martes, 15 de diciembre de 2015

LA CRIPTA DE INVIERNO, novela de Anne Michaels

“Nos convertimos en nosotros mismos cuando algo nos es concedido o cuando algo nos es arrebatado”.

Cuando cayó la novela “La cripta de invierno” en mis manos, esta fue la primera frase que leí. Está en lo más alto de la cotraportada del libro. Allí, sobre fondo negro, se me apareció majestuosa, inequívoca, misteriosa. Antes que invitarme a leer me pareció que me advertía de que tuviera cuidado de cómo iba a hacerlo, si es que al final me decidía a abrir el libro. 

Me quedé, sin embargo, dando vueltas al asunto. Imaginé esta posible escena: la frase es una argucia publicitaria de la editorial para que el lector se anime, sobre todo, a comprar la novela, mientras la hojea en la librería. Sin lugar a dudas esto podía ser así si me ceñía a la primera parte de la frase: “Nos convertimos en nosotros mismos cuando algo nos es concedido”. Pero al añadirle la segunda parte: “o cuando algo nos es arrebatado”, ya no me parecía que la intención de quien había decidido poner toda la frase en la contraportada de la novela, fuese exclusivamente comercial. A parte de la industria funeraria, en un mundo dominado por el psicologismo positivista mas obligatorio, nadie se atreve a hacer negocios con el sentimiento de la pérdida. Y menos equiparándolo con el sentimiento de la propiedad, ofreciendo con todo ello una visión ilusionante de la existencia.

¿Quien puede decir esta frase? ¿Para qué? ¿A quien va dirigida? Todavía sin abrir el libro, una sola frase había puesto delante de mí la tríada inmisericorde de preguntas con que todo lector debe hacerse acompañar en su lectura. Intuí que esa frase daba cuenta con rigor, al final, de las trescientas y pico páginas precedentes. Nacer o morir valen para lo mismo, para convertirnos en nosotros mismos. Nacemos para aprender a morir. Morimos para que los vivos mantengan en alto la memoria. La felicidad es poder ver juntos ese dolor y esa dicha. Es la visión necesaria de lo que nunca debemos separar. La misma que el ingeniero Avery heredó de su padre. Años después, lo recuerda así delante de su mujer, Jean: “No hay dos hechos lo bastante separados como para que no puedan unirse”.

Antes de leer las primeras palabras del primer capítulo de “La cripta de invierno”, oigamos estas otras - también deben ser del mismo narrador - que nos interpelan hoy, desde tiempos difusamente remotos, y que nos invitan a entrar en el mundo que protagonizan Avery y Jean. 

“Tal vez pintamos sobre nuestra propia piel, con ocre y carbón, mucho antes de pintar sobre piedra. Pero hace cuarenta mil años, en todo caso, dejamos huellas de manos pintadas en las paredes de las cuevas de Lascaux, de Ardennes, de Chauvet.
El pigmento negro utilizado para pintar los animales de Lascaux estaba compuesto de dióxido de manganeso y cuarzo molido, y casi la mitad de la mezcla era fosfato de calcio. Para hacer fosfato hay que calentar huesos a cuatrocientos grados centígrados, y luego molerlos.
Fabricábamos pintura con los huesos de los animales que pintábamos.
Ninguna imagen olvida ese origen.

El futuro proyecta su sombra sobre el pasado. Así, los primeros gestos lo contienen todo; son una especie de mapa. Los primeros días de una ocupación militar; la concepción de un hijo; semillas y tierra.
El dolor es la más pura destilación del deseo. Con la primera tumba, con esa primera siembra de un nombre en la tierra, se inventó la memoria.
Ninguna palabra olvida ese origen.”