lunes, 9 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 3

ROTHENBURG
El viaje en tren hasta Rothenburg no estuvo exento de percances no probables en los planes del viaje, pero si  perfectamente posibles. Hay otro traslado, además del que hice en tren que me llevó hasta la ciudad de Rothenburg para iniciar allí mi condición de ciclista durante diez o quince días. Me refiero al traslado que debo hacer entre mi habitual condición de peatón y la de ciclista. Es este un movimiento que no se ve, pues queda oculto o subsumido en el apabullante traslado de lo que se ve que no es otro, como puedes suponer, que el del cuerpo mismo con toda su impedimenta de ciclista todavía sobre las espaldas del peatón. Lo más parecido que se me ocurre a esta imagen mía, arrastrando los aperos del ciclista por las calles de la ciudad de Munich hacia el destino inicial de mi pequeña aventura en la ciudad de Rothenburg, es la del clásico cowboy arrastrando los suyos, tantas veces filmado en las películas del oeste, una vez que se ha separado de su caballo, bien porque después de una larga jornada cabalgando les toca a ambos descansar, bien porque ha perdido a aquel en cualquiera de los lances a los que todo jinete solitario se tiene que enfrentar en su andadura hacia cualquier sitio, viniendo como viene de cualquier sitio, apareciendo por unos instantes ante la cámara, y por tanto ante al espectador, como el ser humano más seguro y más desvalido, al mismo tiempo, que yo haya visto y sentido nunca, pues entiendo que esa imagen es la quinta esencia de la soledad y la fragilidad  más acertadas del sin sentido insaciable de que esta hecha nuestra existencia humana. El caso fue que después de subir al metro de Múnich, como puedes comprobar lo más alejado del desierto del cowboy, sufrí una caída en el vagón al dar el tren un frenazo inesperado que me cogió con una mano agarrando las alforjas y la otra hablando por teléfono. Antes de que pudiera reaccionar al parón del tren, me di de bruces contra el suelo del vagón, al no poder mantener el equilibrio después de la frenada. El resultado, en una hora de bastante ajetreo de viajeros, fue que me vi sentado en un asiento que alguien me ofreció generosamente al mismo tiempo que sentía un leve mareo, algo parecido a un corte de digestión o similar. El cowboy ciclista de medio día había caído por un leve frenazo del tren y, prácticamente, sentado en un vagón, ya no era nadie. Menos mal que la amabilidad de los ciudadanos muniqueses no se hizo esperar, y pronto a mi alrededor empecé a escuchar palabras y mohines de atención y preocupación respecto a cual era verdaderamente mi estado físico después de la aparatosa caída. Ante tan espontánea benevolencia fui mostrando mi agradecimiento como pude envuelto en el malestar del mareo y de unas ganas de vomitar que, afortunadamente, fueron remitiendo a medida que pasaban los minutos. Al final, antes de llegar a la parada que me correspondía logré recuperarme casi del todo, teniendo tiempo todavía de mostrar, una vez más, mi agradecimiento a una muniquesa que seguía porfiando sobre si mi estado de salud era el correcto. Al parecer, luego me enteré que al perder mi equilibrio con el frenazo del tren, me abalancé sobre ella y casi le hago perder el suyo. El cowboy de medio día logró al final recoger sus monturas, que es lo que llevaba encima cuando sucedió el percance del metro, y me enfilé hacia el ferrocarril que me llevaría hasta  Rothenburg, donde el cowboy de medio día llegó sano y salvo a primera hora de la tarde. Vale decir, que el cowboy de medio día llegó herido al lugar del inicio de la aventura ciclista el día anterior a su inicio. Herido no tanto en su condición física que, salvo un leve dolor de cervicales, el resto del mecano biológico parecía estar en su sitio, sino más bien herido en el aspecto espiritual o mental, que para montar en bici requiere también un perfecto estado de revista, por decirlo así, al menos ante uno mismo. Los demás te pueden detectar las ojeras o el ritmo lento de tus pedaladas, pero la heridas de la intimidad siguen siendo algo de difícil expresividad en forma de relación causa y efecto. Ciertamente, con el paso de las horas comprobé que los efectos de la caída en el metro no tenían físicamente algo que los delatara, pero yo sentía que no tenía ganas a la mañana siguiente de subirme a la bici y ponerme a dar pedales. Probablemente esta sea la diferencia entre un cowboy de medio día y aquellos cowboy que se hicieron leyenda en las películas legendarias del oeste, tal y como las recuerdo desde que las vi por primera vez en mi infancia (y cuando las vuelvo a ver de nuevo), iniciándome en ellas gracias al entusiasmo que mi padre le puso al asunto, como ferviente y fiel espectador de este tipo de cine, que en aquella época irrumpió en las chatas y grises pantallas españolas con toda la fuerza poética de las imágenes incomparables de un territorio ni siquiera abarcable por el continuo cabalgar de unos jinetes y unos caballos incansables e inasequibles al desaliento. La herida espiritual del metro de Múnich, digámoslo así, se vio restañada mediante el efecto balsámico imprevisto que me produjo, en el momento de la cena en la plaza de Rothenburg, el concierto de un cuarteto de cuerda al aire libre. A parte del excelente sonido de su música, me ayudó a reconciliarme con el descalabro emocional del metro muniqués la transformación en algo distinto, que me di cuenta se producía en los  turistas que se acercaban a escucharla. En algo, digamos, que me hacia verlos como creadores provisionales y efímeros.