viernes, 20 de septiembre de 2019

CRÓNICA DEL ALTMÜHL 10

EL LIMES
Aunque suelo preparar los viajes en bici con una cierta meticulosidad respecto a la vigencia de la historia que permanece oculta bajo los últimos ropajes y vestimentas de la geografía por donde pedaleo, que las autoridades del momento hayan tenido a bien darle, me alegra mucho encontrarme de repente, y sin previo aviso de ningún tipo, con un testimonio importante de la historia que no sabia que estuviese allí por donde paso. Los limes o fronteras que separaban el Imperio Romano de los pueblos bárbaros, digámoslo así según la nomenclatura del propio Imperio, son parte de mis acompañantes históricos desde que hace años me dediqué a seguir el cauce del río Danubio, desde su nacimiento cerca o en los alrededores de la selva negra hasta la ciudad de Budapest, el resto del cauce, hasta su desembocadura en el Mar Negro, todavía es territorio comanche para los ciclistas. Según citan los documentos históricos que he consultado, el Danubio fue la frontera por este lado oriental del Imperio, como el Rin lo fue por la parte más occidental. A lo largo del cauce del Danubio y sus afluentes hay bastantes testimonios fronterizos, que dan fe de aquellas estructuras de protección frente al enemigo externo. En la mayoría de los casos no son nada más que un puñado de piedras, algunas originales otras puestas ahí para reproducir la imagen que tenía la muralla en aquellos remotos años; estos restos siempre aparecen junto a un cartel explicativo en el que se ve una reproducción del conjunto defensivo, a veces en forma de ciudad a veces como un puesto de vigilancia avanzado. Los campesinos medievales, al descubrirlos muchos años después en medio de sus tierras de labranza, dieron su autoría al diablo. Ahora se sabe, las investigaciones científicas mediante, que no fue el diablo, sino los emperadores romanos: Augusto, Vespasiano, Adriano, Marco Aurelio y Cómodo, quienes los mandaron construir para separar la idea universal de dominio que representaba el Imperio del mundo que representaban los barbaros, a quienes ya no quisieron asimilar pero que empezaron a temer. Fue poco después de abandonar el hotel de Gunzenhausen, un pequeño pueblo donde pernocté en la etapa que tuvo su inicio en Ansbach, cuando me fijé por casualidad en un cartel que decía sobriamente limes Romano, indicando con una flecha hacia un bosque cercano. Me bajé de la bici y pregunté al dueño del bar cercano, si lo que anunciaba el cartel era correcto y lo que indicaba la fecha un sitio concreto. Me respondió afirmativamente, y me sugirió que podía dejar la bici en el aparcamiento del bar y subir andando. Mientras escribo estas líneas pienso que la creencia de los campesinos medievales tuvo más influencia en mí, en ese momento, que todas las certezas científicas que se han vertido después sobre la arquitectura de la construcción fronteriza romana, pues lo que estas nunca podrán aclarar es la razón última de su trazado y levantamiento. Decir que con el limes aquellos poderosos emperadores quisieron separar la universalidad del poder del Imperio Romano de la barbarie particular de cada una de las tribus que lo acosaban desde el otro lado de las murallas, es no decir nada, sobre todo si tenemos en cuenta que nosotros, los europeos de ahora, somos herederos directos de aquellos bárbaros no de los emperadores romanos. Por decirlo de otra manera, la universal gloriosa de estos nos ha llegado filtrada a través de la tosquedad particular de la barbarie de aquellos. No tenía duda que, a medida que me adentraba caminando en el bosque, está intuición se hacía más visible a cada paso. ¿En que medida el limes es un lugar fuera de la historia?, me pregunté nada más llegar al lugar que me había dicho el señor del bar, en el que un cartel anunciaba, con todo lujo de detalles, la antigua localización del limes mediante unas piedras o materiales que no disimulaban su vigente actualidad. Si una de las funciones de la historia concebida linealmente, como lo hace la ciencia dominante, es liberarnos del pasado como un pesado fardo para que podamos imaginar con más ligereza y libertad el futuro, entonces he de responder que el limes es un espacio fuera de la historia desde que los campesinos medievales creían que era una obra del diablo. Pues el diablo, como cualquier ser intermedio entre nuestra finitud y nuestro deseo insatisfecho de eternidad, no pertenece a la historia, que no es otra que nuestra propia historia como seres humanos. Visto así, me resulta más digerible que la grandiosidad del Imperio romano nos haya llegado casi intacta a través de la barbaridad de los pueblos germanos, que precisamente fueron los que acabaron con aquella, haciendo porosos e inútiles los sólidos limes de aquellos emperadores divinos. Espoleado por esas piedras actuales colocadas en medio del bosque, me acerqué, después de estar un rato reconciliándome con la sensación de extrañeza que me trasmitían, a la oficina de turismo con la intención de pedir información sobre el limes. Teniendo en cuenta la tecnología y eficacia alemana, como dudarlo ni un segundo, la funcionaria de la oficina de turismo me proporcionó una nutrida información sobre todas las rutas, que siguiendo el trazado de los antiguos limes romanos, el estado alemán tiene perfectamente señalizadas para recorrer tanto a pie como en bicicleta. Eso es la concreción práctica, pensé, de la fusión perfecta entre barbarie y civilización, que es la forma de manifestarse ante el mundo que tiene la cultura alemana.