Lo más conmovedor, quiero decir, lo que me incita moverme, a seguir el hálito de las palabras de “La cripta de invierno”, es el trenzado continuado que teje el narrador entre lo literal y lo metafórico. Sin que se noten las costuras. Sin que sea posible diferenciar de forma independiente lo uno de lo otro: ni una sola molécula se diferencia de un pensamiento, como dice él mismo. Todo es literal porque todo es metafórico. Y al revés.
A los lectores modernos, tan neutros, que hemos sido culturizados y alfabetizados bajo el imperativo de la demostración científica y el uso indiscriminado de la tecnología, puede que nos cueste leer así. Acostumbrados a las dualidades excluyentes y a tener una máquina a nuestro lado. A negar lo antiguo para que triunfe rápido lo nuevo, glorioso y en lo mas alto. A que la vida, y sus relatos, apunten con determinación hacia adelante, hasta que en el horizonte suceda lo que soñamos y que, claro está, nos merecemos. Acostumbrados a eso, digo, nos cuesta relacionarnos con lo que es uno y, aparentemente - solo aparentemente -, su contrario. Nos cuesta tratar con esas cosas o sentimientos que nunca suceden, pero que lo abrazan todo porque están ahí desde siempre.
Siendo ingeniero uno de los protagonistas, su itinerario vital, aunque se inicia en Egipto, no es, para entendernos, el de Indiana Jones. Desde la primera línea el lenguaje de los ingenieros se funde, y se confunde, con el lenguaje de que está hecho el camino que emprende. A través del cual su constructor, el narrador, nos invita a acompañarlo. Lo coyuntural queda absorbido, así, por lo permanente. Cada demolición tiene el eco de su reconstrucción en algún rincón de las distintas etapas del camino. Y como le dice Lucjan a Jean: ese deseo intermitente determina su valor, ya que todo lo que existe lo hace gracias a la pérdida.
¿Qué más podemos pedir, quienes hemos hecho del consumo diario una arma de destrucción masiva y de construcción de basureros inservibles?
“Generadores iluminaban el templo. Una escena de espantosa devastación. Cuerpos que yacían expuestos, miembros esparcidos formando ángulos horrendos. Todos los reyes decapitados, cada cuello privilegiado sesgado por pequeñas hachas de filo diamantino, torsos orgullosos desmenbrados por motosierras, perforadoras y cizallas. Anchas frentes de piedra sujetas por barras de acero y un mortero elaborado a partir de resina epoxi. Avery miraba a los hombres desaparecer hacia el interior del pliegue de una real oreja, o perder un zapato en una nariz soberana, o quedarse dormidos a la sombra de un mohín imperial.
Los obreros trabajaban ocho horas, dividiendo la jornada en tres turnos. Por la noche Avery se sentaba en la cubierta de la casa flotante y volvía a calcular cuánto crecía la tensión en la roca que iba quedando; reevaluaba lo acertado que había sido cada corte, las zonas de fragilidad y las nuevas fuerzas de presión que se creaban a medida que, tonelada a tonelada, el templo iba desapareciendo."
Pone broche el narrador a este inicio de su historia, unos párrafos después, con las palabras siguientes.
“Solo su esposa lo comprendía: de alguna manera, bajo las perforadoras se iba escapando lo sagrado, bombeado por el continuo desagüe de aguas subterráneas, pronto aplastado por las gigantescas cúpulas de cemento; para cuando Abu Simbel fuera al fin erigido nuevamente ya no sería un templo.
El río se movía, lento y vivo por la arena, una vena azul discurriendo por un pálido antebrazo, fluyendo de la muñeca al codo. La mesa de Avery estaba en cubierta; cuando trabajaba hasta tarde, Jean se despertaba e iba junto a él. Él se ponía en pie, y ella no le soltaba, colgada de su propio abrazo.
- Calcúlame a mí – decía.”