“Las ciudades como las personas nacen con un alma, el espíritu del lugar, que sigue haciéndose notar. Un mundo antiguo en busca de sentido en la nueva boca que lo dice o lo lee.” Pg. 206
Al acabar la lectura de “La cripta de invierno” tengo la sensación de haberme dado una vuelta, descubriéndolos de paso, por los bajos de eso que creía único y que pensaba lo conocía bien: la sala capitular donde vivo. La sala de todas las bendiciones. La sala donde yo soy Yo, el Príncipe Encumbrado. Agarrado como una lapa al dato y a la fe ciega en el hecho. La voz del narrador me habla, sin embargo, desde ese lugar subterráneo, misterioso, que me era del todo desconocido. Donde yo soy sólo alguien desposeido del valor exacto de toda cifra, destronado de la seguridad de toda creencia eterna.
“Todo lo que somos puede contenerse en una voz, pasando siempre al silencio. Y si no hay nadie para escucharla, las partes de nosotros que nacen sólo gracias a la escucha no llegan nunca a este mundo, ni siquiera en un sueño. La luz de la luna derramaba su aliento blanco sobre el Nilo. Afuera seguía cayendo la nieve.” Pag. 302
Un yo único, enaltecido, cerrado, que se sitúa sin permiso de nadie en el centro de un mundo que, a su vez, lo ignora, que se coloca fuera del propio yo, o a su alrededor, a modo de un objeto inane y hueco, listo para ser medido y contado como única posibilidad de trato. Negándole la inconmensurable perspectiva de su infinito misterio.
“Dejó el macuto en el suelo y se arrodilló en el barro. ¿Cómo pudo haber dejado de hablar en el preciso momento en que su hija más necesitaba escuchar su voz? Empezó a castigarse, pero luego se deshizo de ese recelo, pues había una paz verdadera en sentir que las rodillas de sus medias se empapaban de la tierra húmeda. Tantas veces había intentado imaginar a la persona que había creado el primer jardín: el primero en plantar flores por gusto, la primera vez que las flores se apartaron deliberadamente – con un muro o una acequia, o una valla – de la flora salvaje. Pero ahora sintió, con una sabiduría casi primaria, que el primer jardín tuvo que ser una tumba.” Pag. 311
Nos acordamos con facilidad de los sufrimientos. Pero con el mismo impulso nos olvidamos de sus significados emocionales. Su sentido. Mejor dicho, la forma que tenemos de volver a sentir ese sentido de lo que un día fue lacerante, pero que ya no volverá a ser. La novela de Anne Michaels va de esto. Y me a atrevería a decir - como dice Kafka en sus diarios sobre lo que escribe - que se debe leer con los ojos cerrados. Sus protagonistas no son otros que esos significados emocionales, festoneados por el recuerdo de los sufrimientos de la pérdida. De la demolición y de su correlato inevitable, la reconstrucción. Y no pretende con ello el narrador que el significado de esas emociones, al pie de lo reconstruido, hayan sucedido, sino que sea verdadero. Que además de otorgar sentido, si fuera pertinente, nos proporcionara el consuelo necesario frente a lo que ha desaparecido para siempre.
Lo que ha hecho Michaels al escribir su novela ha sido darle la vuelta, como si se tratara de un calcetín, a nuestra experiencia de la vida cotidiana. Que, si nos fijamos con atención, siempre festonea o ribetea sus indiscutibles y apabullantes datos junto a sus contundentes hechos, con las imágenes y el lenguaje de nuestros sueños o de nuestra imaginación. Un adorno que da cuenta de nuestra incompetencia frente a lo que no podemos calcular o hacer. Frente a lo que no podemos saber aquí y ahora. La pregunta, entonces, se hace inevitable: ¿hay otra manera de volver al pasado, la Madre de todas la Pérdidas o Demoliciones? ¿O creemos todavía que, como con el gran templo de Abu Simbel, podemos recuperar el pasado piedra a piedra, dato a dato, hecho a hecho, y ponernos delante de su nueva presencia como si nada hubiéramos perdido? ¿O de lo que se trata – sea dicho sin ánimo de ridiculizar, mas bien para ayudar a entendernos -, como en las aventuras de Indiana Jones en el templo maldito, es de encontrar el hueco donde encaje la piedra filosofal, para que, girándola sobre sí misma, todo vuelva a ser y a brillar como siempre, como nunca debería de dejar de hacerlo? Nos puede costar entrar en el mundo de Michaels, pero todos sabemos que la traza que nos indica Indiana Jones, o sus múltiples imitadores, no es el camino para entrar en el misterio de la vida. Aunque si nos sirva para descifrar, provisionalmente, el del juego del palacio donde habitamos.
“Igual que los pinos conservan la forma del viento... así las palabras guardan la forma del hombre. Georges Seferis.” Pag. 319