miércoles, 23 de diciembre de 2015

HAY COSAS QUE NO PUEDEN SER DICHAS, PERO SI ESCRITAS Y LEÍDAS. Y, POR TANTO, COMPARTIDAS.

De lo que se trata, al leer la novela “La muerte de Ivan Ilich”, es de enfocar el sentimiento innato que nos produce la brecha que se abre entre el mundo material donde vivimos, que es un orden de nuestra realidad, y la conciencia que de ello podamos tener, que representa otro. Es decir, de lo que se trata al leer es de enfocar el sentimiento que nos produce vernos viviendo, y hacia dónde. Y no confundirlo con el sentimiento que tira de la estrategia de defensa que organizamos en nuestra lucha por la vida, y que bien puede resumirse en el eslogan: la vida es para vivirla, dejémonos de monsergas.

A los lectores egregios que se sientan atraidos por esta tentación, no puedo llevarles la contraria. Ellos mismos, detrás de su eslogan, son el ejemplo viviente de lo que anuncia. Toda vida es vivida. Incluso la que es arrojada sin piedad al estercolero mas repugnante. Toda vida necesita eslóganes detrás de los que guarecerse de sus propios vicios y virtudes. Desde "el ora et labora" de los benedictinos, hasta el "hay que vivir peligrosamente", pasando por el de "paz y amor" del movimiento hippy. Aunque a mi el eslogan que mas pone es el de: "la vida es corta y llena de mierda como el palo de un gallinero". Pero a lo que nos convoca el narrador de “La muerte de Ivan Ilich” no es a hacer un intercambio de eslóganes psíquicos o sociológicos. A lo que nos convoca es a enfrentarnos a un dilema, que habita en la brecha a que me he referido antes. Hay cosas de nuestra vida (la muerte, por antonomasia, como su acontecimiento definitivo) que sabemos no pueden ser dichas, pero si escritas y leídas. Y, por tanto, compartidas. 

La negociación que el narrador establece con la muerte de Ilich, a diferencia de la ciencia médica que lucha por su superación, presenta la realidad de la vida en la novela como lo que no puede ser fuera de ella, como un prodigio de su plenitud. Poniéndose por encima, así, de la indiferencia de médicos, familiares y amigos - y de todos aquellos lectores - que optan por esa estrategia de defensa ante la toma de conciencia de nuestra insignificancia, y que el dolor y las palabras de Ivan Ilich no deja de mostrarnos. Indiferencia, que Ilich lo llama mentira - el tormento de esa red de mentiras que van tejiendo a su alrededor médicos, familiares y amigos -, y que consiste en distraerse pensando en otra cosa, y seguir viviendo como si fueramos inmortales o animales. En fin, la misma mentira con que reaccionamos ante estos asuntos la inmensa mayoría de las personas, detrás de nuestros eslóganes. Veamos un ejemplo en el siguiente párrafo, en el que Ilich visita a un médico.

- No. Tú exageras – decía Praskovya Fyodorovna.
- ¿Cómo que exagero? ¿Es que no ves que es un muerto? Mírale a los ojos... no hay luz en ellos. ¿Pero qué es lo que tiene?
- Nadie lo sabe. Nikolayev (que era otro médico) dijo algo, pero no sé lo que es. Y Leschetitski (otro galeno famoso) dijo lo contrario...
        Ivan Ilich se apartó de allí, fue a su habitación, se acostó y se puso a pensar: ‘El riñon, un riñón flotante’. Recordó todo lo que le habían dicho los médicos: cómo se desprende el riñón y se desplaza de un lado para otro. Y a fuerza de imaginación trató de apresar ese riñón, sujetarlo y dejarlo fijo en un sitio; ‘y es tan poco - se decía – lo que se necesita para ello. No. Iré una vez más a ver a Pyotr Ivanovich’ (éste era el amigo cuyo amigo era médico). Tiró de la campanilla, pidió el coche y se aprestó a salir.
- ¿A dónde vas Jean? – preguntó su mujer con expresión especialmente triste y acento insólitamente bondadoso.
        Ese acento insólitamente bondadoso le irritó. Él la miró sombriamente.
- Debo ir a ver a Pyotr Ivanovich.
        Fue a casa de Pyor Ivanovich y, acompañado de éste, fue a ver a su amigo el médico. Lo encontraron en casa e Ivan Ilich habló largamente con él.
        Repasando los detalles anatómicos y fisiológicos de lo que, en opinión del médico, ocurría en su cuerpo, Ivan Ilich lo comprendió todo.
        Había una cosa, una cosa pequeña, en el apéndice vermiforme. Todo eso podría remediarse. Estimulando la energía de un órgano y frenando la actividad de otro se produciría una basorción y todo quedaría resuelto.”