miércoles, 9 de diciembre de 2015

EL SUEÑO DE LA ALDEA DING, novela de Yan Lianke

Contra lo público o contra lo privado, por la izquierda o por la derecha, en el centro o en la periferia, hacia adelante o hacia atrás, entre ricos o manirotos, mas cansados que aburridos, o al revés, camino del norte o del sur, trepando a lo alto o hundiéndome en lo mas hondo, con la piel banca o negra, en versión yanki o piel roja, nos matamos en la Luna o en Marte,  etc. etc. Esas peleas de gallos en un Ok corral ya inexistente, y que mi obcecada forma de pensar occidental sigue empeñada en hacerlos existir de manera fatalmente irreconciliables. ¡Qué desaparezcan los bancos y que deje de haber hambrientos! ¿Cómo puede ser que, mientras camino por la aldea Ding, todavía me venga este eructo? ¿Cómo es que todavía tenga dispuesta en el disparedero de la boca, para estos casos, alguna de estas palabras tapadera: incoherente, insolidario, injusto, ...? ¿No será que no acepto, como siempre me dijo mi madre, que la enfermedad y sus pústulas son los auténticos emisarios de la muerte? ¿Y que la felicidad es un salto desesperado, dentro de un presente absoluto, hacia un futuro inexistente? En fin, esos "cuentos chinos" que nos contamos los occidentales: tirando de la vida de espaldas a la muerte, podemos. De verdad, ¿nosotros siempre podemos? Estamos tan acostumbrados a aceptar que nuestra vida solo puede llegar a ser como la disfracemos, que llegado el caso podemos. Pero ¿qué? Cumpliendo ese fatal precepto, podemos cambiar de disfraz. Únicamente. Eso es lo que hacemos mientras decimos que vivimos.

Con estos mimbres hechos pensamiento horroroso, endurecido hasta que el cerebro se ha hecho cráneo, ¿cómo se puede leer este sueño de la aldea Ding? ¿Puedo ser tan descarado como para pensar que el abuelo Ding ignora la racionalidad científica y empírica de la ciudad o menosprecia su eficacia? ¿O es que más bien le otorga un valor básicamente instrumental, por debajo de otras formas de racionalidad que son las que mueven esta novela de tan difícil acceso emocional para un lector occidental como yo? Muy limitado en este tipo de sentimentalidad, me cuesta mucho hacerme un hueco en la mía. Y ahí radica, sin embargo, todo el esfuerzo que debo hacer con mi lectura. Hacerle un hueco en mi cerebro y mi corazón al abuelo Ding y su parentela.

¿Por qué he de hacerlo? Porque el abuelo no es del mundo donde existo, pero si noto que es la fuerza, el valor y el coraje que falta a ese mundo. ¿Ausencia de algo y alguien, que en otro tiempo estuvieron? ¿O cómo algo o alguien que no existieron nunca? No lo sé. Fui de los que ya vivieron la juventud con una falta de respeto a la voz de la experiencia paterna. Lo viejuno se llama hoy a esta  conducta, en su fase mas espantosamente totalitaria. También es cierto que la doctrina del Vaticano, o las diferentes iglesias laicas occidentales, no son la de Confucio. Pero si pienso, mientras voy leyendo, que a mi mundo le sobran expertos y técnicos, que rápidamente se habrían personado en el lugar de los hechos dando soluciones y recetas, detrás de sus mascarillas y delante de las cámaras de TV. La salud es lo natural. La enfermedad es un error absurdo de una vida torcida, que hay que erradicar. Sin la presencia de los expertos y técnicos, sin las autoridades sanitarias vendiendo salud, he tenido que luchar contra mi insistente pregunta: ¿por qué no llega nadie del Ministerio chino del ramo? Al final he acabado aceptando que narrativamente es conveniente que no estén, y, lo mejor, que no hace falta que vengan. La aldea Ding acaba rehaciéndose sin su presencia. Lo que nos cuenta el narrador - muerto por envenenamiento, y enterrado detrás de la pared de la habitación de su abuelo - desde ese lugar tan extraño es otra cosa, y esos burócratas despiadados iban a desviar mi atención lectora contra el Partido Comunista Chino o la cantinela de la Injusticia en el Mundo. 


Me intento adaptar con dificultad a lo que se me muestra sin ningún tipo de aspavientos: que la enfermedad es una de las formas posibles de la vida. Y que la muerte no es su relevo definitivo. ¿Es ese lugar, ignoto para mi, desde donde cuenta el narrador y que garantiza su autoridad? O dicho de otra manera, ¿la muerte otorga a su mirada toda la verosimilitud y fuerza, que se nota en como dibuja a los diferentes personajes que aún están vivos? Entonces, ¿a qué llamo vida, y a que llamo yo muerte? Según nuestra civilización, definitivamente sin garantías de nada, tampoco las hay de que haya vida después de la muerte. De acuerdo. Pero de igual modo, ¿hay garantías de que haya vida antes de la muerte? ¿Qué es eso del Vacío o la Nada? ¿Antes de morir o después de que se acabe la vida? Lo que hoy llamamos seres humanos vivos, ¿no habitan muchos de ellos dentro de un ataúd? Que la muerte acaba con las posibilidades de la vida, ¿es una convención mas en este mundo occidental sin garantías? Frente a este dilema, me cuesta mucho discernir de donde le viene al narrador la autoridad que tiene sobre lo que me cuenta. Pero siento que la tiene, aunque no me llegue con todo su poderío y firmeza. Pero la tensión que me produce tal carencia si me vale para descartar definitivamente de mi horizonte lector la presencia de los expertos y los técnicos, de los vendedores de salud. Ya es algo. Estoy frente a una voz fuera de la vida con autoridad para construir un espacio narrativo habitable dentro de la vida. Un espacio y una voz que me sugiere que una casa es ese lugar donde nos morimos todos los días, y que un ataúd es el lugar donde nos mudamos después de que hemos muerto el último día, ¿aunque no para siempre? Por tanto, una casa es semejante a un ataúd, al igual que su ornamentación interior. Un espacio y una voz que me habla del amor como el relevo del dolor. Y viceversa. Como la noche releva al día, y la primavera al invierno. Sin aspavientos publicitarios. Si no tengo garantías de que haya vida después de la muerte, ni vida antes de la muerte, ¿quien soy yo para sospechar de lo que me cuenta este narrador? Todas las garantías de que su voz tiene autoridad para contar las vidas que cuenta, frente a una actitud lectora como la mía, sin garantías de mi propia vida.

El caso es que después  de arrastrarme por la aldea Ding con mis opuestos irreconciliables a cuestas, con ese saber condicionado por su lenguaje y la forma de pensar occidental, que no me sirve para nada entre los Ding, se me echa encima, sin previo aviso, la escena del estacazo final que el abuelo le sacude a su hijo, dejándolo muerto en el acto encima de un charco de sangre. Una iluminación impremeditada sobre todo lo que había leído hasta ese momento. Un impulso que consigue, cuando ya había perdido toda esperanza, elevarme sobre el polvo reseco de la aldea, sobre sus vivos con sus póstulas y sobre sus muertos y sus ataúdes. Un estacazo que simboliza y resume el ámbito de lo que podemos experimentar de la vida si le quitamos de encima las toneladas de retórica que le hemos ido poniendo encima. Un estacazo que hace descansar al abuelo, y al lector aceptar al final su compañía.