viernes, 21 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 15

SAN FRANCISCO 1
En esta ocasión el tópico tiene una relación explícita e instantánea con lo que veo nada más llegar: San Francisco es una ciudad diferente a todo lo que llevo visto en este periplo por el lado occidental de los Estados Unidos de América. Juro que no me he puesto flores en la cabeza, ni me he encontrado gente particularmente encantadora, como nos dice Scott Mckenzie en su famosa canción, que si he vuelto a escuchar en un vídeo días antes de iniciar el viaje. La cosa es más elemental de lo que las exaltaciones románticas nos quieren hacer creer: San Francisco es diferente a todo lo que llevo visto hasta ese momento porque es la ciudad más europea, porque nada más poner los pies en sus calles me siento como si estuvieras en casa, lo cual no anula o hace desaparecer la otra muletilla que todo turista o viajero lleva siempre en las alforjas o las maletas: nada a largo plazo o no pasar demasiado tiempo en ese mismo lugar. San Francisco logra romper ese difícil equilibrio a favor de en casa como en ningún sitio. Me basta con descender la calle Lombart, la de las flores escalonadas a lo largo de su pronunciada pendiente, para darme cuenta de que los cinco días que he pensado estar en la ciudad van a ser insuficientes. San Francisco necesita como mínimo un mes para hacer nido, pues sin ese sitio como en ningún sitio es imposible degustar los diferentes sitios que se ofrecen al paseante. Fíjate que lo primero que he hecho ha sido cambiar el estatuto de mi presencia en la ciudad de la niebla vespertina sobre el famoso puente dorado, a saber, he dejado de ser un turista más para tratar de llegar a ser un paseante singular. Así que después de la pendiente de la calle Lombart, en la que tomé contacto físico con la característica más notoria de la orografía de San Francisco y de la que da cuenta en sus películas uno de los personajes más conocidos de la ciudad: el teniente de la policía local Frank Bullit, me dirigí al restaurante John’s Grill al que, según cuenta Dassiel Hamett en su novela, El halcón maltés, iba cada día el detective privado Sam Spade a comer sus apetitosas chuletillas de cordero. Seguramente hay otras maneras de enmarcar el sentido de mi estancia en esta ciudad, pero al hacerlo entre personajes de ficción vinculados los dos a eso tan ambiguo y escurridizo como es el cumplimiento de la ley, me parece que favorece la visita a otros lugares conocidos donde de verdad allí sucedieron hechos reales. Y es que San Francisco es una ciudad que bascula constantemente entre ficción y realidad, obligando al paseante a tratar de discernir en cada momento la influencia sobre su mirada de esa tensión que no cesa y que, al fin al cabo, acaba mezclándose sin saber donde comienza la una y donde va a la otra, o al revés. Fíjate, sino, en su origen, la misión de San Francisco, que da nombre a unos de sus barrios más emblemáticos. Hay que tener mucha fe, es decir, mucha imaginación para llegar hasta aquí hace trescientos años, siguiendo lo que luego se conoce como el Camino Real, para dar testimonio de la importancia de Cristo en el nuevo mundo. Hay que atreverse a perder la razón lógica y la de la gravedad, para filmar las delirantes persecuciones que nos ofrece Frank Bullit a bordo de su Ford mustang verde oscuro de 1968. Entre aquella que aún conserva su dignidad al lado de la petulancia de la nueva catedral, rodeada de las nuevas edificaciones del barrio, y la hermosura de este coche discurre el guion para entender el alma de la ciudad. Sin ambos dos es difícil entender, por ejemplo, el Barrio colindante a Misión, Castro, donde el afamado concejal gay, Harvey Milk, dejó escrito para siempre con su valor y coraje, los derechos legítimos de esta minoría sexual, que hoy se enseñorea orgullosa a lo largo y ancho del barrio. No es que me haya olvidado de lo que, según el canon turístico vigente, debería haber mencionado al principio de este escrito, como santo y seña de entrada y salida de la ciudad. Me estoy refiriendo, como no, al puente del Golden Gate. Lo que no me impide confesar, a pesar de lo dicho anteriormente, que fue mi primera visita, pues aunque no es la única vía de acceso, su prestigio internacional la convierte en inevitable. El puente del Golden Gate, no hace falta insistir en ello, es una pieza de ingeniería. Sigue cumpliendo el valor de uso que le asignaron sus diseñadores, ese que hace que los medios de transporte y las personas puedan pasar con absoluta seguridad de un lado a otro de la bahía. Esa apabullante utilidad le impide crecer hacia ese tipo de significación que lo aproxime a una obra de arte, como muchos quieren calificarlo. Significación la tiene, sin duda, pero dentro del paradigma que acoge a todo lo que es útil, el del progreso incesante del ser humano mediante la utilidad que proporcionan las obras que para tal fin construye desde la rueda y el fuego. Si haces un ejercicio de comparación entre el lugar donde apunta el significado de las catedrales góticas, o el de la torre Eiffel, o el del ford mustang de 68 del teniente Frank Bullit, y el del puente del Golden Gate, podrás comprender esto que digo. Me doy cuenta, sin embargo, qué la afluencia masiva de visitantes para fotografiar y cruzar el puente del Golden Gate no es debido a la utilidad que proporciona, sino a una transcendencia que a todos nos gustaría ser testigos de su despegue, pero que aquella utilidad se lo impide. Aunque si lo pienso con atención, a lo que de paso te invito, tener la experiencia de este límite de los ingenieros en el mismo lugar de los hechos, me parece otra forma de trascendencia nada desdeñable. Nos tenemos que conformar, por tanto, con contemplar la esbelta figura del puente dorado, que en realidad está pintado de purpurina rojiza, como telón de fondo, o marca estática, o signo sin significado, indistintos todos ellos respecto al acontecer significativo de las diferentes películas cuyo director así ha decidido utilizarlo.