hay con quien desahogarse. Vulnerar la armonía de una apariencia bonita convierte a quien lo intente en un tipo fuera de la ley, al que no detienen nunca.

viernes, 4 de diciembre de 2015

¿COMO SE CUENTA LO IMPENSABLE, ES DECIR, LO INIMAGINABLE?

¿Para qué necesita una sociedad hipertecnologizada y nihilista como la nuestra un lenguaje creativo? La sociedad de hoy ni necesita a Dios, ni la Razón, ni necesita un lenguaje de este tipo para gestionar su aburrimiento y su cansancio. Nostalgia y enfermedad, eso es lo que son Dios, la Razón occidental y sus  lenguajes creativos. Eso es lo que se hizo humo en Auschwitz, Gulag, Hiroshima y Nagasaki. Ni Hegel, ni Marx, ni Jefferson pudieron imaginar que su ideario iba a acabar así en manos de sus aplicados y aventajados alumnos, Hitler, Stalin y Truman. Y es que no advirtieron que sus palabras fundacionales se debían interpretar como una sonoridad que resonara en la armonía interior del hombre público, no un libro de instrucciones para llevar literalmente a la práctica. No nos advirtieron que sus palabras solo las escribieron para ser oídas, no para formar parte de un programa político de exterminio. La sociedad de hoy no necesita transcender, ni religarse. Su cansancio y aburrimiento se parece mucho a la eternidad,  es decir, a la muerte. Donde nunca pasa nada, ni nadie amenaza ni se enamora de nadie. En fin, donde no hay nada que imaginar. Eso que si era propio de la tradición de nostalgia y enfermedad del espíritu de las sociedades anteriores a la Experiencia Universal de los Desastres, que desaparecieron para siempre hace 70 años.


Levi, Semprún, Friedman, Solcheneisin, y tantos otros, han dejado su testimonio del paso por los campos de extermino nazi y soviético, y los horrores de la primera bomba atómica. Pero al hacerlo sus palabras todavía rezuman fe en la recuperación de esa tradición nostálgica y enfermiza que representan Dios o la Razón occidental. Todavía creen en el valor y la capacidad de discernimiento de Dios, la Razón occidental y sus lenguajes creativos para desvelar el misterio de la vida humana. Escriben para que entendamos lo que, por otra parte, ellos mismos no dejan de nombrar como incomprensible. Isaac Blumenfeld no. Bumenfled enumera los hechos a ritmo de los saltos del tiempo bíblico, para que nadie se pueda hacer ilusiones razonables y en tiempo real, literales, respecto a lo que pasó. Para volver, de paso, al origen. Y como perspicaz judío, para sugerir volver a leer de nuevo el mundo. Aquello pasó y lo que dejó a su paso fue un mundo sin cláusula de garantía. El mundo que heredaron nuestros padres y en el que hoy vivimos. Eso es lo más importante que nos quiere contar con lo que nos dice y con la forma como nos lo dice. Un mundo sin la garantía que Dios y la Razón - cómplices necesarios de aquella barbarie impensable - nos habían proporcionado de forma inintenrrumpida hasta entonces. Una falta de garantía que no nos condena irremediablemente a mirar el mundo a ras del suelo, parece sugerirnos al mismo tiempo el sentido del humor con que envuelve el relato. Sus chistes me recuerdan constantemente al genial Gila.

Para los lectores adultos que leemos hoy "El Pentateuco de Isaac",  al fin y al cabo, no deja de ser una "visión positiva" del horror que anida desde siempre en las personas y las cosas. Eso es todo. Que mas queremos para comprender mejor lo que significan las chimeneas y su humo, los hongos letales de la bomba atómica, Siberia y sus trabajos forzados, el cansancio y el aburrimiento hiper-tecnológico. En fin, lo que significan la ausencia de Dios, de la Razón y sus lenguajes.