Lamentablemente los horrores del siglo XX para la mayoría de los lectores de hoy ya no existen. Los horrores del siglo pasado puede que hayan existido, porque así lo dicen los libros, los documentales y las tertulias, pero para los lectores actuales son agua pasada. No vivimos, según ellos, sobre las ruinas del continente y sobre las tumbas que dan cobijo a los huesos de millones y millones de muertos. Sencillamente vivimos bien donde vivimos, aunque los bancos y sus cómplices nos quieren amargar la existencia. La literalidad más contundente se impone en la mirada de estos lectores. Según ellos Isaac Bumenfled, protagonista y narrador de la novela de Wagenstein, es un pobre sastre que nació en el sitio y en la época equivocados. Ni siquiera vi intención de acompañarlo cínicamente en el sentimiento. Esa frase mediante la que, los que se creen vivos o protegidos frente a las calamidades, muestran su alegría delante de los muertos o los dolientes.
La literalidad es la gran enfermedad de la lectura, como el infantilismo lo es de la vida adulta. De hecho son relatos paralelos que se alimentan y se protegen mutuamente. Es el sino de los tiempos actuales. Frente a la complejidad y los horrores del mundo, que nuestra codicia en libertad han dejado al descubierto, sacamos a pasear El Niño que llevamos dentro. El único ser que es capaz de solapar realidad y ficción, y no tener sentimiento de culpa por ello, ya que esa es su auténtica identidad. ¿En qué quedamos? ¿Para qué queremos entonces ser libres? ¿Para qué queremos la democracia? ¿Para qué queremos, como dijo Kant, alcanzar la mayoría de edad? Mejor, todo buen siervo anhela un buen señor. Para este viaje no hacían falta semejantes alforjas, y, sobre todo, no hacía falta tanta palabrería demagógica que hemos producido durante los últimos cuatrocientos años a cuenta de la libertad y la dignidad humana. El ser humano no quiere ser libre, ni digno. Ahora ya sabemos que a lo único a que aspira es a ser rico. Por eso está tan enconado con los bancos, porque no le dejan comprar tantos juguetes y sonajeros como antes. No puede existir si ellos a su lado, por ello se consume en sus propias rabietas y decepciones.
Que, de repente, aparezca en nuestras vidas una figura como Isaac Blumenfeld son ganas de molestar al contribuyente infantil. Alguien dijo: a este sastre los que le pasa es que está enfadado. Talmente, como los niños ven a los adultos. Siempre enfadados de aquí para allá. Siempre mohínos sin saber por qué. La literalidad nos ciega, la literalidad nos mata. Pero las metáforas, como medio de acceder a la verdad, nos desconciertan, nos aturullan y, en última instancia, nos acojonan. ¿Cansancio?, ¿aburrimiento?, como diagnostica el coreano berlinés Han. ¿No salir de casa?, como dictaminó Pascal. ¿Qué hacer para manejar esta colosal guardería en que hemos convertido el mundo occidental, y especialmente esta país? Han no lo expone, pero, quizá, como buen lector de Heidegger si lo sepa. Miedo. Miedo a que El Niño con que nos representamos se canse de nuestros enfados y veleidades, y nos abandone. Miedo a la muerte como definitiva posibilidad de la vida. Y miedo a que entonces aparezca con toda su intensidad el horror que forma el suelo donde pisamos, que es el mismo que piso Blumenfeld durante su peripecia europea concentracionaria. Porque el horror no es cosa del pasado, ni del futuro, el horror sucede siempre. Es el magma donde se funda y se funde toda comunidad humana. Cómo entender, sino, que tipos tan cultos fueran capaces de tamañas barbaridades. Y llamo cultos a los nazis alemanes (holocausto), a los soviéticos (gulag) y los norteamericanos (bombas atómicas sobre Japón), tres cosmovisiones del mismo espíritu humano, causantes de la mayor convocatoria simultánea de maldad jamás antes experimentada por la humanidad. De eso nos quiere advertir, "amablemente", el sastre errante. Y que todos los sonajeros, performances políticas y sociales que nos inventamos para distraernos, son máscaras para ocultar nuestra verdadera procedencia e identidad. Pero, sin embargo - nada más lejos de estar enfadado - Blumenfeld al final nos invita a seguir viviendo. Y, además, nos desea las buenas noches al despedirse. Ahora bien, ¿qué tipo de humanidad nos va acompañar en ese seguir viviendo que nos propone el protagonista? ¿Caminando, como hasta ahora, surfeando encima de la falsa luz, o metidos de coz y hoz dentro de la inabarcable e imprevisible obscuridad? (buenas noches, no buenos días) ¿Es concebible una humanidad, al fin, sin sonajeros políticos, ni perfomances sociales, es decir, una humanidad sin máscaras que oculten lo que realmente somos? Es conveniente enfrentarnos a estas preguntas para saber que terreno pisamos. Para saber que camino escogemos. Qué destino imaginamos para nosotros. Y cual para darle en herencia a nuestros hijos. Silencios y caras de aliño.
Mirando al horror cara a cara. Sin olvidar nada ni a nadie, pero sin poner acritud sobre nada ni sobre nadie. Con agudo y penetrante sentido irónico de la existencia, Isaac Blumenfeld nos entrega para su lectura las palabras que lo han humanizado de nuevo. Y los lectores, al leerlas con atención, no hacemos otra cosa que renovar la nuestra. Este es el verdadero sentido de esta lectura. Esa es la luz que precipita sobre lo que ya sabíamos por los datos generalistas de la historia y los documentales. Una luz única e irreductible a la ganga abstracta. La luz que pone la voz de un hombre irrepetible, Isaac Blumenfeld. Irrepetible como lo somos cada uno de los lectores que le escuchamos.
Y es por ello que sí, efectivamente, renovamos también nuestra humanidad, sabiendo que junto a las quimeras políticas y sus inevitables performances sociales - la acción de todas ellas tiene un alcance de efectos únicamente reactivos, como la mano que se aparta del fuego, o la defensa se coloca frente al ataque -, y su más que previsible y reiterada voluntad deshumanizadora - después de aquella devastadora confluencia a tres bandas del Mal, el Diablo se ha adueñado para siempre del Mundo, como vieron parcialmente Serenus Zeitbloom en Doctor Fausto y Stephan Zweig al final de su vida, ¡qué podemos esperar! - no debemos prescindir de nuestras propias experiencias creativas. En nuestro caso, de nuestras experiencias lectoras compartidas. La única posibilidad de esa constante renovación de nuestra humanidad a la que estamos, desde entonces, ineludiblemente interpelados y convocados.