LO MORTAL
En una sociedad panvitalista como la que nos ha tocado vivir es bastante desconcertante que inviten al turista, quintaesencia coyuntural de ese panvitalismo aludido, a visitar un lugar denominado Valle de la Muerte. Uno desde la distancia y el confort donde vive se imagina lo peor. No porque se crea literalmente lo que anuncia el rótulo, sino porque el hecho mismo de anunciarlo irrumpe con desasosiego en esa idea de inmortalidad que intenta superponerse como sea sobre nuestras vidas. Si te fijas, y eso es lo más interesante, no hay eufemismo en el anuncio. Siendo como es la publicidad turística, con su halo positivista irrefutable siempre dispuesto a darse de bruces con la cara del lector que se acerca a su mensaje, a ningún creativo del gremio se le ocurrió poner una enmienda a la totalidad del anuncio, pongamos, Valle de las últimas voluntades o Valle de los Estados terminales o Valle de los espíritus ascendentes. Tampoco se les ocurrió a estas inteligencias peeclaras de las agencias publicitarias algo muy querido por la inmortalidad que profesamos los miembros de la clase media de estirpe occidental, a la sazón sus principales clientes, a saber, vincular la visita al mencionada Valle mortuorio con alguna de las traducciones del precepto horaciano, carpe diem, por ejemplo, ven al Valle de la muerte y aprovecha el día, o deja que el día de su fruto, o haz de esta visita la mejor cosecha del día. En fin, cualquier título o definición que elidiera la aparición explícita de la palabra Muerte, vinculada además a la palabra Valle, sinónimo de vergel, oasis, quiero decir, vida. Hasta ahora había un firme consenso sobre que lo propiamente inhóspito de la tierra se haya en los polos o en los desiertos, pero desde los relatos bíblicos los valles son los lugares donde siempre se asienta la vida en busca de su desarrollo: creced y multiplicaos. Incluso los predicadores del cambio climático continúan fieles a ese consenso a la hora de tratar de evaluar sus efectos dañinos. Nos anuncian apocalípticamente cómo se deshielan los polos y como el desierto avanza hacia los valles. De forma inopinada nada de esto preocupa a los organizadores del parque del Valle de la Muerte, tan cuidadosos, sin embargo, para que nadie se despiste y pase de largo. Para que nadie pierda el tiempo en digresiones, rodeos, complicaciones, para que se olviden de su eterno vacilar diario y el consiguiente eterno volver a comenzar. Que nadie se detenga a pensar si se puede vivir y durante cuanto tiempo, o no se puede vivir ni un segundo, bajo el palio de un termómetro que puede llegar a marcar más de 55 grados centígrados. Las advertencias en las guías no dejan de recomendar prudencia en la visita. No dicen que hay serios riesgos que el visitante no salga con vida, que menos si se le conmina que vaya al Valle de la Muerte, pero que si se le dice puede encontrase con sorpresas desagradables. Que se cubra bien la cabeza en los breves instantes que salga del coche para hacer la foto correspondiente, y que beba agua constantemente. La pregunta no se hace esperar, ¿qué se puede fotografiar en el Valle de la Muerte? ¿La muerte misma? ¿No dijo Epicuro que si tu éstas la muerte no está, y que si es la muerte la que está eres tú el que se ha ido para siempre? A lo que se debe referir la guía es a las fotografías de la mortalidad, que si acompaña a cada uno de los visitantes, lo acepten o no. Luego el lugar, pensé, lo deberían llamar el Valle de la Mortalidad (más propio de la geografía coremática), pero es casi seguro, en asuntos de psicología de cabecera los creativos son unos espabilados, que con ese nombre a nadie le movería la curiosidad. Y, sin embargo, el Vall de la Muerte esta lleno de seres inmortales que habían viajado hasta allí guiados por su instinto vitalista y saludable que los mantiene en pie cada día y los anima a hacer estos periplos norteamericanos. Luego la muerte, como el hambre, es un negocio, pero la mortalidad un estorbo. Sea pues. Con su cámara en bandolera, como ya preveía la guía no paran de hacer fotos a diestro y siniestro desde que he llegado. Paradójicamente, quienes a buen seguro deambulan por sus ciudades de origen dando tumbos, según el tono vital que los acompañe, se enfilan aquí hacia un horizonte de arena y calor infernal sin pensárselo un instante. No se sabe quien ha dibujado ese horizonte, ni que conversación se puede establecer una vez que allí se llega, lo único que observo es que la atracción es irresistible. Nadie retrocede. Me dejo llevar por el oleaje y de repente se me ocurre pensar que si los coches que hemos dejado en el aparcamiento desaparecieran, la muerte podría convertirse para muchos de los que confiados visitantes que caminan por aquel secarral sería un hecho inevitable. Pero los que caminan a mi lado observo que se siente inmortales, pues derrochan el extramado optimismo de su vitalidad, a sabiendas de que cuando vuelvan sobre sus pasos el coche los estará esperando. ¿Cómo se imaginarán un día logrado? Es una pregunta que me acompaña cada día en la ciudad donde vivo. Una de las posibles respuestas, fíjate, la tengo ahora delante de mis narices. Descender al punto más bajo de la tierra, más de cien metros bajo el nivel del mar, caminar y caminar, volver y volver, beber y beber, fotografiar y fotografiar, y coger de nuevo el coche que te llevará de nuevo al nivel del mar. Sin zig zag, sin fronteras que trazar, sin temblores ni temores. Con cerca de 50 grados centígrados sobre las espaldas ya nada duele y la sonrisa aflora tímidamente entre los labios. Un día logrado puede empezar a vislumbrase en la disolución de aquellas formas que caminan a mi lado. Me hubiera gustado razonar de otra manera, pero cómo hacerlo en un lugar desértico donde el único monumento (pensé en ese momento en las pirámides de Egipto) son unos urinarios para que la gente haga sus necesidades de forma controlada. ¿No te parece todo una ironía del propio razonamiento? Una ironía que no quiero llamarla, cielo santo, surrealismo. La visita al Valle de la Muerte se le puede calificar de cualquier cosa, menos surrealista.