DIECISÉIS POR CIENTO
La primera jornada propiamente ciclista tenía como destino el pueblo de Colmberg, con una salida de Rothenburg verdaderamente empinada. La percepción que tenía de la cuesta únicamente se debía a la guía de todo el recorrido, que había comprado unos meses antes de iniciar el viaje. Es una guía de edición alemana y en ella señalan los tramos en subida con una flecha si el porcentaje de la pendiente es moderado, y con dos flechas si el porcentaje es exigente o muy exigente. Hasta aquí, y de forma simbólica, todo lo que sabía de la cuesta que me esperaba a los cuatro o cinco kilómetros de salir de la ciudad de Rothenburg. Pero el símbolo cumplió su función en la representación que me hice y me condicionó el estado de ánimo de las horas previas. Esto si viajo en coche o trasporte público, como puedes imaginar, no sucede nunca. No forma parte del conjunto de percepciones que te salen al camino. Si me dejaba guiar por otras experiencias ciclistas, dos fechas dibujadas sobre la línea de la guía vendría a ser un porcentaje de pendiente entre el 10% y el 14%. Dependiendo de mi estado de forma física y mental, esos porcentajes funcionan a su aire en mi cabeza y se convierten en diferentes formas de preocupación o angustia, si no los controlo con firmeza. En el caso que me ocupa he de confesar que no lo conseguí, mentalmente desbordado como estaba por el mal estado de forma física con que llegué al día de empezar la ruta organizada. Aunque este año no había hecho muchos kilómetros en los meses anteriores a la cita con el Altmühl, eso que en el argot se dice hacer culo y espalda, debería saber, como todo ciclista sabe, que por el hecho de dar pedales la condición de peatón no desparece, la lleva uno consigo allá donde vaya. Eso quiere decir, sencillamente, que si las piernas no dan de si, lo que procede es echar cuerpo a tierra y a caminar. Aunque esta acción parezca no tener ninguna dificultad mecánica, sin embargo los porcentajes de pendiente descritos ya estaban haciendo su trabajo, desde la noche anterior, en el lado no inmaterial e invisible que me acompañaba en toda esta aventura ciclista, y que es la otra parte que me alienta junto a la meramente física a dar pedales. No como mera fusión, al estilo gastronómico u otras modas, sino como una extraña combustión que, al final, se traslada a las piernas y de las piernas, por decirlo así, al alma del ciclista. Los cinco kilómetros que me separaban de las primeras rampas de la cuesta de marras me vinieron bien para calentar las piernas, eso fui pensado, pero no tanto como para intentar sacar a mi ánimo de su aturdimiento. Pronto me di cuenta que lo de las dos flechas dibujadas sobre el mapa iba en serio, aquella carretera se empinaba de forma inclemente y las primeras tentaciones de poner pie a tierra no tardaron en dejarse notar a la altura de las sienes que es donde primero se manifiestan. De repente, al alzar la cabeza y volver la vista hacia atrás, descubrí la presencia de otro ciclista tratando de subir por la misma carretera, lo cual me hizo cobrar conciencia de mi terrible soledad, la soledad esa si no necesita de las inmensidades del océano o del desierto, más bien acontece cuando uno menos se lo espera, sencillamente porque la soledad es una cuestión de nuestros interiores nunca de la exterioridad del mundo. Así que decidí esperar a mi a acompañante inesperado, con la intención de que su cercana presencia me haría más llevadero el esfuerzo hasta el final de la subida, que de momento no se apercibía en las siguientes curvas. Esta clase de esperanzas inútiles me aparecen con bastante frecuencia en este tipo de recorridos ciclistas. Algún amigo me ha dicho con frecuencia que son como derivaciones expresivas de mi carácter optimista, aunque mi mujer me dice que son los desechos de mis propias derrotas, que ese carácter optimista se niega a reconocer que produce. Lo cierto fue que no habrían pasado ni dos minutos desde que observé que el otro ciclista me seguía cuando, al volver la vista hacia atrás, comprobé que ya se había bajado de la bicicleta. Fue más que suficiente para que de inmediato yo hiciera lo mismo. La esperanza se había esfumado con la misma celeridad que apareció, mostrando así la aridez de su inutilidad. Así que me puse a empujar la bici sin mirar lo que estaba haciendo el otro, que di por supuesto que estaba haciendo lo mismo que yo. Empujar la bici tenía algo de humillación, un sentimiento que corrió paralelo al de la esperanza inútil que me formé al ver al ciclista amigo, de donde deduje, mientras empujaba la bic, que tal vez mi mujer tenga razón en su insistente advertencia. Después de quince o veinte minutos llegué a donde se acababa la subida, y casi al mismo tiempo llegó mi ocasional compañero que, después de saludarme cordialmente, me pidió información del punto exacto de la ruta donde nos encontrábamos. Mientras buscaba la guía en las alforjas, mire el cartel que anunciaba la pendiente que acabamos de subir empujando la bici. El dieciséis por ciento. Le di la información y el, agradecido, me propuso comer juntos en una taberna que estaba enfrente de donde estábamos cambiando información e impresiones de la subida. Sin pensármelo dos veces le dije que si