miércoles, 2 de diciembre de 2015

EL FRANCOTIRADOR, película de Clint Eastwood

Pienso que un lector o un espectador son, y siempre han sido, eminentemente seres sensibles e inteligentes. Todo junto y al mismo tiempo. Sólo sensibles son el resto de los seres vivos. Es decir, un lector y un espectador tienen conciencia de que están vivos y de que se van a morir. El clasicismo organiza sus relatos teniendo en cuenta tanto la sensibilidad y la inteligencia como la propaganda religiosa o política. Lo permanente y lo fluctuante. La fe y la razón por un lado y el poder por el otro. 

Tardé mas de media hora en entrar en la peli de Eastwood. La guerra. Mira que veo y reveo con satisfacción renovada las pelis de John Ford, maestro de maestros en esto de combinar sin despeinarse sensibilidad, inteligencia y moral-propaganda. Mira que ya sé, y no me importa, el trato que da, por ejemplo, a los indios. O como convierte en un tipo heroico al mas canalla e imaginativo de los militares norteamericanos del siglo XIX, George Custer. Mira que...Pues perdí media hora tratando de colocarme delante del dilema del francotirador. Como si quitar de en medio a quien te amenaza, o amenaza a los tuyos, fuera una cuestión sólo de la guerra. Como si la supervivencia diaria no fuese en tiempo de paz lo "mismo" que en tiempo de guerra. Como si ser francotirador no fuera semejante a ser bombero, o enfermero, o parecido a lo que hace tanta gente que ha tratado, trata y tratará siempre de salvar y proteger a los suyos. Como si el francotirador, la mujer o el niño yihadistas no estuvieran haciendo lo mismo. Algo tan antiguo como para pensar que la vida sin ello no sería posible como la conocemos. Esta falta de perspectiva, que también se llama ceguera, en mi caso creo que tiene que ver con ese valor absoluto que le sigo, le seguimos, dando a la moral de la política, procurando que nada tenga que ver con ese otro absoluto que es la guerra. Como si la guerra es cosa de los malos y la política lo fuera de los buenos. 

Unos absolutos que juegan sus cartas con otros absolutos en el mismo casino. Donde la barbarie de la guerra se mira a la cara con la barbarie de la cultura en tiempos de paz. Ahora también lo sé desde que me lo enseñó Walter Benjamin. La política da de sí lo que puede, no es ilimitado su campo de intervención en los asuntos colectivos. A partir de esa frontera entra en acción la economía, en el mejor de los casos, y, en el peor la guerra. En cada tiempo y lugar todo dependerá de la correlación de fuerzas que ponga en juego la peligrosidad de unos hombres para con otros, ya se entienda ésta en sentido fuerte o en uno más débil que admita, cuando menos, la tendencia irreprimible de los seres humanos a abusar de su poder. 

El caso es que cuando vi a Chris Kyle como lo que es, un trabajador de la guerra, no en la guerra, que se toma en serio su trabajo, todo empezó a funcionar en su sitio. Y empecé a "disfrutar" de la guerra de Kyle, sin tener que ir a esa guerra. Igual como me gusta disfrutar de las habilidades de los bomberos o de los profesionales de otras actividades de riesgo. Y es que uno sólo tiene las habilidades que tiene, y son poco arriesgadas. Porque el "valor" de la peli de Estswood es desmitificar el significado de la guerra como algo diferente y opuesto al de la política, la economía y la paz. Entonces, como todo trabajador que pone demasiado celo en su trabajo, Kyle se estresa, se angustia, se desespera. Vela y se desvela por los intereses de la empresa que le paga. Pone en peligro su frágil estabilidad emocional y la de su familia. Ya que, como el ejecutivo de JP Morgan o el político profesional, pasa muchas horas fuera de casa. Y siempre tiene los asuntos del trabajo en la cabeza.Y su mujer lo acusa, y se lo reprocha. Y los hijos también. Al final, como todo buen trabajador, recibe los honores de quien lo ha contratado. 

Y es que la guerra, como los actos terroristas indiscriminados en las ciudades occidentales, han vuelto con brío a formar parte de nuestra vida a este lado del paraíso, como los desahucios, los vaivenes de la prima de riesgo, la muerte imprevista de los amigos, el impago de la deuda soberana, etc. Un paraíso en el que los propagandistas de la banalidad del bien nos han querido convencer, durante los últimos años, que eran males del pasado. No obstante, ya sabemos que todo puede pasar en cualquier sitio. Que cualquier cielo se puede convertir en un infierno en un solo día. Contra lo que digan los físicos, el pasado siempre vuelve, porque no se ha ido nunca. Lo que no llegará nunca es el futuro, tal y como hasta ahora lo hemos imaginado. Eastwood nos vuelve a advertir sobre la inevitabilidad de lo que es de sentido común adulto.