viernes, 14 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 11

LO CINEMATOGRÁFICO 
Mi relación con el western viene de lejos y en forma de resistencia contra la cultura que tomó el relevo a la que había imperado bajo la dominación franquista. Entre los predicadores de esta incipiente cultura, que aspiraba a ser democrática, no reconocían como tales formas que habían tenido su apogeo popular durante la época inmediatamente anterior. Así que el western, la copla, la zarzuela y el cine patrio que se hizo durante el cuarentañismo franquista quedaron catalogados como no recomendables dentro del índice de la nueva etapa cultural. Yo por mi parte me dejé llevar por la nueva corriente dominante y dejé de lado mi afición a lo que mi padre, en las tardes de domingo zamorano, me había iniciado y de lo que él era un gran entusiasta: ir a ver una peli de indios y vaqueros al cine Barrueco. Años más tarde, cuando la nueva etapa cultural había mostrado ya sus mimbres y sus costuras, y gracias a Clint Eastwood y su impagable película, “Sin perdón”, volví sobre mi pasado y me encontré felizmente, y de forma renovada, con mi querida afición infantil por el western. Lo cual me hizo comprender que el pasado es un concepto temporal, sin duda, pero adscrito únicamente al tiempo histórico o de Cronos o de Saturno, en fin, al tiempo que marca con su tic tac implacable nuestra condición de seres mortales. Pero el western, la copla, la zarzuela, las películas de Pepe Isbert y Tony Leblanc y, en fin, las obras artísticas en general no tienen pasado, suceden siempre en el tiempo eterno, que es la otra modalidad del tiempo que también nos constituye, aunque nunca lo tengamos en cuenta a la hora de ponernos delante de ellas, bien sea para leerlas, mirarlas, oírlas, etc. Un tiempo eterno, como no decirlo, que nos consuela de las desavenencias y dolores del tiempo mortal en el que habitualmente vivimos. El caso es que con esta música zumbándome en los oídos llego a última hora de la tarde del día previamente fijado al lugar sagrado del western, Monument Valley. Algo así, para entendernos, como el Mar Egeo fue para la mitología griega, o el Mar Rojo para la egipcia. Pues el western, leí ya sin complejos lo que dijo Andre Bazin sobre el asunto: “el western es el encuentro de una mitología con un medio de expresión”. Allí mismo donde tengo los pies puestos en este momento. Y, como no, para que todo ello haya sido posible hace falta la existencia de un narrador inigualable, tipo Homero para hacernos una idea, que por estos pagos lo conocen con el nombre de John Ford, el señor como él mismo decía cuando le preguntaban por su secreto creativo: déjense de zarandajas, me llamo John Ford y hago wésterns. Pues eso, que me voy a visitar su despacho de rodaje y el de John Wayne, que la familia Goulding le cedió gustosamente para que llevara a cabo su monumental epopeya. Monument Valley atrae a tantos turistas, lo sepan o no sean aficionados al western o no, porque el cineasta de origen irlandés lo transformó de ser un fenómeno arbitrario de la naturaleza (como lo es el Gran Cañón del Colorado) en un personaje universal cumpliendo una misión y dando un sentido y cobijo al puñado de personajes que pueblan las películas que allí filmó. Monument Valley es el ejemplo para entender la armonía que debe existir entre naturaleza y cultura, de cuya renovación pertinente surge nuestra permanente humanidad. Todo allí invita a no distraerse con petulancias personales adquiridas previamente. Todo allí invita a la contemplación y a la reflexión profunda, de las que surgen de manera inevitable otras perspectivas inmateriales además de las que te ofrece la mera constatación de lo evidente que, como en el Gran Cañón del Colorado, no es otra cosa que la paciente labor erosionadora que ha logrado el paso de tiempo sobre aquella materia rojiza. Todo allí invita a meditar sobre la sociedad europea donde vivimos, pues formamos parte casi indistinguible del capitalismo norteamericano que se fundó en esas tierras rojizas, de la mano de sus conquistadores blancos en lucha desigual con los indios que la habitaron previamente. Las películas de John Ford, como lo son la Ilíada y la Odisea de Homero para entender parecidas confrontaciones en la Grecia antigua, son el mejor documento para acercarnos al misterio que subyace debajo de aquellas erosiones milenarias que dan el nombre a Monument Valley. También ayuda a ese recogimiento meditativo la presencia conmovedora de los ciudadanos navajo (censados en un número que supera los 200000 en la actualidad) en todos los servicios que ofrece la organización del parque a los visitantes. Sin tener que odiar a nadie, siguen siendo fieles a sus costumbres ancestrales en ósmosis acertada con el mundo tecnificado de hoy. La extrema diseminación de la nación navajo a lo largo y ancho del parque de Monument Valley choca con la idea previa que tengo de su espíritu tribal, o sea, todos juntos y apiñados como mejor manera defenderse. Ningún criterio urbanístico remotamente parecido a lo que inventaron los romanos aparece por estas tierras. Y, sin embargo, todo funciona. Y nosotros, pienso bajo la influencia de esa conmoción aludida, que somos individualistas romanizados pero vivimos como sardinas en lata. Algo hemos dejado en el camino desde entonces y todavía no sabemos qué es y adónde debemos acudir para recuperarlo, me viene a la cabeza tal duda mientras me apoyo en el cartel que anuncia, a las afueras de Monument Valley, que justo en ese punto el gran Forrest Gump decidió no seguir corriendo.