martes, 25 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 17

LOS ÁNGELES 1
Si todo viaje, como el amor, es fundamentalmente un ejercicio de anticipación y recuerdo, es decir, un ejercicio de la imaginación a raudales, en el caso de la visita a la ciudad de Los Ángeles me cuesta mucho poner ese mecanismo inmaterial en marcha. Me cuesta anticiparme pues como bien dicen las guías que leí antes del viaje la característica principal de Los Ángeles es que no tiene puntos de referencia. No es, para entendernos, como cuando uno se acerca a Burgos o Narbona, que desde lejos ya observa la majestuosidad de sus respectivas catedrales. Y me cuesta recordar porque los únicos puntos de referencia que tiene son las autopistas. Después de abandonar San Francisco, la ciudad más europea de la costa oeste norteamericana, entro de nuevo, por decirlo así, en territorio comanche desconocido. Formando parte, como San Francisco, del camino real, la evolución de Los Ángeles ha sido completamente otra. Tampoco hace falta ser un experto en antropología urbana para deducir que ello se debe a la instalación a principios del siglo XX en su término municipal de la principal industria del cine: Hollywood. Todo en Los Ángeles gira y se ha desarrollado alrededor de esta sacrosanta palabra como un relato cinematográfico mas, cuyo sentido se encuentra vigilado como un faro por sus palabras encantadas: “hache, o, doble ele, y griega, doble uve, doble o y de”,  formando el cartel convenientemente situado en lo alto de una de las colinas que circundan a la ciudad. Uno de los lugares que, a pesar de que se divisa desde cualquier punto, el efecto loro de los turistas me alcanza y me comunica que he de ir a visitarlo lo más cerca posible. Como en Roma, Jerusalén, la Meca, el nuevo santuario de la sociedad moderna pide peregrinación. No vale con verlo, por ejemplo, desde lo alto del parque del Observatorio, tal vez la mejor vista,  y sentir al mismo tiempo la presencia (con foto incluida delante de su busto) de uno de los mitos de este nuevo Olimpo, James Dean, pues fue allí donde tiene lugar la última escena de Rebelde sin causa, la película que lo convirtió en un mito eterno. No basta con saber que esta ahí (eso ya lo sabe el loro del turista antes de salir de viaje), hay que subir hasta su área de influencia más próxima, donde no hay nada reseñable, donde nunca pasó nada, pero tengo el cartel casi al alcance de la mano. Así es la nueva fe de los que hemos sido  educados bajo la religión cinematográfica. Si he sabido seguir los indicadores de las autopistas para entrar y, una vez dentro, he subido al punto más próximo del cartel de Hollywood, ahora si, puedo asegurar que he llegado con pleno derecho de estancia a la ciudad de Los Angeles. Lo mejor entonces es comenzar por el principio, el núcleo antiguo de Nuestra Señora de Los Ángeles, antes de que todo fuera tan real como una película. Todavía conserva su traza colonial, a lo que ayuda que la mayoría de los peatones que me encuentro por la calle son de origen mejicano o suramericano, en un de cuyos restaurantes me siento a renovar las fuerzas perdidas por la adaptación. En el primer anillo de ampliación de la ciudad aparecen ya los edificios civiles del poder actual y la nueva catedral de Los Ángeles de la mano del arquitecto español Rafael Moneo. Wikipedia dice al respecto: 
“La Catedral reemplaza a una catedral anterior y de menor tamaño, la Catedral de Santa Vibiana, que fue dañada seriamente en el Terremoto de Northridge de 1994. Se estimó que las diversas reparaciones sobrepasarían los 180 millones de dólares. La diócesis concluyó que sería más apropiado construir una catedral nueva. El costo de una nueva catedral estimado por la Iglesia era de 150 millones, pero las contribuciones fueron más de lo que esperaban y todas las previsiones de la Iglesia se vieron sobrepasadas y el costo total fue 189.7 millones. Varios miembros de la religión católica no estuvieron de acuerdo con el nuevo diseño moderno para la catedral o en crear una iglesia nueva en total.
La catedral ocupa un área de 23.000 m² (5.6 acres) en la esquina de Temple y Grand Avenue en el Centro de Los Ángeles junto a la autopista 101. La dedicación tuvo lugar el 2 de septiembre de 2002. Juan Pablo II nombró al cardenal James Francis Stafford, presidente del Consejo Pontificio para los Laicos, enviado especial para la Dedicación de la nueva catedral. Fue diseñada por el arquitecto español Rafael Moneo. La Iglesia de doce pisos de altura puede acomodar a más de 3.000 peregrinos, tiene una plaza de 10,000 m² (2.5 acres), varios jardines y cascadas de agua. Posee también un Centro de Conferencias, una residencia para los obispos y una para el Cardenal Roger Mahony.” 

La pregunta que le hago al arquitecto que firma cualquiera de los edificios modernos de las grandes ciudades es siempre la misma: ¿por qué lo has construido así? Y aunque no lo tengo delante su respuesta es fácilmente adivinable, ¿por qué puedo y alguien me lo paga? Cuesta hacerles entender que la razón arquitectónica (como cualquier tipo de razón) tiene un límite, más allá del cual la habitabilidad de sus edificios y el paseo por las ciudades se resiente desde el punto de vista de la humanidad a que unos y otros tienen derecho a preservar y a renovar siempre que lo consideren necesario. La catedral de Los Ángeles tiene, sin embargo, un mandato diferente. Aunque el edificio de Moneo compite estéticamente con los edificios civiles adyacentes, la respuesta del arquitecto español no puede ser la misma que la de los arquitectos civiles. Moneo sólo podría contestar, la he construido así porque me pagan, y quienes pagan, obviamente, lo hacen en beneficio de la gracia de Dios. Sin embargo, se nota que Moneo ya no forma parte de la tradición de los arquitectos anónimos que construyeron las catedrales medievales. El dinero ha abierto una grieta irrestañable en las paredes de su catedral, que hace temblar la Fe en el precepto milenario de la gratitud divina. Dentro conservan la compostura, y el rito de la eucaristía se mantiene incólume de la mano de un pater que sigue fiel al significado del texto sagrado y a los signos exteriores que lo acompañan, aunque las columnatas y los vitrales que los observan, al oficiante y a los feligreses, ya no se acomodan a semejante liturgia. Apuntan descaradamente hacia otro lado que no está allí dentro en ese momento celestial.