miércoles, 30 de diciembre de 2015

A LOS LECTORES QUE SE VAN A MORIR

¿Es una impertinencia ese destino que le recuerdo a los lectores? ¿Es necesario para evitar equívocos con los lectores que son inmortales? ¿Es útil para saber discernir desde donde hemos leído la novela? ¿Es un recordatorio de mal gusto, ya que, como todo el mundo sabe, cuando decimos que nos vamos a morir queremos decir exactamente eso? Merecemos existir, sí, pero ¿esa es la prueba irrefutable de que no deberíamos morir, como repite Ivan Ilich? ¿O es al revés? ¿La muerte es la confirmación definitiva del merecimiento de nuestra vida? ¿O abro con esa dedicatoria una línea de conocimiento y, por tanto, un camino en el que nos podemos encontrar todos los lectores de la novela de Lev Tolstoi? ¿Un camino en el que hay cosas que aprender? Por ejemplo, a quitarnos de encima el miedo y ahorrarnos dolor. Miedo y dolor que atenaza a Iván Ilich, a medida que pasan los dias. Antes que por la enfermedad por la perplejidad que le produce observar cómo y por qué le adviene la muerte. A él que había llevado una vida con todo su merecimiento firmemente demostrado. En fin, ¿un camino qué es una búsqueda?

El caso es que como todos los lectores de La muerte de Iván Ilich se habrán dado cuenta (tanto los que se van a morir como los que no), lo que nos quiere decir el narrador con su relato, es que no hace falta que nos abrace con sus garras un cáncer de estómago para que se nos presente la oportunidad de empezar a darnos cuenta de los descubrimientos que hace el protagonista principal de la novela. No hace falta, para entendernos, padecer cáncer o haberlo padecido y pertenecer a una Asociacion de Cancerosos Anónimos, para poder hablar de ese experiencia. Y sin embargo tengo serios temores, y temblores, de que podamos pensar así. Y el problema es que no tenemos un cáncer que poder inocularnos para que podamos compartir y comprometernos, con conocimiento de causa (¿?), con lo que dice y hace el señor Ivan Ilich. Lo tenemos que hacer, de eso se trata, sanos y en perfecto estado de nuestras facultades sensibles y racionales.

¿Cómo podemos compartir y comprometernos con lo que el narrador pone a nuestra disposición: la vida de Ivan Ilich en relación a su propia muerte, enfermedad mediante? ¿Cómo sin ser enfermos en estado terminal, siendo sólo lectores que se van a morir, que es lo que en realidad somos al decidir escucharle? Mediante el lenguaje. La capacidad de compartir y de comprometernos con el lenguaje que emplea el narrador, mediante el lenguaje que nosotros seamos capaces de imaginar al leer sus palabras, es la única garantía de que los seres construidos con esas palabras - el propio Narrador, Ilich y los demás personajes son solo eso -,  alcancen la existencia, es decir, la mirada de los seres de carne y hueso, o sea, de nosotros como lectores. La comunicación humana, y la narrativa como un modo de esa comunicación, no permite la existencia en sí, sino la existencia entre los otros. Esto es ser real.

Si, muy bien. Pero la pregunta sigue ahí¿cómo? Cambiando de conversación, cambiando nuestra forma de usar las palabras. Haciendo de ese uso una forma de conocimiento que nos sirva para aprender a morir, para saber discernir lo que podemos saber de aquello que no sabremos nunca. Dicho de otra manera, evitando que todo lo que hagamos, hablemos, leamos o escribamos sean acciones para poner nuestra vida a resguardo de la muerte. Como ha hecho Ivan Ilich. Éste lo intuye de forma discreta, pero memorable, - como hace a lo largo de toda la novela - en uno de esos momentos de lucidez en que va descubriendo que su vida solo ha sido como la ha disfrazado. Se da cuenta, entonces, de que ha sido un precepto que ha cumplido de manera irreductible. Peligrosa y fatalmente irreductible.

"Fyodor Petrovich preguntó a Ivan Ilich si había visto alguna vez a Sarah Bernhardt. Ivan Ilich no entendió al principio lo que se le peguntaba, pero luego contestó:
- No. ¿Usted la ha visto ya?
- Si, en Adrienne Lecouvreur.
        Praskovya Fyodorovna agregó que había estado especialmente bien es ese papel. La hija dijo que no. Inicióse una conversación acerca de la elegancia y el realismo del trabajo de la actriz  una conversación que es siempre la misma.
        En medio de la conversación Fyodor Petrovich miró a Ivan Ilich y quedó callado. Los otros le miraron a su vez y también guardaron silencio. Ivan Ilich miraba delante de sí con ojos brillantes, evidentemente indignado con los visitantes. Era preciso rectificar aquello, pero imposible hacerlo. Había que romper ese silencio de algún modo, pero nadie se atrevía a intentarlo. Les aterraba que de pronto se esfumase la mentira convencional y quedase claro lo que ocurría de verdad. Liza fue la primera en decidirse y rompió el silencio, pero al querer disimular lo que todos sentían se fue de la lengua.
- Pues bien, si vamos a ir ya es hora de que lo hagamos - dijo mirando su reloj , regalo de su padre, y con una tenue y significativa sonrisa al joven Fyodor Petrovich, acerca de algo que sólo ambos sabían, se levantó haciendo crujir la tela de su vestido.
       Todos se levantaron, se despidieron y se fueron.
       Cuando hubieron salido le pareció a Iván Ilich que se sentía mejor: ya que no había mentira porque se había ido con ellos, pero se quedaba el dolor y el mismo terror de siempre, ni mas ni menos penoso que antes. Todo era peor.
       Una vez más los minutos se sudecían uno tras otro, las horas una tras otra. Todo seguía lo mismo, todo sin cesar. Y lo más terrible de todo era el fin inevitable."

En una existencia llena solo de vida, nos viene a decir Ilich, narrador mediante, todo es siempre lo mismo, porque siempre se siente y se habla de la misma manera. Únicamente el concurso de la muerte nos permite observarla en toda su plenitud y significado. E imaginar las palabras que le convienen a las modificaciones de su textura y su relieve.