jueves, 27 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 19

CODA FINAL
Ahora que llego al final de estas crónicas viajeras por el oeste americano, puedo decir que se basan en mi experiencia como un turista consorte. En verdad a mi lo que me interesa es la costa este. Debe ser por esa necesidad que tengo como lector de ponerle imágenes a las palabras. Por decirlo de forma esquemática, el este norteamericano es a la literatura (o a las palabras) como el oeste es al cine (o a las imágenes). El medio oeste, o las Grandes llanuras se avienen a los dos ámbitos. El dilema que me plantean la costa del Pacífico respecto a la costa del Atlántico es el mismo que siempre tengo, y que ya lo he mencionado en estas crónicas, entre realidad y ficción, verdad y verosimilitud. En la costa este es un dilema de matriz claramente europea, mientras que en la costa oeste el dilema es genuinamente norteamericano. Seguiré disfrutando de la trilogía fílmica que John Ford dedicó a la caballería del ejército de la Unión haciendo del lugar donde las rodó, Monument Valley, un espacio mítico para siempre. Y cuando el cine convierte los espacios geográficos donde se desarrolla la acción de sus narraciones en lugares míticos, es decir, cuando los eleva por encima de su condición material desparecen del mapa donde han estado siempre.   Lo que quiere decir que Monument Valley, por mucho que los empresarios del turisteo se empeñen en convertirlo en el mejor reclamo entre los loros de las redes socios, verdaderamente solo existe en las películas de John Ford. Pues se produce la paradoja de que la fuerza del reclamo publicitario del lugar sigue estando en las películas del cineasta tuerto, las que, a medida que pasa el tiempo, son más desconocidas para los turistas loros más jóvenes. Las relaciones de poder individuales que representan las redes sociales necesitan la legitimación global de cada momento con su aliado de siempre, el saber. Dile a un turista loro que no sabe, a ver qué te contesta, dile que toda su ceremonia de poses y medidas ante las tierras rojizas de Monumnet Valley no es otra cosa que la constatación de su abismal ignorancia cubierta por una colosal arrogancia. Sin embargo, la literatura de la costa este permite relacionarme con sus espacios de otra manera. No es que la costa oeste no tenga literatos que la hayan narrado, lo que ocurre es que siempre hay detrás un guionista espabilado que se apropia de sus ideas para llevarla a las diferentes pantallas. L.A. Confidencial, la novela de James Ellroy sobre la ciudad Los Ángeles es más conocida por la película homónima y posterior de Curtis Hanson, que por los aciertos de sus propias palabras. Es difícil, por no decir imposible, que eso ocurra con los poemas de Emily Dickinson, o los relatos y reflexiones de Herman Melville, Edith Warton, Henry Thoreau, Waldo Emerson, Edgar Allan Poe, etc. Es por ello que visitar el lugar donde vivieron estos escritores adquiere un significado distinto pues sus textos fueron creados antes de la existencia del cine. Digamos que me falta esa visita para “acabar” de leer sus libros.Y aunque los guionistas y directores cinematográficos les han dedicado sus atenciones con diferentes películas, nunca pueden rivalizar con la fuerza original de la prosa literaria que aquellos imprimieron a sus obras. Solo Nueva York es una excepción, pues a pesar de ser el escenario protagonista de memorables novelas, por ejemplo, la edad de la inocencia de Edith Warton, o Manhattan Transfer, de John dos Passos, también lo ha sido de las películas de talentosos directores de cine, con Woody Allen a la cabeza. Esa duplicidad hace que la ciudad de los rascacielos sea motivo de seducción tanto para los turistas loros como para los viajeros coremáticos. Quiero acabar estas crónicas volviendo a este concepto que ya mencioné en uno de los escritos anteriores, y que me ha acompañado, a pesar de mi absoluta ignorancia al respecto, en todo este periplo del oeste norteamericano. Me refiero a los coremas, que Michel Onfray menciona al final de su libro, “Teoría del viaje”, con un subtítulo que yo lo adopté desde que acabé su lectura, antes de iniciar mi viaje, como el verdadero título, “Poética de la geografía”. Para explicar lo que significa una geografía coremática, Onfray adopta el punto de vista olímpico que le permiten los viajes en avión. Ese alejarse del tumulto y murmullo de la geografía de los loros, recuperando así la capacidad de asombro de los antiguos filósofos griegos es lo que más me ha interesado del libro, y lo que me ha permitido subsistir al lorismo empecinado en este viaje. Pues al margen de la aglomeración repetitiva de los turistas loros en todos y cada uno de los rincones o balaustradas, donde la organización de turno ha decido que nos tenemos que reagrupar, siempre encuentro un hueco desde donde poder intuir, aunque sea precariamente dado mi desconocimiento del alfabeto coremático, el desciframiento del mundo que tengo delante poniendo en marcha una incipiente lectura de la realidad geográfica que lo alberga.